Tiempos Violentos

Veintinueve Escritos Restrictivos y un plus M1rcelo Z1b1loy


 

M1rcelo Z1b1loy

Tiempos violentos – 1° ed. – Epecuén: Ediciones El misterio, 1981

IBSEN: 123-456-789-10

el cuento de pluto/ imposibles

Director y editor: Jorge “Père” Wreck

Diseño y producción: Reymund Oquenó

© 1981, M1rcelo Z1b1loy

©2019, El Cuento de Pluto SRL.

No hecho el depósito no exigido por ley 11.823

Impreso en diciembre de 2019

Hipermitido todo tipo de retroducción por los medios que fuese(n) incluyendo tuiter, feibu, curreo letrónico, medios telebusivos y linterné.

Índice

Los sueños, sueños son                                                            5

Cumplir ocho lustros no es sencillo                                        15

Domingo devoto                                                                     22

Convencer o reflexiones con vencimiento                             27

El 90                                                                                        33

El CEN cumple los CIEN                                                           42

El cuento rebelde                                                                    47

El modelo económico vigente                                                58

El recolector de impuestos                                                     63

El retiro de Oti                                                                        70

El pueblo perdido                                                                    78

El tiempo es suizo                                                                   90

Informe económico del tesorero                                           107

Nos reunimos en lo de Lirio                                                    112

Poderoso mosquetero es Don Dinero                                    118

Sobre Gombrowicz                                                                 126

Sobre cómo y por qué riñen mis vecinos                              136

Tiempos violentos                                                                  142

Recuerdo los ojos de un cordero                                           161

Dublín, 17 de junio de 1904                                                   175

Un mundo diurno con su sol de limón                                  199

El sol del veinticinco viene subiendo                                      206

Los incendios de Sydney                                                         212

Oremos                                                                                   217

El encierro                                                                               224

El moderno constructor de Poder                                           233

Distintivos elocuentes                                                            248

Check-point en el puente                                                       254

Rebelión en el chiquero                                                          264

¿Optimismo o pesimismo?                                                       275

Confesiones                                                                            279

Un discurso perfecto                                                              290

Silencio, oficio y exilio                                                            300

Cómo reprimir con sencillez                                                  308

Los sueños, sueños son

Elementos dispersos recogidos en los últimos segundos de un sueño:

Muros húmedos. Oscuros. Coche viejo. R12 gris.

Recorrido nocturno. Estribos rocosos. Bejucos.

Socorro. Gritos. Pedruscos, indio, secuestro.

Puerto, corredores. Ticket. Bolso. Shorts y T-shirts

Vuelo. Perdido. Edificio.  Museo.

Con estos elementos sueltos que recuperé en medio minuto ni bien me desperté, tengo que escribir un cuento sobre un sueño. Ejercicio destilo, como los textos subsiguientes. Espero que el lector no se moleste por este tipo de cuentos como el que hoy le ofrezco. Es que tengo enfrente un bloc que compré en Zúrich (donde escribí mi Informe sobre Zúrich) por el excesivo precio de diez euros y en el forro de dicho bloc dice “Don´t forget to write” o, lo que es lo mismo y no sé por qué estúpido esnobismo de tilingo trilingüe no puse, “No te olvides de escribir”.  Lo tengo sobre el escritorio exprofeso. De modo que no se me olvide escribir. Porque hoy el sol es espléndido y viene un viento fresco desde el Este (no confundir con este) y tengo que decidirme entre seguir escribiendo o ir y meterme en el ponto en Pehuén-Có. Escribir o vivir. El eterno litigio que tengo conmigo mismo desde que soy consciente.

En principio mezclo los elementos que recuperé, en un intento de desorden retrospectivo. Como un ejercicio que termine diciéndome de dónde cuernos vinieron esos verbos, esos sentimientos opresivos, ese pedido de socorro. De dónde vino ese R12 gris. Porque de un modo u otro, todos esos intrusos se me metieron en el sueño y me produjeron un terrible dolor. Creo que tengo derecho de insistir. Y por supuesto el lector tiene todo el derecho del mundo de detenerse y seguir con el último cuento o leer otro libro, o no leer. Lo psicológico como texto siempre me produjo un rotundo desinterés. O, por decirlo sin rodeos, no me interesó en ningún momento. Por consiguiente, entiendo y justifico, querido lector, tu lógico gesto de desdén. Que se me tome pues por incoherente. No me defiendo de lo indefendible. Soy un enorme incoherente. De los peores. Soy ese tipo de incoherente que obtiene sus conclusiones de los juicios y prejuicios de otros –escritores, filósofos, músicos, y pintores– según los lee, oye y ve. De modo que el último que impresionó mis sentimientos es el que tiene el dominio de mis reflexiones; por esto mis opiniones son flexibles. No puedo decidirme sobre quién o quiénes mienten, o de quienes son los juicios verosímiles que me merecen fe.

Pero quiero volver sobre el terrible sueño que tuve. Posibles fuentes: los distintos noticieros que vi. Los disturbios en el norte me conmovieron. Vi muertos y heridos. Vi un rostro de mujer gimiendo por su indiecito muerto. Vi proyectiles servidos, de fusil. Vi un edificio lujoso y reporteros recorriendo. Escuché discursos pomposos. Oí los gritos de socorro de los heridos. Vi jóvenes, muertos o inconscientes, tendidos en los tumultuosos corredores de nosocomios. Vi multitudes de indios con ponchos rojos y pendones multicolores. Todo esto, estoy seguro, no lo soñé. Luego veré si existe un vínculo o no con mis sueños. Puede ser que sí, puede ser que no. No prejuzguemos.

Recuerdo los muros húmedos por los que intenté subir; me sentí impotente. Ese es un punto. Estoy podrido de no poder. Y de no poder, uno se vuelve oscuro. Pero lo húmedo es un misterio. Si lo opuesto, lo inverso de húmedo es seco, vivo en un pueblo seco, un Poble Sec, donde no llueve, excepto dos o tres milímetros por mes, en meses muy lluviosos. Un deseo de oscuros muros húmedos imposibles de ver en un pueblo seco. De todos modos, trepé por esos muros húmedos. Primero estuve suspendido en medio de un tubo sin fondo, me colgué como pude de unos bejucos viscosos donde no pude detener mi descenso. Creo que este es otro nudo. Uno no puede detener su descenso y el descenso supone un hoyo, un hueco, un tubo, un conducto cuyo fondo por fin nos recibe. Por el ventiluz de mi dormitorio, donde esto escribo, recién despierto, veo el reflejo de un sol esplendoroso y oigo los tristes trinos de los pobres jilgueros del vecino y los gorriones silvestres y felices que como los felinos no tienen dueño, y veo un trocito de cielo de un intenso celeste. No puede ser que esté escribiendo esto, me digo, con este (o ese) cielo y este (o ese) sol. Tengo que romper con este círculo viscoso, perdón, vicioso y convertirlo en un círculo vistoso, perdón bis, qué me sucede, quise escribir virtuoso. En un momento tengo que vivir. De otro modo viviré escribiendo como un loco, como un estúpido, como un bobo sin remedio.

Los bejucos y el descenso en el hoyo profundo tienen, entonces, cierto sentido. Lo indetenible del descenso físico y psíquico del hombre con el correr del tiempo. Dicho. El otro elemento es el R12 gris. Lo de gris, se entiende por el contexto y, lo he dicho cientos de veces y lo he escrito en uno de los textos de este libro, no recuerdo bien dónde, pero lo escribí, que en los sueños no existen los colores. Si bien creo que vi un cielo celeste y que vi un sol imposible. Incoherente. Cierto. Pero el R12 gris, es un vehículo vetusto y ruidoso que vi el viernes produciendo todo tipo de ruidos y emitiendo un humo tóxico como los recuerdos de tiempos felices. Lo vi y en un irreprimible impulso bendije con insultos el pretérito imperfecto y el futuro simple del pobre conductor. Como si yo no hubiese conducido vehículos en peores condiciones que el suyo y no hubiese producido los mismos ruidos y no hubiese emitido los mismos venenos tóxicos provenientes de combustibles fósiles comprimidos en un cilindro por medio de presión, es decir con GNC. De donde deduzco que el vehículo visto el miércoles (o el jueves) es un símbolo comprimido y etéreo de lo irreprimible. Lo que uno fue y no quiere ser siempre vuelve como reproche. Lo que no se puede cubrir con un velo de olvido nos exhibe de tiempo en tiempo sus dientes feroces. Los objetos que vemos son meros símbolos y es nuestro el deber de distinguir los crípticos contenidos que envuelven.

El recorrido nocturno, lo entiendo como el eterno discurrir sobre cuestiones que no tienen sentido. Lo imposible de retener conceptos complejos. Lo ilegible del mundo, como dice Hervé Michel, los intentos por comprender un universo incomprensible. El microbio que viene de ser descubierto y el ojo del biólogo en el extremo del microscopio. Dos infinitos que esconden sus respectivos misterios. Dios y el hombre, en sus roles de microbio y de biólogo. Sin pretender ponerme serio, supongo que de este pozo surge lo del recorrido nocturno. Porque no soy un individuo que circule de noche, como lo son por lo común los escritores.

Considero en este punto los estribos rocosos. Dispuestos en el muro húmedo, estos útiles estribos rocosos me sirvieron en los esfuerzos por detener mi descenso por el tubo, pendiendo de los referidos bejucos viscosos. Fueron muy bienvenidos y me produjeron, en medio de un descontrol de los sentimientos, un poco de distensión, un respiro. Mi objetivo fue entonces subir el muro. Fui poniendo un pie en un estribo, luego en otro, con temor de sufrir un desliz, y en el borde del pozo hice pie y distinguí unos rostros. Pedí socorro, pero no me oyeron. Mis gritos fueron los gritos de un mudo. Interpretemos: los estribos son obvios soportes. El muro húmedo el símbolo de Sísifo; el miedo es el impedimento, lo ridículo del esfuerzo por comprender, el enorme bloque rocoso cuyo impulso opuesto en el declive nos describe el mito.

El pie en el estribo es el intento del hombre, en el momento del sueño, mi Yo, mi Ego, de defenderse del hundimiento en los pozos oscuros y de subir. El menor de los inconvenientes puede ser un muro, dicho esto sin intenciones de simbolismos, éticos, religiosos o filopoéticos. Un sentimiento efusivo que no es correspondido, un correo perdido en el éter, un teléfono que no responde, un momento de celos, son muros. Lo que se nos opone, lo que nos impide, lo que se nos resiste, es un muro. Entonces descubro que no se me respondió un correo en el que –seré discreto en este punto porque ni el contenido de dicho correo ni su remitente son de interés del lector poco curioso– puse un interés excesivo, muy posiblemente inmerecido. Pequeño inconveniente de un individuo que se convierte en muro (el inconveniente, no el individuo). Ejemplo sencillo, pero no por sencillo menos concreto ni verosímil.

Evoco un indio. Lo precedente, en ojos de quien quiere leer, no puede ser indiferente. Evoco. Un indio. Indio que veo por televisión reprimido por energúmenos con fusil y gestos de perro hidrofóbico. Mencioné los proyectiles. Los noticieros distinguen entre golpes y sucesiones de legítimo derecho. Los noticieros confunden con sus opiniones que vienen del escritorio de un editor. Por ende, los indios son violentos y negros. Los negros descienden de los cerros, como si cinco siglos de dominio no hubiesen sido suficientes, pretendiendo el fin de los privilegios. Creyeron que es posible vivir como los ricos. ¡Qué ilusos! Eso dicen los noticieros. Y el cerebro que duerme construye el resto. Si tiene que elegir un delincuente, elige un negro o un indio. Es un recurso sencillo. No requiere esfuerzos. Y en mi sueño veo o siento un secuestro.

Qué increíble término; quienes me conocen bien entienden el peso que tiene en mí ese término de por sí terrible. El secuestro. El signo, imperceptible, no pudo ser menos oportuno. O inoportuno, como el indio que Evoco. Escribiendo esto que escribo, queriendo comprender mi sueño, me encuentro con un Secuestro. Pues bien. Surgió como lo cuento; de mi subir por un pozo, poniendo un pie y un pie en los estribos rocosos de un muro húmedo. No entendí el léxico del indio, que reconozco como conductor del R12 gris. Si bien el remisero indio es porteño, creo que, o no, estoy seguro de que le pedí que me deje en Orly – ¿por qué en Orly? – pero tomó otro recorrido, metiéndose por muelles oscuros y corredores tenebrosos. Un cómplice se nos puso enfrente impidiéndonos seguir. Descendimos. Yo y dos niños. Tuvimos miedo, vimos dos revólveres. Me trencé en un duelo lleno de golpes sin efecto y gritos sin sonido. Discutimos, revólveres por medio, por el precio que el indio me exigió, yo dije que convinimos en trescientos veinte pesos y el indio en su léxico poco menos que incomprensible, en su léxico de chillones jeroglíficos lingüísticos y gestos furiosos, pretendió quinientos. Se los di. No tuve opción. Lo cubrí de insultos, pero el indio se esfumó con su cómplice, dúo cuyos rostros tengo bien presentes.  Supongo que lo expuesto sirve como sustento del término Secuestro.

