Anthony Burgess – La decimoséptima novela

Este verano inglés ha estado nublado, frío, tormentoso, y ha encajado con los clínicos boletines sobre la situación económica de Gran Bretaña. La otra noche, tras una dolorosa sesión en lo de mi dentista, tuve una dolorosa sesión mirando a Harold Wilson en televisión. Hemos estado gastando de más; debemos atrincherarnos de nuevo; debemos restaurar la confianza en la libra esterlina. Uno de los pocos motivos que tengo para tratar de ganar más dinero debe ser el aumento de precio del escocés. No puedo pensar en otro motivo. Las vacaciones en el extranjero están, gracias a las restricciones cambiarias, fuera de discusión y no tengo muchas ganas de vacacionar en Gran Bretaña; cuanto más gano, más me acerco al precipicio que me despeña al pago de 19 chelines por cada libra en impuesto adicional. Hace dos años el Partido laborista nos prometió tiempos difíciles; parece que ha sido fiel a su promesa.

Ahora es medianoche. Esta mañana subí a mi estudio para seguir con una novela cómica que estoy tratando de escribir. Es una gran maravilla para los laicos que los comediantes sean capaces de seguir con sus rutinas mientras sufren un duelo, un absceso o una recesión económica. Escribir una novela cómica puede encararse con el mismo cansancio y dolor que si se escribe una tragedia, y el cansancio y el dolor, con un profesional, nunca se mostrarán.

Sin embargo hay algo que se muestra en mi obra de lo cual estoy lejos de alegrarme, y tal vez sea solo el ambiente general de depresión lo que me da ganas de hablar de esto. Quiero decir, evidencias de insatisfacción con formas y tropos y vocabulario y ritmos que provee el inglés ortodoxo. Ahora estoy trabajando en m decimoséptima novela, y dudo de que pueda seguir adelante en los mismos modos –narración directa, diálogo naturalista, pedacitos de monólogo interior, récit atmosférico. Siento, como debe sentirlo todo escritor en su decimoséptima novela, que estoy en peligro de repetirme.

El héroe de esta novela es un poeta de edad intermedia que está trabajando de barman en un hotel de Londres perteneciente a un norteamericano. La sexta línea del primer capítulo lo describió lavando vasos. Escribí: ‘Bruñía una verónica de lápiz labial.’ Me refería a que lustraba una mancha roja que, como la impresión de la cara sangrante de Cristo en el paño de santa Verónica (preservada hasta hoy en Roma), parecía permanecer ahí a perpetuidad. No hay un intento de blasfemia chistosa: es necesaria para establecer ciertos matices religiosos lo antes posible ya que estos son relevantes para el carácter y las preocupaciones de mi poeta.

Poniendo esa imagen, me sentí bastante conforme. Me parecía suficientemente apta y original. Y después vino la duda: ¿la había usado antes? Busqué en mis libros publicados –una tarea muy fastidiosa– y descubrí que no lo había hecho, pero sin una real sensación de alivio. No la había usado antes, pero, pensé, podría usarla de nuevo.

Cuanta más ficción escribe uno, más ve un cierto patrón de ambientes y situaciones. En mis libros, la gente bebe en bares o pubs, y estos se vuelven cada vez más parecidos; peor, los que beben siempre se comportan de la misma manera; peor todavía, cada vez me tienta más usar la misma clase de lenguaje para describir el bar, la persona y el comportamiento. Dos hombres van a pelearse, y las peleas están empezando a parecerse más unas y otras. Enfrentado a la necesidad de describir una calle de ciudad, no puedo encontrar algo para decir sobre ella que no haya dicho previamente, y de manera más fresca.

He creado tantos personajes, principales y secundarios, que corro peligro de completar la lista y volver de nuevo al principio. Hay un número limitado de maneras en que una mujer puede ser hermosa y un hombre horrible, y un número incluso más limitado de modos para la transmisión de estas cualidades. Los lectores de uno pueden no notarlo ya que en su mayoría, gracias al cielo, tienen poca memoria, pero uno sí lo nota y no le gusta hacer trampa. Un libro puede aburrir a su lector, pero no debería aburrir a su autor. El 17mo intento de una obra de ficción ortodoxa no debería tener el mismo encanto tembloroso que la primera.

Es a causa de este temor de repetirme y, más que eso, a esta insatisfacción con las limitaciones del lenguaje ordinario, que empiezo a mirar con una especie de melancolía a los experimentalistas de la ficción. Y me he convencido de que ninguno de estos emprende un nuevo acercamiento a la ficción para traer una luz nueva para sus lectores o para abrir, con el coraje de mártir flaubertiano, nuevos senderos para otros escritores. El escritor experimenta porque está aburrido. Es como Dios, quien, sufriendo con el héroe de Alberto Moravia en El tedio, tiene que crear un nuevo cosmos para estar menos annoiato[1].

Pálido fuego de Nabokov es un poco tedioso de leer, pero escribirlo debió de ser estimulante. Algunas de las novelas de la nouvelle vaguen francesa son, con su estasis, su concentración en las cosas antes que en las personas, más que un poco tediosas, pero se puede ver que tuvieron que ser escritas para salvar al autor del ennui[2] o transitar de nuevo el camino trillado. Las técnicas del cortado y plegado de William Burroughs, diseñadas para darle un ‘nuevo aspecto’ al lenguaje, quizás le den este nuevo aspecto solo a su autor. Pero a su autor se le debe conceder el derecho de protegerse del aburrimiento.