Revisemos; mejor dicho, es imperioso que yo revise, eso es, esto del bolso con elementos de vestir, los cortos (shorts), los zoquetes y el T-shirt; bien pudo ser un polo, un jersey o une chemise con el cocodrilo en el pecho. Pero recuerdo todo eso revuelto, emergiendo del bolso, como si hubiese sido objeto de un robo. De nuevo el miedo de perder; de perder lo puesto y verme desnudo en medio de un gentío. Es posible, ¿pero por qué en este sueño un bolso en desorden? Entonces supongo que es porque vivo solo y meto todo en un cesto. No tengo qué ponerme, suelo decirme, no puedo ir desnudo por el mundo. Y me mortifico porque no tengo ni un mísero equipo deportivo que no esté mugriento y hediondo. Confieso que escribí esto último después de dos buenos toques de ron y tres de whisky; por lo común soy confidente solo conmigo mismo, y no siempre. Soy discreto. En fin.

Entonces hilo. Tejo, enhebro, recuerdos recientes, intermedios y remotos. Y recuerdo que el sueño incluye un vuelo que perdí en Orly –que desconozco por completo porque soy un típico producto criollo, un NIC propio de este suelo y por ser fóbico y pobre no tuve el gusto, ni lo tendré, de meterme en un jet. Lo que evidentemente desmiente mi supuesto informe sobre Zúrich, ficticio desde el título mismo, por no decir que es un embuste todo su contenido. De todos modos, tengo el bloc que me exige, que me sugiere, que me pide, que no deje de escribir. ¿Dónde lo compré? Eso, lo del vuelo perdido en Orly, junto con el robo que sufrí por responder como un ingenuo los cumplidos untuosos de un remisero porteño, puede ser el origen de estos elementos de otro modo incomprensibles.

Lo del Museo es un misterio. Lo pienso y lo pienso y no condice ni coincide con ningún evento reciente, intermedio ni pretérito. No visito museos. Me deprime lo histórico porque sé que de un modo u otro lo que exhiben son objetos, hechos y registros inverosímiles. Los museos obtienen sus trofeos de los vencedores y por ende mienten. Los perdedores de lo que fuese, no pueden desmentirlos. Se exhiben sus puntos débiles o los restos de lo que fueron sus imperios gloriosos. El menos mentiroso de todos los museos se yergue sobre los crímenes que cometieron quienes los instituyeron. Por eso y otros motivos soporíferos, no visito ni recorro museos. Los tesoros expuestos no sólo son producto del robo de sus protectores, sino que, como los delincuentes, creen que todos somos de su pestilente condición y temen los robos, exhiben símiles ilegítimos, es decir triple crimen, robo, distorsión de hechos históricos y exhibición de objetos ilegítimos. Y en medio de estos silogismos dormilones descubro sorprendido que vi en televisión, y en pocos segundos me dormí, un recorrido por el edificio que ocupó un depuesto Teniente Coronel con su mujer; el noticiero viejo mostró un desfile de miles de individuos que en pleno diluvio se reúnen con el propósito de conocer in situ los lujosos dormitorios, el toilette con grifos de oro, el inodoro de ónix, los dijes de rubí, en fin el indecoroso modo de vivir del supuesto protector de los obreros, los pobres, los negros y los indios, y su indecente mujer. El edificio imponente, el público, los hechos históricos convenientemente retorcidos, indujeron en mi sueño el bendito Museo.  Dicen que los ciclos históricos se repiten con leves retoques.

Lo del ticket no me lo explico. No tiene ningún sentido.

Por último, compongo con los términos que el recuerdo de un sueño misterioso me dejó, lo único que puedo construir con estos dispersos elementos:

Perdido entre oscuros corredores,

vuelo nocturno con gritos y socorro.

Edificios cubiertos de bejucos,

muros de puerto con estribos rocosos.

Bolso de indio. Museo del secuestro.

Cumplir ocho lustros no es sencillo

No lo es si el que cumple es un hombre y mucho menos si quien los cumple es mujer. Los ocho lustros constituyen un hito que es imposible que uno lo ignore. Por eso mismo es menester que se celebre como es debido. Los meses previos son un hervidero entre los cónyuges que no coinciden con el criterio menos oneroso y no por eso menos digno. No existen reuniones de poco monto con un buen menú y números entretenidos. Todo lo que se mezquine en vino disminuye el prestigio del evento; lo mismo con los ingredientes; los chorizos secos, los entremeses sosos y los postres insulsos son vistos como un desprecio por los presentes que incurren en dolorosos estipendios con el fin de vestirse no digo con lujo, pero sí con cierto estilo. Por eso se eligen los mejores proveedores de los distintos rubros. Los mejores en lo suyo no suelen vender su oficio por unos pocos pesos. Son servicios muy costosos. Fer y Vicky discuten el modo de recupero de los costos.

– ¿Recupero de los costos? ¿Te volviste loco? –dice Vicky, frunciendo el ceño.

– ¿Qué tiene? ¿No comen y beben como reyes y vienen con unos presentes económicos o ridículos? –responde Fer furioso.

– ¡No me grites! –exige Vicky, exigente con los modos de su esposo.

– No te grito; sólo pretendo el recupero de los costos. Si no, me fundo.

El recupero de los costos fue resuelto de un modo muy ingenioso; deciden poner en el vestíbulo del sitio (no elegido por el momento) en que se celebre el célebre evento un cerdito de vidrio con un orificio en el lomo por el que el público puede introducir un billete hecho un rollo. Con cinco o seis billetes de tres ceros es suficiente, se dijeron convencidos.

Se decidieron por un club vecino que cotizó un precio modesto. Después vino el momento de decidir el número de concurrentes. En un principio fueron excluidos tíos, primos y sobrinos por motivos de presupuesto y de vínculos poco menos que inexistentes; nos vemos en los velorios, dijo Vicky, y so pretexto de unos ojos llorosos fingimos no reconocernos. De niños tuvimos juguetes en común, pero hoy no tenemos qué decirnos por mucho que nos juntemos y nos juremos mutuos sentimientos efusivos. Son sólo vínculos huecos. No los invitemos.

– Entonces no los invitemos –sugirió Fer.

– Es lo que dije –dijo Vicky.

– Pero el cerdito de vidrio requiere contribuciones –contribuyó Fer.

– Es cierto; invitémoslos –reflexionó Vicky– después de todo son primos, tíos y sobrinos.

El cerdito de vidrio quedó muy lindo y le pusieron en el cogote un letrero notorio, diciendo:

El mejor presente es que viniste;

pero si este cerdito vieses triste,

te sugiero que insertes un billete;

todo importe viene bien.

Por el lomo los de cien;

los de mil, por el ojete.

  Hubo quien se ofendió y se retiró, porque siendo de vidrio, el cerdito se convirtió en fiel testigo de los presentes generosos y de los contribuyentes mezquinos. De todos modos, no cubrieron los costos ni mucho menos y lo que en un principio se les ocurrió divertido y fructífero terminó siendo un motivo de oprobio. El cerdito de vidrio se convirtió en el primer signo de un evento ignominioso. Fue el ícono de un festejo trunco, de un embrollo insufrible, de un bodrio incomestible, de un tedio vergonzoso. Los sucesos se fueron tejiendo sin orden ni concierto desde el comienzo mismo del cumple de Vicky. Un letrero enorme, puesto en el frente del club vecino como obsequio del tesorero, mostró con necio ímpetu: ¡Felises Sinco Lustres, Biqui!

– ¡Burro! ¡Bruto! ¡Imbécil! ¡Necio! ¡Energúmeno! –profirió Vicky– ¡Quiten ese esperpento en este mismo segundo!

– ¡Esperen, esperen, es un obsequio! ¡No se los cobro! –gritó el tesorero.

– ¿Quién le pidió ese estúpido obsequio lleno de errores de tipeo? –preguntó Vicky, en crisis.

– ¡Los errores no son míos, son del gerente! –se excusó el tesorero– Yo sólo controlo números… El energúmeno es él…

Por mucho que los dependientes del club quisieron desprender del frente el grotesco letrero no pudieron pues el gerente ordenó que lo fijen con cemento. Lo peor de todo fue que por disposición del comité de festejos, se decidió que tres potentes reflectores difundiesen su luz sobre el edificio.

Los concurrentes que percibieron los felises sinco lustres rieron como locos creyéndolo un chiste del ingenioso Fer.

– ¡Este Fer Ferreres es terrible! –se dijeron jocosos.

– ¡Es un chiste terrible! –se horrorizó un tío de lentes,

– Sinco con ese, ¿qué quiere decir? –dijo un nene inteligente.

– Silencio, mocoso –le respondió el gerente, rojo como culo de mono.

Por fin el recinto se llenó. El vientre del cerdito mostró unos pocos billetes de cien, uno o dos de mil y cientos de billetes de diez pesos, rotos, desteñidos o escritos. Unos dedos de incógnito escribieron epítetos groseros en el letrero, de por sí medio grosero. El copetín (hors d’oeuvres, según Pepe Pérez, el chef del club) fue escueto y consistió en huevos duros, chorizo seco y corned beef Primer Precio. El público lo consumió todo en menos de cinco minutos, con empujones y gestos de incordio. Hubo gente que no pudo comer ni medio huevo duro. Los mozos se sintieron incómodos y se escondieron en el retrete.

Los grupos se distribuyeron según distintos criterios específicos: los progenitores de Vicky con los progenitores de Fer, junto con los tíos viejos y sus mujeres; los docentes del colegio de Vicky con los socios del emprendimiento tecnológico de Fer, F. Ferrreres & Otros S.R.L; los primos queridos, jóvenes solteros o con mujeres, con otros primos, viudos viejos y remotos.

 Después estuvo el criterio de reunir individuos según su profesión de modo que pudiesen discutir sobre cuestiones de peso y no sólo estupideces sin sentido como los otros: leguleyos con leguleyos discutieron sobre los vicios del derecho, profesores con profesores sobre el nivel científico de sus respectivos centros de estudio, ingenieros con ingenieros sobre un puente recientemente construido por un gobierno y demolido tres meses después por el siguiente, químicos con químicos sobre el terrible evento ocurrido en el polo petroquímico del coloso tóxico Dow Chemics Co. que con su explosión provocó el terror de los vecinos en todo White y en el centro, médicos con médicos sobre los tumores de útero en mujeres que viven en regiones de cultivo intensivo (producto evidentemente del control de pestes por los productores sojeros con químicos venenosos, etc.) 

Otro criterio que propuso Fer fue reunir sordos con sordos y mudos con mudos por lo que este fue un grupo lleno de sordos gritos y ruidosos silencios. Lo bueno fue que todos coincidieron o por lo menos si no coincidieron entre ellos no hubo litigio como sí sucedió con los reunidos por profesión y con los primos.

El comienzo del evento en sí se demoró por motivos estéticos y eléctricos; estéticos porque Vicky de repente se vio horrible y quiso huir del cumple. Fue un momento muy difícil que se superó con intervención de un sicólogo que se solicitó por micrófono entre los presentes. El motivo eléctrico fue un corte de luz que duró por lo menos veinticinco minutos. Todo un signo de los inconvenientes que se fueron sucediendo.

Por fin Vicky y su esposo hicieron su pomposo ingreso como si fuesen novios. Fue un momento ridículo que un silencio espeso coronó con toses y corrimientos de sillones. El error que colmó el dique lo cometió el DJ que puso el Réquiem de Liszt y el coro que interpretó Domine Iesu Christe en vez del popurrí de los 80 que le pidieron. Un bochorno. El Réquiem completo duró veinte minutos, por reloj.

Luego, en medio de un ruidoso New York, New York, se produjo el regreso de los mozos luciendo sus mejores luces, sonrientes y gentiles con todo el mundo. Distribuyeron entre los presentes un menú consistente en lechón con melón, pejerrey frito y cordero con puré, todo junto. Quienes, viendo lo lúgubre del menú, pidieron opciones recibieron pociones de legumbres con vermut. El resto comió en silencio.

Después vino el Momento Foto, según indicó el cómico que cumplió funciones de conductor del evento. Vicky y Fer sonrieron con idéntico gesto teniendo como fondo veinte grupos diferentes. Los seguidores de Perón hicieron el signo V, los indiscretos de siempre hicieron cuernitos sobre los cocos de los esposos de mujeres infieles, los beodos sonrientes pidieron whisky. En poco menos de un mes, Vicky recibió un libro con forro de cuero rojo y un texto en oro ficticio diciendo: “Mis Primeros Ocho Lustros”. Ni lo miró; esperó que viniese el invierno y lo quemó en el fogón.

En el momento de servirse los postres comenzó el show del cómico. El cómico llegó en remise con todos sus pertrechos en un bolso: el micrófono, los discos, el vestido de luces, los bigotes postizos, los lentes enormes, el peluquín verde. Pero el pobre tipo se dejó el libreto en el remise. Recordó los primeros chistes sin mucho esfuerzo, pero después titubeó y se le hizo un hoyo en los recuerdos. Se quedó mudo y rígido, como muerto. Hubo quienes creyeron ver un número moderno del Quietismo Cómico (CQ-en inglés) que fue suceso en NY en los 90. Pero después de cinco minutos en silencio e inmóvil, el cómico descendió del proscenio, devolvió el dinero, pidió un remise y se fue.

El evento concluyó con el video de siempre, exhibiendo los mil rostros del tiempo, los guiños cómplices de los tíos muertos, los progenitores jóvenes, el último mes en el colegio, los dedos orgullosos de Vicky recibiendo el título de docente, el compromiso con Fer, el himeneo en pleno enero…

Dos menos cinco, dijo el gerente, y los músicos recogieron sus instrumentos y el DJ sus equipos. Los grupos se fueron disolviendo, de dos en dos, de tres en tres. Todos se despidieron de Vicky con un beso diciéndole todo estuvo muy bien y qué rico todo.

Dos y diecisiete el gerente del club oprimió el interruptor y el enorme comedor quedó oscuro, desierto y en silencio.  

Domingo de voto

Hoy es domingo. No soy un dominguero devoto. Odio los domingos y los detesto desde siempre. Sobre todo, este domingo de sol en que todo me duele. ¿Por qué? Porque sí. No lo sé. Hoy se votó y todo tiene que ver con el voto y los votos. Todo el mundo quiere conocer los números. Quién perdió, quién resucitó y sobre todo quién resultó victorioso. Es imperioso conocer el nombre del binomio victorioso. Es como un filme mudo. Todo es temblores y silencio, rostros mustios. Los hombres y mujeres, jóvenes y viejos se mueven como insectos por los recovecos del pueblo. Se ven serios o compungidos, tienen el gesto severo porque les urge el cumplimiento de su deber cívico o vienen de emitir recientemente su voto y tienen miedo de perder. Si el gobierno pierde el poder se vienen tiempos no solo tiempos difíciles sino tiempos terribles. Eso es lo que se les dice por televisión, en los noticieros y lo leyeron con horror en los vespertinos del último viernes. Pero se los fusiló con estos conceptos por meses y meses. Y sus temores son por eso mismo, comprensibles.

 Es comprensible que se preocupen. Todos tienen créditos en pesos o deben dinero que les prestó un usurero y temen que se les torne imposible cumplir con los compromisos que en su momento creyeron de posible o incluso de sencillo cumplimiento. De otro modo no los hubiesen pedido. Ni créditos ortodoxos ni dinero en lo del usurero.  Por eso les urge que un nuevo gobierno les solucione este terrible tormento. Se ven desposeídos. Los come el miedo. Y lo peor es que el oponente no tiene muchos electores, en principio. Sucede que por su dudoso decoro se le terminó el prestigio entre un universo que en un principio dieron como voto prisionero. El voto seguro no existe, pero ¿qué puede decir un líder opositor que no tiene el poder? Sin el poder, como dijo el hombre que escribió El Príncipe (el libro que el Turco volvió notorio en los 90 pero que no leyó, como ninguno de estos otros tipos leyó, porque no leen, porque no tienen tiempo o no tienen suficiente cerebro –creo que esto último es lo que sucede con muchos de ellos, si bien es preciso decir que no con todos) el Príncipe es poco menos que un menesteroso y por eso es preciso obtenerlo sin que importe el modo.

El gentío, el pobrerío, el pueblo, o si quieren el Pueblo, siente de otro modo. Este grupo de gente constituido por hombres, mujeres y niños que vive en el mismo suelo, como lo dice Bloom en Cíclopes –no se me pregunte qué es Cíclopes porque no tiene objeto. Un pueblo, dijo el susodicho Leopold Bloom, es un grupo de gente que vive en el mismo suelo. Y los otros se le rieron cruelmente. No es un tópico muy procedente pero los pocos lectores y compinches que me conocen en serio pueden comprender mi digresión, es cierto un poco improcedente. Pero sigo. Sigo. Lo digo porque lo digo porque se me ocurrió y listo. No se preocupen los que leen este texto socioeconómico. Lo que omito lo omito exprofeso y lo que digo lo digo conscientemente o por un impulso que no por intempestivo es menos sincero– el gentío, el pobrerío, el pueblo, o si quieren el Pueblo, tiene inconvenientes severos, de todo tipo. Este grupo siempre sufrió el síndrome de Sísifo subiendo y descendiendo por el declive del monte sosteniendo el enorme y esférico bloque pétreo. Desde el momento mismo en que vieron el sol los hijos del pueblo tuvieron que sufrir todo tipo de vicisitudes. Sus progenitores los nutrieron como pudieron y si no hubiese sido por el colegio público que les dieron Perón y su mujer, hubiesen muerto esqueléticos como perros sin dueño. Y lo mismo sucedió con los nosocomios y los derechos de todo tipo que consiguieron. Pero el gobierno no quiere que lo recuerden porque tiene un compromiso de hierro con el efemeí y tiene que reducir el déficit sin que importe cómo porque si le no retuercen los oídos (por no ser grosero) desde el centro del mundo, donde viven los que conducen en serio nuestros destinos. El Presidente no quiere oír ningún tipo de objeciones. Dice que este es el sendero correcto y que su compromiso, si vence, es seguir en el mismo rumbo, pero con un ritmo superior, intenso, decidido. El tipo lo dice muy fresco y sonriente; el escritor que le preguntó en televisión por el futuro rumbo de su hipotético segundo gobierno es un bobo que escribe prolijo y que obtuvo un buen número de premios incluido un Nobel en 2010, como si eso fuese un signo de prestigio, que por lo común no lo es y si no fijémonos en Borges o en Joyce por escoger solo dos (si bien es cierto que en un pretérito bien imperfecto su novelón sobre el festejo del Chivo, me gustó mucho) que no lo recibieron. Pero, en fin. Eso dijo este débil de mente: el mismo rumbo, pero procederé velozmente. ¡Veloz mente! Lento de mente digo yo, con todo respeto por su condición de Presidente, como suele decirse.

Si este gobierno repite por otro período es posible que nos quedemos sin pueblo, sin obreros, sin científicos, sin escritores, sin profesores. Los pequeños negocios despiden gente todos los meses, cientos de miles perdieron sus puestos y viven revolviendo botes de residuos. Los coches no se venden, no se venden televisores ni vestidos, ni implementos domésticos. Los únicos que viven bien, como siempre sucede, son los que tienen dinero en el exterior o los usureros y los esbirros de los fondos buitre. Lo que nos sucede como pueblo es terrible. Nos vemos inmersos en un continuo remolino del que no podemos surgir. No tenemos opciones porque hemos vivido entre convulsiones que nos impusieron un ritmo imposible de seguir. Fuimos y somos un pueblo sometido. Nos sometieron los godos con sus virreyes y sus clérigos, los reyezuelos, los ingleses negreros, los régulos, los milicos represores. Hoy nos somete Trump con su troupe de Olivos.

Si vencen los otros, nos dicen por el nueve, el siete, el trece y por teéne, se viene el fin del mundo. Y uno se dice, y esto que vivimos, ¿qué tipo de mundo es? ¿Dónde quedó ese inmenso vergel lleno de brotes verdes? ¿Y los viejos felices, y el pleno empleo? Se mintió sin rubor.

En el otro rincón tenemos un grupo político que no puede decir mucho porque no tiene (¿quién lo tiene?) el culo muy limpio. En su momento, en pleno uso del poder (¿pudo ser un poder excesivo?) ocurrieron episodios muy oscuros sobre los que no se echó luz como se debió. Y no fueron pocos, por cierto. Recordemos el grotesco de los bolsos de López cono los nueve millones. El fusil, el convento, el revoleo del bolso que no se revoleó sobre ningún muro.  Me pregunto por qué no se impidieron ciertos procedimientos viciosos si se tuvo el tiempo y el poder suficiente. Hubiese sido lo propio. Eso es lo que se entiende por REVOLUCIÓN. Hubo corrupción y hubo corruptos como en todos los gobiernos. Como existe hoy mismo de modo grotesco con el mismísimo presidente ejerciendo de cliente y de tendero, protegiendo sus intereses sin disimulo y los de sus compinches y socios.

Si este grupo político se impone hoy puede ser que empiece un nuevo tiempo. Es posible que triunfe, si es que los que sufrieron lo que sufrieron en este período, ponen en el sobre el voto que termine con los despropósitos de este gobierno de inútiles insensibles. Pero si vencen solo tienen el último voto de crédito que les concede un pueblo enfermo, sin ilusiones ni resto. Es menester que, por el bien de todos quienes vivimos en este suelo, recuperemos el espíritu  noble y generoso con el prójimo que supimos tener en otros tiempos. El próximo gobierno, fuese quien fuese, tiene un solo tiro. Es imperioso que lo use bien.

CONVENCER, O REFLEXIONES CON VENCIMIENTO

Los comienzos son siempre difíciles sobre todo porque no se pueden repetir los comienzos. Un comienzo sorprendente es lo que pretende todo escritor, uno que el lector quiere seguir leyendo. Lo terrible es que esos comienzos épicos fueron escritos por los escritores que nos precedieron en el tiempo: Muchos lustros después, de pie en frente del pelotón de ejecución, el coronel, etc, etc. o el coronel en jefe tiene sólo veinte hombres y el enemigo cinco mil, etc, etc. Pero un comienzo difícil no debe ser un impedimento sino un estímulo; es sencillo decirlo. Ese tipo de discursos me produce comezón, prurito, escozor. Son dichos que el hombre repite con el fin de conseguir un sitio donde poner un pie, como si subiese un cerro, o un estribo, si subiese un potro. No son pocos los momentos en que yo mismo me cuestiono qué sentido tiene restringirse. Y me respondo que lo que menos tiene es sentido. El sentido supone un motivo concreto, un objetivo, un fin. Y en cierto modo tengo los tres elementos: motivo, objetivo y fin, pero el punto es si tener motivos, fines y objetivos como los que tengo es suficiente. El motivo es concreto: escribir. El objetivo es definido: restringir. El fin último: sugerir. Pero si bien reconozco que sugerir no es un fin muy concreto, es menos impertinente que convencer.

Por lo pronto detesto los procedimientos de quienes me quieren convencer y por ende no me propongo convencer sino sugerir. Convencer, convencer y convencer. Eso quieren los políticos de todos los signos. En el término mismo vemos el vencer y, si se me permite, quiero decir que con, en el léxico de Molière, quiere decir estúpido. El que convence se impone sobre un con. Que se convierte en un con vencido. Y es eso mismo lo que produce el celo de los con versos. Es decir que con versos se convierten los conversos. No se convencen con reflexiones de peso o con silogismos sutiles y verosímiles; los recolectores de votos se los meten en el bolsillo con números mentirosos y distorsiones de todo tipo. Y si bien los intereses en juego, los objetivos, los fines últimos de los recolectores de votos pueden ser muy distintos, los métodos de convencimiento no difieren mucho entre unos y otros. Fíjese si no lo que propone este sencillo trío de brevísimos términos, uno positivo, uno reflexivo y un verbo potente: Sí, se puede. ¿Qué quiere decir? No mucho, muy poco, todo. Pero uno reconoce que no todo se puede, que por cierto muy poco de lo que nos proponemos lo conseguimos y que por eso mismo uno vive por lo común triste, si no es un estúpido que se ríe de todo. Entonces, ¿qué se puede? Especifique, señor. ¿Qué nos quiere decir con este Sí, se puede?

Este retintín, este soniquete, este tonillo bobo, pero no inocente, no puede pretender lo que pretende; este ruido que se repite insistentemente en todos los puntos del territorio no puede, sin ofender el intelecto del pueblo, pretender que no hemos visto lo que vimos. O, mejor dicho, no puede pretender que ignoremos lo que vemos. Ejemplo: un dirigente político de pesos, en ejercicio de sus funciones, si el señor lo permite no por mucho tiempo, preside el estreno de un tendido rutero de cien kilómetros que se licitó en mil millones de euros, que se comenzó con estrépito y que se interrumpió en silencio por orden del efemeí, y del que sólo se construyeron diez kilómetros, entre Junín y Chivilcoy (creo). El señor Dirigente, un pelele, un mequetrefe, un incoherente, un disléxico, un incongruente, un incompetente, dicho esto con todo respeto por su prominente posición entre nosotros, se exhibe sonriente con su mujer que lo recibe con un libidinoso beso lleno de deseo por sus pesos, enfrente de un público reducido, hombres y mujeres que profieren tímidos vítores y gerentes vestidos de obreros con los rostros serios o sonriendo de compromiso. En el fondo se ven unos cien o doscientos metros del sector rutero motivo del estreno, sin vehículos, por supuesto, y un desfile de ovinos y bovinos gordos y lustrosos entre los pinos verdes y los robles frondosos. Los gorriones y los mirlos (suponemos que son genuinos y que no son drones) ponen con sus trinos el toque bucólico que el embuste del estreno rutero se merece.