El impulso de hacer el lenguaje genuinamente nuevo, en vez de apenas se vea nuevo, es lo que lleva a James Joyce a crear el equívoco eurinés[3] de un Finnegans Wake. Uno puede comprender muy ben la posición de Joyce. En Ulises había agotado los recursos del lenguaje ortodoxo, no solo en la fabricación de palabras valija, pastiches, mimetismos y burlas, sino también en la exacta anotación de acción y habla. ¿Qué podría ser su próximo libro sino una nueva limitación o una repetición mansa a menos que rompiera el lenguaje y lo ensamblara de nuevo? Al autor se le pide que piense en sus lectores, pero también debe pensar en él.

Idealmente, un novelista no debe ser solo un políglota sino un panglota. Que escriba su primera novela en inglés, explotando todos los recursos del lenguaje; después que sacuda al francés del pescuezo y continúe con el griego demótico. Uno solo puede ser verdaderamente creativo si no crea meramente un sujeto  sino el medio en el que ese sujeto se mueve. Mo más que el novelista o el poeta promedio puede hacer es modelar un idioma; a veces esto parece no llegar suficientemente lejos. Ni Schönberg estaba contento con un idioma, ni Picasso; tenía que ser un lenguaje nuevo o nada.

Yo no puedo crear un lenguaje nuevo, aunque he hallado, por accidente, y con azoramiento, que, en mi novela La naranja mecánica, hice un dialecto transitorio para unos quinceañeros tanto reales como imaginarios. Pero siento que debo, para contrariar mi propio cansancio, hacer algo nuevo. Las nuevas imágenes ficcionales que se me presentan en los fijos relojes estivales, con el viento temporalmente en calma, son fantásticas. ¿Funcionarán?

Antes de que The Times cambiara, para peor, su formato, yo soñaba con una novela en la que la vida del héroe se presentaba en la estricta forma del Times, desde los avisos publicitarios iniciales hasta el crucigrama de cierre. Estoy soñando, más despierto, es una novela presentada como una biografía falsa, completa con fotografías e índice. He pensado en contar una historia en el texto y una historia como contrapunto en pies de página. Delirando se me ocurrió que podría reformular una novela ya escrita a medias en la forma de una pequeña enciclopedia, de manera que el lector, armado de toda la información relevante, pudiera elaborar él mismo la trama.

Estas cosas requieren un coraje que quizás muy pocos novelistas profesionales, frente a la necesidad de ganarse la vida, puedan verdaderamente poseer. Una mujer casada puede hallar el coraje más fácilmente que un hombre casado. Sterne empezó Tristram Shandy desde la fortaleza de una vida clerical. Joce por lo menos tuvo una patrocinadora.

Y sin embargo, cuando uno mira alguna de las novelas experimentales que surgen de Sterne o de Nathalie Serraute, se sorprende por el saludable descubrimiento de que las nuevas formas no son realmente suficientes. Sterne tenía al Tío Toby y a Mr. Shandy; Nabokov tenía a Kinbote; Joyce tenía a Bloom y a Earwicker. Hay ciertas cosas de las que la novela no puede prescindir, y la más grande de estas  es el personaje. Algunos de nuestros jóvenes experimentalistas británicos rezongan por falta de reconocimiento; pero se saben de memoria todos los trucos shandianos, mas no saben ninguno de los grotescos shandianos.

El terrible atrevimiento del Ulises surge porque Bloom y Dedalus son lo suficientemente grandes como para sobrevivir a su tortura. Dígale a un joven experimentalista que intente algo en la línea de la escena del hospital maternidad en el Ulises, y producirá un pastiche bastante aceptable de la historia de la literatura inglesa, pero no tendrá la tensión humana del primer encuentro verdadero de Bloom con Stephen. Una novela no debería ser una velada de trucos de prestidigitación; debería ser una obra genuina.

Lo que he dicho es bastante obvio. Queda el hecho que, al menos para mí, para hacer de la escritura de novelas un genuino estímulo intelectual debo imponerme ciertas astringencias formales. El gran secreto será quizás el hecho de volverlas tan discretas que el lector piense que está leyendo algo muy ortodoxo. El oyente de la ópera de Alban Berg, Wozzeck, puede no ser consciente de un acto está en la forma de sinfonía y el otro está en forma de suite. Pero eso no invalida el sentido de Berg de la necesidad de semejante imposición formal. Yo mismo, tal vez exageradamente cauteloso, he seguido a Berg en ciertas novelas, haciendo un párrafo un soneto petrarquesco dispuesto en prosa, convirtiendo toda una sección inicial en un simulacro eslavo de El oro del Rin de Wagner (nadie lo notó; en todo caso, la novela –por una razón bien diferente– resultó prohibida), identificando, en Nada como el Sol, al narrador borracho con el sujeto moribundo de su narración.

El lector puede sacar sus propias conclusiones, y probablemente no serán favorables. Una conclusión puede ser que yo debería renunciar a escribir novelas, pero otra puede ser que la forma tradicional de la novela ya no es más satisfactoria para el novelista.

Habiendo dicho todo esto, ahora me siento un poco mejor. El aire nocturno es más cálido, y mañana trae la tarea de seguir empujando con mi novela cómica. Lo que ya escribí puede dejar de parecerme pedestre y volverse fresco, incisivo, original; la página nueva en la máquina de escribir puede llenarse sola con toda clase de lindezas audaces que, agradándole al lector no hayan aburrido al autor. En todo caso, uno debe seguir con el trabajo que cree que mejor hace. El hecho de que uno pueda tener dudas sobre esto puede ser un buen signo, ya que la duda, como sabemos, es un intervalo de la fe. Solo el escritor muy malo está siempre absolutamente seguro del valor de lo que está haciendo.

New York Times, 21 de agosto de 1966


[1] Italiano, aburrido.

[2] Francés, aburrimiento.

[3] Pun-Eurish

42 comentarios sobre “Anthony Burgess – La decimoséptima novela

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