Y esto es sólo un ejemplo; puedo seguir, si quiero. Y como quiero, y sobre todo porque yo sí puedo, sigo. ¿Por qué digo que yo sí puedo? ¿No es un poco soberbio? Sobre todo, después de decir lo que dije. De ningún modo. Porque yo digo lo que puedo. Y lo puedo sostener. En eso me distingo. Puedo decir lo que quiero y decirlo de un modo diferente. Por lo común quien se propone convencer, recordemos los dos términos, con y vencer, cree que puede convencer gente con un tuit (o tweet). Es el típico tuitero, es decir que es como el tero, que en un sitio emite un tuit y en el otro pone el huevo. ¡Qué ingenioso, no! Por eso digo que en este punto, sobre este punto, porque digo qué es lo que puedo, yo sí puedo decir que puedo. Espero que no se me tome por un soberbio, que no lo soy. No del todo, pero un poco sí, como todos. Pero retornemos sin perder el hilo.

Sigo con otro ejemplo. ¿Cómo pueden querer convencerme de que lo que subió, descendió o de que lo que descendió, como los ingresos del pobre viejo que se jubiló, no de juez por supuesto, no descendió, sino que subió? Yo y todos conocemos gente que se jubiló. Es de locos. Pero ellos insisten porque tienen fe. ¿Quién es el dios en el que estos individuos tienen fe? ¿El mío? No creo. Y lo triste es que quieren convencernos con sus tuits enfermos, esqueléticos, ridículos. Si por lo menos invirtiesen un poco de ingenio y tiempo en escribir un libreto convincente, si exhibiesen proyectos verosímiles. Pero ellos se convencieron de que somos todos estúpidos y repiten como loros lo que un Consejero, un Gurú, un Vidente, les propone. No cuenten conmigo.

Y como quiero seguir, creo que lo dije, sigo. Nos venden el cuento de los brotes verdes, del segundo semestre, del tercer trimestre, del quinto bimestre y del sexto semestre. Insisten con el desborde de los frutos del esfuerzo, con el relumbre en el extremo del túnel, con los vientos de frente, vuelven con el ocurrente motivo del piloto con el puño fijo en el timón y los ojos tuertos en el horizonte. Los señores nos dicen que si cometen errores por lo menos piden perdón, no como los otros. Sólo que los errores que los señores cometen producen millones de pobres. Y entonces viene el sonsonete de que pobres hubo siempre y desde enfrente les responden que, si bien hubo, es justo reconocerlo, no es lo mismo quince millones que veinte. De todos modos, quince millones de pobres es un bochorno.

En invierno hubo hombres que murieron de frío. Este tipo de individuos nos dice que los inviernos suelen ser fríos y que los hombres mueren desde que el mundo es mundo. Y siguen con su discurso como si el muerto de frío no hubiese muerto. En los últimos seis semestres se cerró un negocio sobre cinco. Trescientos mil hombres y mujeres perdieron sus empleos. El costo de los servicios públicos imprescindibles se multiplicó como mínimo por diez.

Me pregunto si uno tiene derecho de ser cínico o de ponerse en el rol de ocurrente en cuestiones de este tipo. Sí y no. El cinismo es útil si tiene como fin conseguir que un mentiroso deje de mentir. El rol de ocurrente sirve si pone en ridículo el discurso de un petimetre que pretende engrupirnos con sus versos rumbosos. Si me comporto como un cínico ocurrente es con ese único propósito.

El recolector de votos quiere convencernos de que lo votemos, que votemos por los dirigentes políticos que nos propone. Tiene derecho, es legítimo que se ocupe de eso, pero no tiene el derecho de mentirnos porque mintiéndonos sólo consigue nutrir su desprestigio y convertirnos en un ejército de incrédulos. El próximo veintisiete de octubre el pueblo elige un nuevo presidente. Es muy posible que quien triunfe modifique el rumbo seguido por su predecesor en el poder y cuente por unos meses, no muchos, con el soporte de sus seguidores y del pueblo que lo votó. Después de ese período de sosiego, de un nuevo ejercicio de insostenible estoicismo, es concebible que el pueblo sufrido se torne exigente, quisquilloso, indócil y violento. Y ese es un riesgo que todos corremos, que terminemos sumidos en un remolino, en un vórtice de desencuentros y que nos liquidemos entre nosotros como si fuésemos simios huyendo de un incendio.

El 90

El termo se le enfrió y dentro del termo su contenido: medio litro de té. No quiso beber té frío. Lo vertió en el inodoro, oprimió el botón, orinó, se subió el cierre, oprimió el botón, giró el robinete[1], se mojó los dedos y se los secó. Cerró el robinete, pero quedó perdiendo, como siempre, con un goteo molesto en medio del silencio de su negocio. No solo molesto y deprimente sino costoso. Se prometió resolverlo ni bien tuviese tiempo, posiblemente el próximo lunes. Sonó el timbre en el frente de su negocio. Sintió un golpe de enojo porque supo que pidiesen lo que le pidiesen debe responder que no tiene. Que se quedó sin un solo pirulo, que no tiene esto, que no tiene lo otro. Que no conoce el precio y que por eso no puede vender. Tener tiene, pero muy poco y si vende cómo repone, se preguntó. Con el desorden del peso y el éxodo de los inversores que invierten por puro oportunismo el comercio sufre un terremoto. Lo vio todo en televisión, lo leyó en los periódicos, lo escuchó del mismo presidente y sus ministros sosteniéndolo con rostros compungidos.

 Pero ese es solo uno de los motivos de su enojo. Todo empezó el domingo del voto porque votó por un perdedor y eso lo puso furioso. Los pronósticos lo dieron como vencedor por tres cuerpos o por tres puntos, pero vencedor. Los gurúes de todos los colores lo repitieron cien veces en todos los micrófonos que les pusieron enfrente, los títulos subieron el viernes, los depósitos crecieron un diez por ciento como signo de optimismo, se redujo el riesgo. Pero el lunes todo se desplomó. Rodolfo no lo pudo creer. Quedó perplejo con los números que exhibieron los noticieros de televisión. Lo deprimió terriblemente ver ese pobre hechicero sin dientes con el sombrero negro solo en un bunker desierto con el piso repleto de globos tristes. El domingo por supuesto no durmió.

Los inconvenientes molestos siguieron el lunes con el tipo que vino exigiéndole el importe del cuchitril donde tiene su negocio. Le dijo que regrese el lunes; el lunes el tipo volvió, se puso incómodo. Rodolfo Osorio le pidió que en lo posible volviese el miércoles y el tipo se enojó, se puso violento diciéndole que no le tome el pelo. Y él se quedó sin voz. No supo qué responder y por si fuese poco el hombre lo insultó y lo empujó. Sintió miedo; él, que no es ningún miedoso, sintió miedo; pero sintió miedo de responder y perder el control de sí mismo cometiendo un crimen que lo metiese en un presidio por cinco lustros. Por eso se quedó mudo. Incluso en el momento que el otro, un petiso rechoncho, negro y fiero como un mono, lo escupió y le puso un chuchillo en el cuello. Quedó en venir el viernes y le sugirió que mejor que le dé el dinero.

Enchufó el termo eléctrico con el deseo de beber un té. El líquido hirvió en dos minutos. Recuperó el pequeño envoltorio húmedo y renegrido con el que enfrió el primer té. Lo exprimió dentro del recipiente con el líquido hirviendo. Obtuvo un té ligero, poco menos que lívido, pero por lo menos, pensó, beberé un té. El siguiente cliente le pidió tres tornillos de medio milímetro, y le mostró un envoltorio microscópico con unos tornillos pequeños como de reloj. Revisó el sector correspondiente con el rótulo: tornillos pequeños. No encontró uno lo suficientemente pequeño; se excusó; el cliente se fue con un rezongo, sin despedirse. Él murmuró entre dientes un pretexto inentendible respecto de los tornillos pequeños como de reloj que no tiene sentido tener en stock porque hoy todo se consigue por internet etc, etc. El cliente se volvió y le sonrió, burlón, como diciendo, qué negocio deprimente.

Todos esos pequeños gestos de los clientes siempre le producen un terrible desconcierto. Un deseo incontenible de cometer un homicidio. Después del incidente del domingo, su voto por un perdedor, lo del lunes con el petiso rechoncho, negro y fiero como un mono, el miércoles sonó el teléfono fijo (porque en el negocio no tiene móvil). Su mujer (ex) le gritó de todo, pero él no le cortó. Siguió con los ojos fijos en el televisor viendo un corto sobre los grupos étnicos del Polo Norte y los métodos de construcción de sus gélidos iglús. De todos modos, oyó los gritos de su mujer que le exigió que cumpliese con lo exigido por el juez. Se sintió doblemente exigido y bostezó. Su mujer le contó, con gritos horribles, sobre un corte de luz por deber tres meses y el retiro del medidor; su mujer lloró, por lo que él tuvo que reprimir un segundo o tercer bostezo y mentirle diciendo que el viernes o el próximo lunes posiblemente viniese un cliente que le debe unos pesos. Prometió un cheque o incluso efectivo. Su mujer le dijo que junte el dinero si quiere tener un domingo con sus hijos. Él pensó que un domingo con sus hijos es un domingo extenso porque no tiene qué decirles ni tiene con qué divertirlos y menos con qué nutrirlos. Pero, en fin, le dijo que sí, que cómo no. Y colgó el receptor. El corto siguiente versó sobre un puente construido con el fin de unir dos pueblos pero que por un error increíble terminó uniendo dos puntos remotos en el medio de un extenso desierto.

El jueves un proveedor lo intimó por un monto exótico y le cortó el crédito y los suministros y le dijo que, en lo sucesivo, si quiere, que compre en efectivo. Este hecho lo conmovió en serio. Es imposible, le dijo el proveedor, seguir vendiendo con el desorden en que vivimos. Por lo menos el hombre terminó con un sentido lo siento. Rodolfo se preguntó, si no me venden, ¿qué vendo?

Rodolfo reflexionó sobre sus emprendimientos. Fue el primero en inscribirse en el RetirExpress que le ofreció el gerente de RRHH. Con ese dinero dudó entre poner un delivery o un servicio de remise VIP, pero puso un locutorio con un letrero enorme con tubos de neón con el pomposo nombre de Telesex3D. En un principio funcionó, pero tuvo muchos inconvenientes con los clientes viciosos que lo convirtieron en poco tiempo en un reducto repulsivo; por ese motivo lo vendió, pero obtuvo poco menos de un tercio de lo que invirtió. Después intentó con un kiosco; empezó como un polirrubro, le sumó vespertinos y pronósticos deportivos. Hizo sorteos, rifó corderos, obsequió chupetines, pero no vendió mucho. Los clientes le pidieron crédito y el muy ingenuo se los otorgó como un modo de promover el negocio. De repente, con el primer resumen del mes, vio que los clientes disminuyeron porque prefirieron otros kioscos que les ofrecieron créditos frescos. Él los recibió con gestos efusivos y ellos le respondieron con el bolsillo, se quejó lleno de desilusión. Los clientes son infieles como los felinos, reflexionó. No tienen dueño. En menos de tres meses decidió venderlo y se lo compró un chino que se hizo rico en un mes, pero el pobre Osorio no recuperó ni un quinto de lo que invirtió.

Luego, después de muchos inviernos de desencuentros, un domingo se reencontró con un primo con sólidos conocimientos en lo económico quien le sugirió, le insistió, le rogó y lo convenció de que invirtiese en Títulos Públicos, porque, dijo, no tienen riesgo y rinden ciento diez por ciento en doce meses, como mínimo. El primo le propuso diversos nombres de títulos, Bofe, Bote y PeDo. Le sugirió no poner todos los huevos en el mismo cesto por lo que dividió sus recursos en tercios poniendo un tercio en Bofes, un tercio en Botes y un tercio en Pedos. Rodolfo interpretó como un chiste los nombres de los bonos, pero como su primo insistió, él se metió. Después vino el crujir de dientes y se enteró lo del primo viviendo en New York.

Pensó y consultó con unos conocidos que le propusieron ser socios en un emprendimiento de conejos en Cerri. Los socios pusieron diez conejos y él contribuyó con diez mil pesos, el monto mínimo que le exigieron los conocidos expertos en el negocio de los conejos. El mítico crecimiento prodigioso de estos fértiles y reproductivos especímenes no se dio porque sus socios le dieron nueve conejos estériles y solo uno de sexo femenino. Los socios no le respondieron el teléfono y no le devolvieron los diez mil pesos invertidos, puesto que se hicieron humo ni bien recibieron el dinero.

Después de los conejos vino el negocio que le propuso un ferretero vecino, que es el negocio que tiene hoy. Es un microemprendimiento con futuro, le dijo el ferretero que se lo vendió. Los domingos se vende de todo porque los hombres se entretienen con los menesteres domésticos que les exigen sus mujeres: sustituir los cueritos de los robinetes que pierden, reponer foquitos, pulir los muebles deslucidos y reconstruir sillones vencidos. Pero los domingos de Osorio se convirtieron pronto en un tormento.

Un lunes funesto recibió otro revés; ocho y diez sonó el teléfono. No respondió. Sonó de nuevo. No respondió. Sonó de nuevo. Entonces se limpió, oprimió el botón del depósito que no funcionó porque se cortó un resorte lleno de óxido, como después comprobó, y, diciendo voy, voy, voy, fue y descolgó el receptor, molesto por ser interrumpido. Oigo. ¿Señor Osorio? ¿Rodolfo Osorio? Sí, Rodolfo Osorio, ¿y usted quién es? Yo soy el Doctor Bruno Osiris, señor Osorio. El director del colegio de sus hijos y le informo que los suspendo por morosos. ¿Cómo por morosos? ¿Qué le deben mis hijos? Sus hijos me deben dos trimestres, don Osorio. El colegio tiene sus principios económicos y son bien rígidos. El que debe dos trimestres es suspendido ipso pucho. Dos trimestres de tres mil pesos son seis mil pesos. Figúrese que el colegio tiene compromisos con los docentes y no docentes y los tiene que cumplir todos los meses porque si no los cumple se nos vienen los gremios como cuervos. Si todos hiciesen como usted esto hubiese sido peor que un colegio público.

Rodolfo no supo qué responder y se quedó en silencio. Señor Osorio, ¿me oye? Dijo el Doctor Osiris. Sí, lo oigo. Por si eso fuese poco, señor Osorio, sus hijos dicen que no tienen qué comer porque usted les debe el dinero que el juez le ordenó que deposite todos los meses. Y que su mujer se lo pide y usted le responde con bostezos, ¿puede ser? Sí, sí, es cierto; recién o el domingo, no recuerdo, tuve un entredicho con mi mujer por ese mismo motivo. Le dije que posiblemente el viernes le envíe un cheque que me debe un cliente. O incluso efectivo, doctor Osiris.  Señor Osorio. Señor Osorio. No me cuente los entredichos con su mujer que yo tengo suficiente con los míos, se lo ruego, respondió Osiris.

Los niños, temerosos por el tono de voz del director y los ruegos vergonzosos de su progenitor en el otro extremo del teléfono, emitieron unos sollozos contenidos. Rodolfo oyó los sollozos y el pecho se le congeló de dolor. Escúcheme, Osorio, dijo Osiris, frío como un reptil, sus hijos dicen que no tienen qué comer y esto no es un comedero. Tienen que volverse y si no tienen quién los retire, envíeles un remise y si no puede recuérdeles que tienen pies; que los usen, dijo el director. Y colgó furioso el receptor.

Justo en ese momento inoportuno un inspector de impuestos, el pelo gris, los bigotes finitos, vistiendo un terno color topo, sobretodo negro, bombín reluciente y botines lustrosos, se presentó en su negocio y le pidió que exhibiese los recibos de impuestos del mes de enero. Él le dijo temeroso, en enero cerré, por el costo excesivo de los servicios eléctricos y el público inexistente en pleno estío. No quiero oír sus pretextos estúpidos, respondió el inspector. No son pretextos, dijo él, es cierto. Mire. Le mostró el libro de ingresos y egresos: cero y cero. ¿Cómo quiere que le muestre el recibo de los impuestos? El hombre le respondió: entonces le cierro el negocio. El Fisco es inflexible. Tiene un mes de tiempo. El mes que viene vuelvo, dijo con tono firme.

El inspector se retiró y Rodolfo quedó perplejo. Pero ese gesto perplejo le duró poco porque el siguiente individuo que entró en su negocio vino con un recibo del seguro médico. Soy de Segurmex, el seguro médico exclusivo que su mujer eligió. Pero debo decirle que se nos deben seis meses de servicios y que no podemos seguir teniéndolo entre nuestros distinguidos clientes si no cumple hoy mismo con el compromiso pendiente. Oyendo este intempestivo requerimiento, Osorio enmudeció por unos minutos como le sucede siempre que sufre presiones de este tipo. Mire, dijo, justo en este momento espero un cliente que me debe ese mismo importe. Viene con un cheque o incluso con efectivo. No me corten el servicio justo en este momento que uno de mis hijos tiene fiebre. Y usted vio lo que son los nosocomios públicos. Todos llenos de pobres. Yo no sé cómo viven los pobres. Eso nos decimos con mi mujer. Es increíble cómo se puso todo en estos últimos meses. Nosotros tenemos un ligero inconveniente por todo este desorden que produjo el sorpresivo escrutinio del domingo.  ¿Por qué no viene el viernes, quiere? Sugirió, humilde, Osorio. Porque no puedo, le respondió el recolector. Tengo instrucciones de mis jefes de volver con el dinero o no volver. Figúrese que me quedo sin empleo si no cobro. ¿No tiene mil pesos? Por lo menos con mil pesos mis hijos comen; se sinceró el dependiente de los servicios médicos Segurmex. No tengo, respondió Osorio. Seré honesto con usted, no tengo un peso porque no vendo y por eso mis hijos no comen. Hoy los suspendieron en el colegio, por morosos. De no creer, respondió el recolector de Servimex. Me voy, dijo, no sé qué tiene este negocio que me deprime. ¿Vio el número que tiene en el frente?  ¿Qué número? Preguntó Rodolfo. ¡Cómo qué número! ¡El 90! ¿Cómo quiere vender con ese número?

El CEN cumple los CIEN

El CEN, nuestro querido Club, cumple hoy, 11 de septiembre, sus primeros veinte lustros. ¡El CEN cumple un siglo! ¡Cien septiembres! ¡Qué evento ilustre! Todo el mundo nos felicitó y nosotros, los socios orgullosos, devolvimos los buenos deseos, retribuimos con cumplidos los muchísimos cumplidos recibidos. Hoy, que todo se dice con un gesto o con ciento veinte símbolos, quiero decir de modo un poco menos económico, todo lo que siento y creo que lo digo en nombre de todos. ¿Pero por dónde comienzo? Muy bien, como corresponde, empiezo por el discurso del Presidente; su discurso en los medios fue emotivo, medido, político, correcto y fue muy bien recibido por los dirigentes de los distintos deportes y del resto de los clubes. De todos modos, los del hockey hubiesen querido decir lo suyo, como los del cestoból, el tenis, el sóftbol, el rugby o los dirigentes del roller y el fitness. Es comprensible porque cien septiembres son cien septiembres y lo que se dice hoy lo recogen todos los medios y se convierte en un evento histórico que ninguno quiere perderse.

En un derroche de ímpetu, en un furor de emprendimientos diversos que cunde entre los miembros del Club, los socios históricos, los que lo son o que lo fueron en otros tiempos pero que, como dice el himno, tienen por siempre celeste el esternón, en fin, los que son hoy socios cumplidores o en un momento fueron socios, los gloriosos de siempre, cubrieron de un celeste cielo muy bonito, el frente del edificio del centro. Quedó muy bien, es cierto, pero hubo un número de gente que se detuvo por error y entró confundiendo nuestro bello edificio con el de los milicos en Berutti 650. El gerente primero lo tomó como un chiste, pero después vió que el color es levemente distinto y que de ningún modo se lo puede confundir. Los dos son edificios viejos, es todo lo que tienen en común. El empuje de los de siempre tiene su sitio en el Libro de Oro del CEN.

En un suelto que publicó el periódico en el sector “Instituciones”, el gerente del Club explicó lo difícil que es sostenerse en un contexto como el presente. En el último encuentro de dirigentes, se sinceró el gerente off the record, uno de los miembros del consejo directivo sugirió, por el excesivo costo de los servicios, el cierre del Club.  Y si no, opinó el referido referente, los socios deben sufrir un incremento de su contribución de, como mínimo, un dos mil por ciento. Vehemente, encendido, rotundo y convencido de sus expresiones, el referido referente concluyó: “¡El que quiere celeste, que le cueste!” Hubo un silencio espeso en el recinto y luego de exponer los presentes sus opiniones, se resolvió que en nombre del bien común y en beneficio de los socios el Club continúe ofreciendo sus servicios como en los mejores momentos.

En su discurso, el Presidente reconoció que el pésimo momento económico que vive el Pueblo –y lo dijo sin el menor tono de reproche político– hizo que se tuviese que posponer el Broche de Oro de los veinte lustros, es decir el Fiestón del Siglo, como en un principio se soñó. El bullicioso festejo hubiese sido propio del medioevo; se pensó en sorteos de vehículos lujosos, desfile de modelos, torneos de tejo con jugosos premios en dinero y cruceros por el Egeo; en fin, se tuvo en mente un evento glorioso con un despliegue técnico insólito. Pero de repente sucedieron los inoportunos imprevistos que todos conocemos y sufrimos, el frenético retiro de los depósitos, el incremento de los insumos, el retiro de los posibles esponsors y el crecimiento desmedido del número de pobres; un bochorno que nos impidió seguir con el proyecto.

Pero si el viento viene de frente, como dice el jefe de gobierno, en el CEN se le pone el pecho. Los dirigentes del rugby tienen sus proyectos; se supo de fuentes creíbles que tienen en mente construir un fogón que destruyeron unos jovenzuelos en un típico festejo juvenil, que por suerte no dejó heridos pero que nos dejó, como dijimos, sin fogones en el frente del quincho de troncos. El nuevo comité convertido en subcomisión reunió los fondos y los tiene invertidos en BoTes (Bonos del Tesoro) y PeDos (curioso bono emitido en Pesos y en USD). No son pocos quienes temen que los fondos se les licúen o que se los Reperfilen como hicieron con otros títulos públicos en Pesos. Esperemos que no.

Los dirigentes del hockey pusieron un cerco nuevo en torno del terreno de juego. Construyeron unos cobertizos de suplentes y cuerpo técnico y crecieron en el número de inscriptos. “Muy bien el hockey, es un ejemplo” dijo nuestro presidente, el del CEN, en su interview con los medios.

Uno de los intríngulis que el presidente del CEN debe resolver es el de los monumentos que los distintos comités quieren, porque creen justo y tienen derecho de creerlo, erigir en sitios eminentes del Club. No sólo debe decidirse quién merece un monumento sino el sitio donde ponerlo, el modelo que debe seguir el escultor, si se esculpe, o si se pone un bloque simbólico con un letrero, o un objeto 3D con un reproductor continuo profiriendo en un elogio sin fin los hechos heroicos del individuo cuyo monumento se puso en el sitio referido. No es sencillo resolverlo puesto que intervienen los egos, los celos, los gustos, los pesos, los criterios opuestos entre miembros de un mismo deporte. El fino sentido político de nuestro presidente (el del CEN) tiene que impedir que proliferen los monumentos que pueden poner en riesgo el físico y/o los bienes de los socios –pensemos en los lujosos vehículos que suelen verse dentro del predio y que pueden verse destruidos en un segundo por el derrumbe de un monumento deficientemente construido, o construido, por un error histórico, como recuerdo de un socio inexistente o cuyos hechos no fuesen merecedores de un monumento, ni mucho menos.

No quiero extenderme en un texto tedioso porque sobre un Club que cumple cien septiembres, un siglo o veinte lustros es posible escribir un novelón de cien volúmenes; de hecho, en estos precisos momentos se escribe un libro cuyo título ignoro pero que lo escribe un experto. Escribir, y de eso este humilde socio conoce lo suficiente, es un compromiso complejo. El escritor suele sufrir un bloqueo que puede convertirse en un impedimento crónico. Uno escribe siempre sobre un concepto inexistente en un principio y con el correr de los minutos se mete en un túnel sin luz. Esperemos que el escritor se ilumine y que el Libro de Oro de los cien septiembres del CEN brille con todo el esplendor que nuestro querido Club se merece.

El cuento rebelde

Si tengo que escribir sobre lo indescriptible, quiero escribirlo como puedo, no como se debe, ni como se escribe. ¿Cómo se escribe? ¿Sobre qué se escribe? ¿Quién corno lo dice? Tolérese entonces lo indirecto, lo difuso, lo borroso y lo inespecífico, los giros poco comunes, el decir de otro modo lo dicho mil veces de un solo modo. Quiero escribir, pero sin ponerme serio. No lo consigo. Me digo que es pose, que pretendo ponerme en el rol del escritor ingenioso que se quedó sin ingenio. Juro que no, que no y que no. En este momento, recién, retomo un cuento que no pude escribir por querer escribirlo en serio, tipo documento. Y lo empecé diez veces y diez veces lo dejé. Siempre me sucede lo mismo; sufro el síndrome del texto que se terminó. Me vence un profundo sopor, un intenso desinterés doloroso por todo, quiero volver sobre el texto y reescribirlo. Lo leo y lo releo, le busco defectos, los encuentro por doquier y quiero prenderlo fuego. Enmiendo, corrijo, suprimo, corto y pego. Pero después de un tiempo, puede ser medio mes, un mes o diez veces doce meses, me rindo y lo dejo en un folio con un rótulo y me lo envío por correo por si se perdiese. Y en ese mismo momento, con el envío por correo de mi texto en cierto sentido definitivo, empiezo con los sentimientos opresivos.

Ese es el recorrido de mi espíritu. Lo conozco muy bien y por eso le temo. Sé lo que puede suceder sin el estímulo de recorrer el fondo de un precipicio profundo, de subir un monte imponente o un pico virgen: temo perder el rumbo, temo sentir el pulso del tiempo, que por costumbre no siento si estoy entretenido con un texto difícil o con uno de esos que los doctos le ponen el rótulo de imposibles. Esos son los libros que elijo, no porque me considere un héroe, que no lo soy ni lo seré, sino porque ese tipo de libros, esos textos del demonio, se me vienen y me siguen como perros desnutridos que con sus ojos tristes y sus hocicos húmedos me piden que los cobije.

Bueno, en eso estoy. Después de mucho tiempo, dos lustros con un texto y un lustro y medio con otro, es decir, diecisiete inviernos de puro gozo, c’est fini! Es cierto que el evento, el fin del fin, no ocurre de golpe; uno lo ve venir; ve cómo se viene extinguiendo el fuego, ve cómo el horizonte remoto se vuelve nítido y de pronto próximo y por ende borroso; cuestión de foco. El primer reflejo es mentirse. Uno se miente diciéndose que el que viene es un período de reflexión, de revisión y pulido de lo escrito. Que después de ese período reflexivo, revisor y pulidor, viene el momento glorioso del compromiso con un editor de renombre. Como el editor de renombre no se consigue, nos decimos que el momento del compromiso glorioso es cuestión de tiempo; no mucho, uno o dos meses.

Después de mentirme un tiempo decido ponerme enfrente del espejo. ¿Qué veo? Veo un pobre viejo feo y orejudo, con pocos pelos, con el ceño fruncido como si estuviese triste o furioso, o sorprendido, veo los dientes torcidos, el pecho hundido. Los ojos desde el fondo del espejo me confunden: el derecho ve un izquierdo y el izquierdo un derecho. ¿De qué me sirve este espejo? Me digo con desdén y oprimo descontento el interruptor. Clic. En el silencio oscuro del dormitorio, solo como un perro, presintiendo el crepúsculo, quiero dormir, pero no puedo. Un cuento tiene que surgir. ¿De qué? ¿Qué tipo de cuento? ¿Por qué un cuento? ¿Si no, qué?

El lecho cruje y el colchón es como si fuese de hierro. Los músculos tensos impiden todo confort. Si es junio debe ser por el frío (que el cuento no viene), si es diciembre, por los mosquitos, los cohetes, los vecinos ruidosos, el bochorno propio del estío que detesto. Lo sé. Siempre me sucede, me digo y me miento diciendo que en breve tendré un hilo que seguir. Como de costumbre, el estridente quiquiriquí de un cocoricó vecino me dice que el lucero surgió por el este y que es tiempo de suspender este tipo de digresión porque se viene el sol. El cuento tiene que venir. Como viene el sol. Si no es hoy, puede ser en otro momento.

Pero el momento no viene si uno no escribe el cuento desde, por lo menos, uno de sus extremos, principio, medio o fin. Sobre todo, es penoso este impedimento porque el cuento es lindo, quiero decir, tiene lo suyo: es increíble. Si no fuese porque tengo testigos vivos, los otros no los cuento, de mi cuento, ni yo mismo lo hubiese creído. Hubiese dicho que es el engendro de un mentiroso poco diestro en el oficio del embuste, de un tipo que pretende lo que no es. ¿Por qué? Por el enorme monto de eventos coincidentes en el tiempo y en el terreno en el cuento que cuento. Uno puede concebir un evento equis donde XX y ZZ coincidieron en un punto del globo, como los dos tipos del mismo club que no se quisieron perder el juego definitorio del Super Rugby que se disputó en Christchurch y de repente se ven de frente en un entretiempo, uno pidiendo sediento su Budweiser y el otro que viene del retrete despidiendo sus cinco Budweiser del primer tiempo. No, no fue ese tipo de encuentros los que me sucedieron. Y no fue uno, fueron muchos.

¿Pero cómo quiere que despierte el interés del lector por un suceso desconocido? Eso que usted se dice me lo pregunto yo mismo. Iré viendo. No tengo otro remedio. Lo cuento o no lo cuento; es mi decisión.

Todo empezó con un novelón escrito en un inglés retorcido que un editor me dio con el fin de que lo reescribiese de modo que el exigente público ibérico pudiese leerlo sin mucho sufrimiento. En un principio dudé, lo consideré tres veces y me negué. Creí perder por un solo libro mi poco prestigio, que de todos modos no es mucho. Pero después reculé. Me sedujo un cheque de cinco ceros, que no cobré porque el editor se fundió en tres meses, pero ni bien empecé noté un no sé qué en ese texto complejo y no pude detenerme. Hoy pienso si no fue ese el primer misterio. ¿Por qué este editor fundido, entonces en peligro inminente de fundirse, me eligió entre todos los prestigiosos escritores de su entorno? Es muy posible que estos notorios olieron primero el derrumbe económico del pobre tipo y se decidieron por otros títulos menos comprometidos ofrecidos por otros editores menos fundibles.

Como dije, mi primer encuentro con el libro en inglés retorcido fue difícil, muy difícil; dificilísimo. Esto no es inglés, me dije. Esto es turco, griego, chino, ruso, pero inglés no es. Leyendo y leyendo, de curioso, encontré ciertos sonidos que, no siendo inglés, fueron como un refucilo de medio segundo por el que pude ver y oír un inglés escondido entre los ruidos. No usé el cerebro, usé los ojos y el oído. Los ojos no dieron crédito de lo que vieron, mucho menos el cerebro que lo decodificó; pero el oído lo creyó. El oído siempre es fiel. Un sordo, con el socorro de un dispositivo minúsculo, oye. Un ciego, por muchos lentes que use, no ve dos en un burro.

Lo que vi me dejó perplejo, como suele suceder con los refucilos, un misterioso destello luminoso me deslumbró. ¿Cómo puede ser? ¿Es esto que leo? ¿Es esto que creo que leo? ¿O es lo que quiero creer que leo? Y me respondí en un segundo; es lo primero, lo segundo y lo tercero; todo junto. En síntesis, de puro curioso descubrí el método. No el método del escritor del libro sino el mío, el del reescritor en un léxico distinto, que fue lo que me pidió que hiciese el editor que se fundió en tres meses. 

Este es el episodio uno de este cuento que empiezo por el medio. Escribo mi versión del episodio seis del libro que me tiene preso. En este episodio el héroe viste de luto pues tiene que cumplir con un severo compromiso, el entierro de un viejo conocido recientemente (obvio) muerto de un síncope (no obvio). Mi entorno, un retiro por el week-end, en Monte Hermoso, un resort costero, en pleno invierno. Frío, edificios sin inquilinos, negocios desiertos, muelles sin veleros, horizonte sombrío de petreles sin peces. En fin; residiendo en un quieto estudio del primer piso, escribo mi versión del episodio seis. El héroe se sumerge en reflexiones sobre el destino, sobre los últimos minutos de un hombre que se muere; ¿qué debe sentir? ¿por qué yo? En su fuero íntimo se dice lo que pudo decirse el hombre sintiéndose morir: Pruebe con el vecino de enfrente; yo tengo que… yo estoy por…

Por poco no cuento el cuento. En ese momento, justo en el renglón donde el héroe formuló su reflexión sobre lo inoportuno de morirse, quise desentumecerme un poco y con mi mujer nos decidimos por un corto recorrido por el frente costero. Subimos por un monte desde donde vimos el vinoso ponto en todo su esplendor; le conté todo sobre el episodio en curso, los dichos del héroe de mi novelón y sus reflexiones del cementerio viendo descender en el foso el féretro de pino del conocido suyo muerto de un síncope. Muy bien. En ese momento sentí un fuerte dolor en el pecho, como un tiro. Me detuve en seco, lleno de miedo; supuse un dolor ficticio producto del encierro, el esfuerzo del intelecto, el reflexivo monólogo interior del héroe y sus suposiciones influyendo sobre mi propio físico. No quise creer en espectros, pero temí que el espectro del escritor omnipresente que siempre se creyó el eje del universo quisiese desprenderse de mí por el posible disgusto con mi intromisión en su texto. En ese contexto… uno supone todo tipo de supuestos y se cree lo primero que le viene en mente. Quiero ser preciso sobre los renglones referidos, disculpe el lector mi pertinente digresión:

“…sede de los sentimientos. Ventrículo roto. Sólo un émbolo después de todo, distribuyendo cientos de miles y miles de millones de litros de humor venoso desde el comienzo del feto. En un momento se detiene: y listo. Montones de muertos en este cementerio: pulmones, riñones, intestinos. Viejos émbolos corroídos por el óxido: punto, eso es todo. Resurrección y existir de nuevo. Puro cuento. El que se muerte, se muere. Eso del último juicio. Oprimiendo los timbres de todos los sepulcros. ¡Ponte de pie, Lézero! Pero el pobre perdió pie y ligó el cero. ¡Elévense! ¡Se viene El Juicio! Entonces todo el mundo, uno por uno, recoge sus pulmones, sus intestinos, sus bofes y el resto de sus enseres. El estorbo de recoger sus viejos miembros podridos con lo poco que se ve en el despunte del sol. Un orificio con un proyectil inserto en el occipucio, 31,10 grs. Exprese su peso en Troy.”

Figúrese mi estupor en el momento en que sentí ese golpe en el pecho. Le juro que me vi muerto. Como le dije, me detuve en seco. Mi mujer me miró con gesto sorprendido. Vio el horror en mis ojos y gritó pidiendo socorro. Pero el invierno en Monte Hermoso no ofrece mucho socorro. Me senté en un tronco y esperé que el espectro del escritor omnipresente, o lo que fuese, se fuese. Y se fue, en efecto, en unos pocos minutos. Me sentí mejor. Respiré hondo y pensé: si sobrevivo escribiré un cuento sobre este episodio. El lunes, me dijo mi mujer, te pido turno en el médico. El domingo de noche volvimos en silencio, en el viejo Chevy descolorido.

El lunes tuve otro episodio de dolor en el pecho y el médico que me socorrió me internó en el nosocomio; me dieron oxígeno, diez inyecciones, me conmovieron con un potente choque de corriente (como el choqueléctrico de los locos) me durmieron y me pusieron tres stents. El viernes dormí por fin en mi propio lecho.

Después de un mes supe lo sucedido en el edificio donde estuve en el retiro del week-end que motivó este cuento rebelde, este cuento que se resiste, que no quiere surgir. Resultó ser que ese domingo frío y tormentoso, ese domingo de invierno en Monte Hermoso, los únicos pisos con gente, excepto el portero que vive con los suyos en el quinto, fueron el primero y el tercero. En el primero estuvimos mi mujer y yo; el tercero lo ocupó un señor oriundo de Coronel Dorrego. El portero, siguiendo un tufo hediondo procedente del segundo o del tercero, según explicó, lo encontró el viernes siguiente. El forense decretó muerte por síncope.

Y entonces recordé:   Pruebe con el vecino de enfrente; yo tengo que… yo estoy por…

El otro episodio curioso ocurrió en Wellington, o, mejor dicho, comenzó en Wellington. En el curso de reescribir el referido novelón en inglés retorcido quise proveerme de todo tipo de libros sobre el mismo. Un torneo de rugby me permitió conocer Wellington donde estuve poco menos de un mes. Windy Wellington es un puerto ventoso y frío sobre el estrecho de Cook. Excepto por el rugby y los kiwis –pequeños plumíferos sin el don del vuelo y poco menos que invisibles puesto que viven escondidos en los bosques espesos – no tiene ningún punto de interés. Mi costumbre de recorrer negocios de libros me permitió descubrir “Johnson’s Books”, en el 15 de Ken Pope Street, un hermoso negocio y muy bien provisto de libros nuevos y viejos dispuestos en unos muebles enormes, llenos de plúteos lustrosos. Consulté con el librero quien me indicó el sector comprendido entre los rótulos H y K. Me hinqué y comencé mi revisión. Recorrí con el dedo cientos de libros pertinentes, pero de estos cientos, por el reducido volumen de mi bolso y mi escueto presupuesto, con muchos titubeos, elegí solo diez títulos.

En ocho de los diez libros pude ver escrito con birome el nombre de su primer dueño, el Dr. D.G. Wright. Curioso, quise conocer el motivo por el que el Dr. D.G. Wright vendió esos libros que por lo visto leyó con método riguroso. Cientos de microscópicos signos, !?#//**, fueron suficiente testimonio de su juicioso estudio sobre muchos de los libros del escritor que reescribo. El librero me contó que el Dr. Wright fue un profesor de Wellington College que enfermó de un tumor en el cerebro y se suicidó. Su libro póstumo, por el momento inédito, me dijo, es un sesudo estudio sobre el corpus completo del escritor omnipresente cuyo espectro creí ver en Monte Hermoso. Este episodio me provocó cierto temor, temí un inconveniente con mi vuelo. Crucé los dedos e hice los cuernos. Creo que incluso recé sin mucho convencimiento. El bulto con los libros pesó ocho kilos y debí desprenderme de pulóveres, botines e incluso de esos menudos presentes sin sentido que en el fin de un extenso periplo por el exterior se convierten en un estúpido estorbo. Muy bien. En el vuelo de regreso leí el primer libro, después fui leyendo el resto y en menos de tres meses terminé con todos. Esto que cuento fue en el mes de septiembre de dos mil diez. En diciembre de dos mil once decidí concederme un retiro en el exterior y me fui por dos meses. Renté un pequeño estudio en Belleville y me inscribí como lector independiente en el Site Richelieu de 5 rue Vivienne, conocido como BnF.

En el instituto pude leer todo lo que quise. Investigué en periódicos, vi films, consulté ficheros electrónicos, en síntesis, me di el gusto. Un texto me dio indicios sobre otro, este sobre otro y este último sobre otros diez. En un momento, por un motivo que no recuerdo, quise ver un libro de un escritor, un estudioso de nombre Wrigger, John. Busqué en el sector y si bien no di con ningún Wrigger mi dedo índice se topó con un Wright que me resultó conocido. Miré el título. Sorprendido comprobé el nombre del escritor: Dr. D.G. Wright.  El libro póstumo que el Dr. Wright escribió leyendo los libros que su mujer vendió después de su suicidio y que yo compré en Wellington, en el otro extremo del mundo, tembló como un niño muerto de frío entre mis dedos.

El tercer episodio increíblemente retorcido me ocurrió en Dublín. De nuevo un torneo de rugby me permitió seguir brevemente ciertos sectores del tortuoso recorrido de Mr. Bloom. Empecé por Sweny donde en dos mil quince dejé uno de mis libros, el negro y doce meses después dejé el rojo. Unos lectores viejos suspendieron sus reflexiones en grupo y me pidieron que me uniese leyendo en un unísono bilingüe ciertos renglones de mi libro rojo, recién impreso, coincidentes con los de ellos. Leí muy contento oyendo el conjunto de voces diferentes, los murmullos, los sorprendidos susurros por los términos entendibles coincidentes y superpuestos. Terminé de leer y un señor se presentó como Diego des Eires, porteño, de Hurling. Diego me felicitó por mi reciente producción y me contó que vio un negocio con objetos del Ulises y que esto lo intrigó. Ignoro, me dijo, qué es Sweny, pero vi gente y entré. Donde vio gente fue Vicente, sonrió Diego. Comprendí el chiste viejo y en tono cómplice, sonreí.

Diego me contó que su hijo vino por unos meses como oyente de un curso de inglés técnico en el Instituto Don Quijote, vecino de Sweny y que el profesor de su hijo es un ibérico lector de Joyce. Por ese motivo le compró como presente el libro de Petersen sobre el soberbio héroe, el criollo de oro, el genio desconocido del que Borges se mofó cruelmente, como buen Borges y que fue el primero en verter el Ulises en nuestro léxico.

Eso me contó Diego. Entonces le dije que en el libro que compró como presente existen menciones de reconocimiento de Petersen por el permiso que le concedí por el uso de unos textos de mi libro negro. Mi nombre en el libro que él compró. Nuestro encuentro en Sweny porque sí. Coincidimos en un remoto punto del globo, lejos del Obelisco, los seis, criollos y porteños: él y su hijo, Petersen, el genio que primero reescribió el Ulises en el léxico ibérico, el espectro del escritor omnipresente y un servidor.

De no creer, che.

El modelo económico vigente

No sé por qué me sucede lo que me sucede. Creo que no me lo merezco. Soy un tipo joven y diligente, me instruí en los mejores colegios, soy rubio y bilingüe, tuve de todo desde pequeño y en este momento me veo hecho por poco un indigente. No es justo. Yo los voté, porque creo que son gente decente y no es posible que roben como los otros. Eso me dije, que como el presidente es rico hijo de ricos y lo es desde siempre por eso mismo tiene que ser decente. El peligro es ser pobre y de repente verse en el gobierno, reflexioné; debe ser terrible, tenerlo todo después de no tener un peso, tener poder después de vivir como viven los obreros, Dios me libre. Pero en el sentido inverso es muy diferente, figúrese que quien desde siempre lo tiene todo no tiene por qué enriquecerse de modo ilegítimo. Por lo menos eso es lo que pienso o lo que pensé, mejor dicho, en un primer momento. Hoy, debo ser honesto, viendo lo que veo, dudo un poco. No es mi costumbre ponerme de ejemplo, pero hoy es menester que modifique ciertos criterios, si se me permite; mire un poco, esto comenzó como un lento goteo. Primero fue el incremento de los combustibles, lo consideré no solo justo sino incluso imprescindible. Me puse contento por el beneficio que reciben los petroleros después de veinte semestres de precios ridículos; después vino el incremento en los precios de los servicios públicos; lo consideré por el mismo motivo, justo y comprensible. Si bien   doloroso   entendí que no es posible vivir de dispendio en dispendio. Lo sostuve en todo tipo de reuniones y me ocupé de convencer gente de mi entorno, es decir que puede decirse que yo, un incrédulo crónico de todo lo político, consciente o inconscientemente, hice proselitismo por este gobierno.

Recuerdo un evento en lo de uno de mis primos. Después de comer y beber como reyes, uno de sus exsocios, no recuerdo quién, comentó que el incremento de los servicios públicos es un crimen y defendió vehementemente los derechos del Pueblo. Los otros le dijeron de todo, que es imposible defender lo indefendible y que este gobierno tiene que tener el tiempo suficiente y que es menester concedérselo sin el meneo de intereses mezquinos; el defensor del pueblo se puso como loco y replicó que si el Che viviese, que si Perón viviese, y que si viviese Rucci, los precios de los servicios públicos y el combustible no hubiesen subido como subieron. El grupo de los Ceos, como los etiquetó este tipo cuyo nombre no recuerdo, le respondió con rotundos improperios diciéndole que si el Che hubiese vivido en estos tiempos, con todo lo que robó, hubiese sido dueño de Shell, y que Perón, ese ídolo de lodo, ese milico fugitivo, ese bribón de uniforme, ese teniente coronel sonriendo sobre un pinto, con revólver y floretes en el cinto, fue el que ordenó el fin de Rucci, el que se burló de los Montos y los expulsó del movimiento y lo mismo hubiese hecho con el Che;  ese demonio sembró el veneno del populismo y nos sumió en el desorden. Les metió en el cerebro de los pobres que exigiesen vivir como los ricos. Lo que no puede ser de ningún modo. Los gritos fueron subiendo, subieron los insultos como producto del desencuentro político, pero, sobre todo, por efecto del consumo etílico desmedido. Hubo multitud de epítetos irreproducibles incluso empujones y golpes de puño. Yo me quedé mudo, sobre todo por mi condición de huésped que inició el terremoto sin intención.

El evento terminó porque un grupo de vecinos nos denunció por ruidos molestos; fue un bochorno. Ese, creo, fue el momento que noté que no todo es como se ve de lejos. Por un segundo reflexioné sobre los incrementos referidos y me puse en el sitio de los que no tienen los medios que yo tengo, o, mejor dicho, que en ese momento creí tener. Me sentí molesto conmigo mismo y por eso pensé en, no recuerdo en qué, pero modifiqué mi posición. Después vino el ciclón; se me complicó el negocio y dejé de vender mucho y despedí tres obreros, el mes siguiente vendí menos y despedí otros dos, el otro mes vendí un poco menos pero no despedí gente y después vinieron meses y meses de vender muchísimo menos; de repente dejé de vender del todo y cerré. Los obreros que despedí me hicieron juicio por despido; tuve que vender un terreno en Olivos por menos de un tercio del precio promedio. En ese momento se gestó mi divorcio y después de doce meses de conflictos continuos en los que no dormí, no comí y ni tuve el consuelo de un poco sexo, me divorcié; mi mujer no quiso vender y puso un leguleyo que se quedó con todo, incluso con mi mujer. De todos modos, mi fe en el proyecto político y económico del presidente no mermó. Creí mi deber sostener mis principios incluso poniendo en riesgo mis propios intereses. Todo gobierno se sostiene sobre los individuos que lo sostienen, sobre un montón de bobos convencidos de que el futuro venturoso viene después de un período de esfuerzos sostenidos, luego de vivir momentos difíciles en que el piloto debe sostener firme el timón con los ojos puestos en el horizonte, convencido del rumbo cueste lo que cueste. Primero pensé en el segundo semestre, después esperé que viniese el tercer semestre, luego soñé con el despegue inminente del semestre que viene, el desborde de inversiones y los brotes verdes. Pero no se dio.

Un deprimente crepúsculo de invierno, en el lúgubre frío de mi depto de un dormitorio en pleno Once, sonó el teléfono y respondí como un ingenuo. Mi interlocutor se presentó como el director del colegio de los chicos, el doctor Pérez del Globo, y me dijo que mis hijos no pueden seguir debiendo lo que deben y que si no pongo el dinero el mes que viene mejor que piense en un colegio público. Le dije que el momento es difícil y que necesito un poco de tiempo. Repitió tres veces el mismo consejo y por fin me cortó, desoyendo mis ruegos. Me sentí peor que un pobre menesteroso, pero lo mismo seguí convencido de que el rumbo del gobierno y de los negocios públicos es el correcto. Increíblemente renové mi compromiso con el movimiento de los globos y en octubre los voté. Lo increíble no es que los voté, sino que renové mi compromiso por el temor de perder mis convicciones, es decir que me quise convencer por no discutir conmigo mismo.

Siempre me consideré un hijo del éxito, pero no percibí que, en cuestiones de éxito, el mérito lo tiene el progenitor y no los críos; creí ser uno de los vencedores del modelo económico presente y terminé siendo menos que un obrero despedido. Pero hoy debo decir que los hechos desmintieron mi ferviente convencimiento de que el rumbo, como dijo el coso este, es este. Desde que cerré el negocio y los obreros me hicieron el juicio por despido, vivo en lo de un primo que es dirigente del frente de todos. Yo no creo en sus principios, pero modero mis opiniones porque no quiero ofenderlo; después de todo me sostiene. Tiene un kiosco y le cubro el turno noche.

***

Uno tiene en mente proyectos diferentes sobre su propio destino. Quiere emprender cruceros por el mundo, tener negocios florecientes, en fin, uno teje sueños de futuros venturosos y de repente esto. Uno se creyó un joven eterno, se vio rico, enérgico, buen mozo y en un minuto giró el viento y uno se descubre impotente enfrente de un torbellino indetenible de inconvenientes imprevisibles. ¿Quién hubiese creído posible que un tipo como yo, hoy viviese como vivo? Yo no.  Por eso creo que tengo que convencerme de que erré el pronóstico. No sé si me convenceré, pero es evidente que debo convencerme pronto. Mi primo tiene conocidos influyentes y me ofrece un puesto si los voto. Si me meto mis convicciones en el bolsillo puede ser que los vote. Si sigo con mis convicciones me suicido.

El recolector del Impuesto sobre los Ingresos Brutos

Un cuento de S.L. Clemens reescrito por M.Z.

El primero que me descubrió ni bien hice “nido” en este pueblo, muy recientemente, fue un individuo que se presentó como consejero, término que no comprendí muy bien. Le expresé mi desconocimiento por este tipo de oficio y le dije que todo cliente es bienvenido; le ofrecí que se siente. Se sentó. No se me ocurrió qué decirle que fuese de su interés, pero sentí que quien como yo recibe gente en su negocio tiene el deber civil de ser cortés y es lógico que converse con el posible cliente. De modo que como no se me ocurrió otro tópico le pregunté si su negocio, el que fuese, tiene domicilio en este pueblo.

Me dijo que sí. (No quise verme como un desconocedor de mis vecinos, pero hubiese querido que me dijese el rubro de su negocio.)

Me decidí, con riesgo de ser indiscreto, y le pregunté si el suyo es un buen negocio y el tipo me respondió: “muy bueno”.

Entonces le dije que si sus productos no son menos buenos que los de los otros comercios vecinos con gusto puedo ser su nuevo cliente.

Me expresó su convicción de que su comercio es el mejor de todos y que muy posiblemente yo no quisiese tener negocios con ningún otro.  Incluso me dijo que no conoce ningún hombre de negocios que después de ser su cliente desee meterse con otro del mismo rubro.

Me sonó un poco engreído, pero, excepto por ese tono un poco soberbio que todos tenemos, el hombre me resultó un tipo honesto.

No sé con precisión como sucedió, pero en un momento nuestro encuentro se volvió un coloquio entre compinches y entonces todo se desenvolvió de un modo muy cómodo.

Fue un continuo decir, decir y decir –por lo menos yo dije–y reímos, reímos y reímos –por lo menos él se rio. Pero en todo momento estuve bien lúcido; como dicen los ingenieros, mi mente estuvo siempre en on. Me propuse conocer todo sobre su negocio si bien respondió mis requerimientos en tono misterioso; y no quise que él descubriese mi objetivo. Opté por un truco muy pero muy retorcido: decirle todo sobre mi negocio de modo que oyendo mi confesión de compinche, él mismo, sintiéndose bien, tuviese deseos de decirme lo suyo, sin percibir ni por un minuto mi intención. Pensé en decirle, usted, Señor, no tiene el menor indicio del tipo de individuo que tiene enfrente.

Pero dije:

– Mire, es increíble el dinero que hice en el último otoño e invierno con mis discursos públicos.

– Por cierto, no lo sé ni lo sospecho; pero déjeme ver. Doscientos mil verdes, ¿puede ser? Pero no, señor, no es posible; sé que no pudo obtener un monto excesivo como ese. Corrijo, mil setecientos, ¿es eso?

– ¡Je, je! Como supuse, le erró por mucho. Por mis discursos de los últimos otoño e invierno, recibí un monto de quince mil setecientos diecisiete billetes verdes. ¿Qué me dice?

– Que me sorprende enormemente, es increíble. Lo registro; y me dijo que eso no fue todo, ¿no?

– ¿Todo? De ningún modo; tuve los ingresos del periódico, El Grito del Guerrero, por cinco meses, unos, bueno, ¿qué me dice, por ejemplo, de ocho mil verdes?

– ¡Qué me dice! Le digo que hubiese querido hundirme en un río de dinero como ese. ¡Ocho mil verdes! Lo registro. ¡Qué hombre! Y si no me equivoco debo entender que tuvo otros ingresos, ¿no es cierto?

– ¡Je, je, je! Desde luego, esto es solo el principio. Escribí un libro, Los inocentes en el exterior, que se vende entre tres y siete billetes verdes, en ediciones de bolsillo o en estuches de cuero. Escuche. Míreme en los ojos. En los últimos cinco meses, sin tener presente lo que se vendió en los meses precedentes, sino solo los últimos cinco meses, vendimos cien mil libros. ¡Cien mil! Figúrese. Tomemos un promedio de cinco verdes por libro, por poner un número. Son como quinientos mil verdes, mi querido señor. Y voy fifty-fity con el editor.

– ¡Dios me libre! Esto lo registro: quince mil setecientos, ocho mil, quinientos mil dividido dos; ¡eso es como doscientos veintinueve mil billetes verdes! ¿Es posible?

– ¡Posible! Si no me equivoco yo, se equivocó usted, buen hombre. Son poco menos de trescientos mil verdes en los últimos doce meses, si sumé bien.

Entonces el hombre se incorporó con el propósito de irse. Me sentí muy incómodo por decirle estos secretos sin que el individuo me dijese los suyos; y por el hecho de que los inflé influido por los gritos sorprendidos del tipo. Pero no, en el momento de irse el hombre me extendió un sobre con los registros que tomó; y me pidió que leyese dentro del sobre los pormenores de su negocio; luego me expresó su gusto por tenerme de cliente y me confesó que en virtud de su oficio conoce muchos hombres ricos en este pueblo pero que en el momento de exhibirles sus números descubre que son poco menos que indigentes. Y que, por cierto, en los últimos cinco lustros, por lo menos, no encontró ningún rico como yo, ni lo tocó, ni conversó con él, ni lo miró en los ojos, y que, por eso, con mi permiso, sintió deseos de unirse conmigo en un estrujón.

Como me gustó mucho su gesto efusivo no pude resistir el estrujón de este buen hombre desconocido que, lleno de emoción, humedeció el dorso de mi cuello con dos gordos gotones llorosos. Después se retiró.

Ni bien se fue quise ver el contenido del sobre. Estudié los números con detenimiento por unos minutos. Después di un grito y el cocinero vino corriendo en mi socorro. Le dije:

– Sujéteme que me viene el soponcio.

Después, ni bien me recuperé, solicité los servicios de un hechicero con el fin de que vertiese sobre el desconocido todo tipo de insultos y embrujos por el término de siete noches, sin respiro.

¡Oh, qué hijo de mil demonios! En el sobre que me dejó solo encontré un impreso pidiéndome que informe los ingresos obtenidos en los dos últimos semestres; un extenso y descomedido listín pidiéndome los pormenores de mis negocios; no menos de tres pliegos escritos en tipos diminutos y con unos términos complejos y de un retorcimiento que ni un genio hubiese comprendido; solicitudes que incluso hubiesen requerido que un hombre confiese cinco veces el monto de sus ingresos por temor de ser tenido por mentiroso. Pedí socorro, pero no lo encontré. Leí el punto Número 1:

•       ¿Qué monto recibió usted, como beneficio neto en los últimos dos semestres, en el rubro, oficio o negocio que fuese, donde fuese que se concretó?

Y este requerimiento fue seguido de otros trece del mismo tono inquisitivo. El menos ofensivo de ellos me preguntó si he sido, o soy, un delincuente o si inicié un incendio, o si tengo escondido un recurso secreto que me genere dinero, o si recibí un bien inmueble que no estuviese referido en mi reporte de ingresos del bloque opuesto del requerimiento Número 1.

Resultó evidente que el desconocido me tomó el pelo y me puso en ridículo. Fue muy, pero muy evidente; y por eso fui y me conseguí otro hechicero.  Con el uso de mi orgullo en su propio beneficio, el desconocido logró que le que confiese un ingreso de un poco menos de trescientos mil verdes. Por ley, mil doscientos de este monto son libres de impuestos; ese fue mi único consuelo, es decir, tener un mísero descuento que constituye poco menos que un meo en el desierto. Con un impuesto del cinco por ciento, ¡quedé como deudor del Fisco por el horroroso importe de trece mil seiscientos dieciocho verdes! (Debo decir en este punto que por supuesto no oblé ese ridículo importe)

Conozco un hombre rico, que vive en un edificio enorme, que come como un rey, cuyos egresos son prodigiosos y que, con todo, no tiene ingresos netos disponibles, como lo comprobé siempre que consulté los informes públicos de los contribuyentes del Fisco. Y por eso mismo lo consulté por el inconveniente en el que me metí.

Tomó los pliegos que le di, se puso los lentes, tomó su birome (BIC) y de repente, me convertí en un tipo muy pobre. Fue muy pero muy sencillo. Lo hizo con un simple retoque del rubro “Deducciones”.

Puso un monto equis en el rubro “Impuestos sobre los Ingresos Brutos en todo el Territorio”, otro monto por “Detrimentos por incendios, terremotos, etc.”, otro importe por “Detrimentos por negocios ruinosos”, por “Semovientes vendidos”, “Uso de inmuebles no propios/Título oneroso”, “Sostenimiento de bienes muebles e inmuebles”. En otro renglón puso un monto por “Sueldos como dependiente del Ministerio de Comercio con impuestos deducidos”. Escribió otros muchos puntos. En todos esos puntos obtuvo “Deducciones” increíbles. Ni bien terminó me devolvió los pliegos llenos de números y comprobé que mis ingresos netos en los dos últimos semestres fueron de mil trescientos diecinueve billetes verdes con cinco céntimos.

– Muy bien –me dijo– de este monto, por ley, mil son libres de impuestos. Usted tiene que ir y decir que lo escrito es cierto; cruce los dedos sin que se note, y júrelo. Después, fírmeles un cheque por el cinco por ciento de impuesto sobre los trescientos diecinueve excedentes.

(En el momento de instruirme con su discurso, su hijo, el pequeño Willie, le birló del bolsillo un billete de dos y se esfumó. Me dije que si el desconocido viniese en el futuro con el mismo propósito que tuvo conmigo seguro que el pequeño Willie le miente sobre sus ingresos.)

– ¿Usted siempre incluye este tipo de “deducciones” en sus rendiciones de impuestos, señor? –le pregunté.

– Por supuesto. Si no tuviésemos esos trece incisos del rubro “Deducciones”, yo me hubiese convertido en un mendigo todos los semestres con el fin de sostener el ejército de coimeros e inútiles de este y otros gobiernos.

Este señor tiene un puesto notorio entre los ricos del pueblo, entre los gerentes dignos de respeto, entre los clubes de burgueses honestos con sus currículums impolutos, y por eso seguí su consejo.

Me presenté en el Ministerio de Impuestos y enfrente del rostro receloso del desconocido que me visitó, juré como si fuesen ciertos todos mis trucos, todos mis robos, todos mis enredos y sentí cómo se formó en torno de mí un grueso tejido de testimonios mentirosos, y de ese modo perdí por siempre el respeto que supe tener por mí mismo.

¿Y qué tiene? Es el tipo de delito que miles y miles de ricos y notorios, cometen en nuestro continente desde que el mundo es mundo. No me ruborizo. En lo sucesivo simplemente diré lo menos posible y seré prudente. Con el fin de no convertirme en un mentiroso crónico.

El Retiro de Oti

Oti, es un rugbier de ley que hoy emprende su retiro; como todo tiene un tiempo en este mundo, el tiempo de Oti, como rugbier, por fin llegó. Es increíble, pero llegó. Los que lo conocemos desde siempre nos sorprendimos de su decisión, supusimos un retiro por lesión, por discusiones con los dementes del Polo Petrocómico que lo pusieron en un puesto crítico, un conflicto con Bety, su dulce mujer, o un entredicho con los miembros de su equipo, con los referees, con el PF, con el técnico, el eterno Pucho, o con los viejos miembros del eterno consejo directivo del CEN, justo en el mes que el CEN cumple los CIEN. Todos estos supuestos, que hubiesen sido muy injustos con el CEN, con los miembros de su equipo, con los referees, con el PF, con el eterno Pucho, con los viejos del eterno consejo directivo, con Bety, su dulce mujer que se merece el Cielo porque vivir con un esposo como Oti no debe ser sencillo, suponemos,  y sobre todo, con los dementes del Polo Petrocómico que lo pusieron en su puesto –donde, como un émulo de Simpson, tiene control directo sobre el botón rojo que puede oprimir por error y en un segundo suprimir un pueblo entero.

 Pero no; como sucede con los supuestos que se suponen sin conocimiento de los motivos que el prójimo tiene en mente en el momento de decidir sobre cuestiones del futuro (sobre lo único que uno puede decidir puesto que en el presente todo es futuro y lo pretérito viene de extinguirse o si no viene de extinguirse recientemente, entre los recovecos infinitos del tiempo se perdió), cuestiones que son de su exclusivo interés, por ejemplo, ir o venir, seguir o no seguir, subir o descender, vender o no vender, coger o no coger, conforme su propio criterio y convicción, como sucede con los preconceptos, con los prejuicios y esos y otros desórdenes del juicio, respecto del retiro de Oti, cometimos un error.

Su retiro resultó tener otros motivos, según nos confesó después de mucho insistir en un boliche donde nos reunimos. Oti nos dijo, con los ojos tristes, que de repente se sintió viejo. Por supuesto le dijimos que no lo creemos y que su juventud no tiene vencimiento. Pero Oti, triste y visiblemente conmovido, nos dijo que lo que nosotros vemos, es lo que se ve y que por dentro todo es diferente. Se puso serio y los presentes tuvimos que ponernos serios. Pedimos tres whiskies y un fernet. Hicimos silencio y nos sumimos en un profundo minuto de reflexión. Hubo toses y movimientos incómodos.

El boliche donde nos reunimos, que tiene por nombre El Tropezón y es un tugurio indecente de White, no lejos de los muelles, nos resultó deprimente. Si bien es cierto que el boliche indecente nos recompensó con los buenos precios del whisky y del fernet y el buen humor del dueño y los contertulios de todos los sexos posibles, todo cubierto por un espeso humo y profusión de focos rojos.

Después de unos minutos de silencio, como dije, en que nos sentimos un poco incómodos por el rostro triste de Oti en medio de su confesión sobre el retiro, nos propusimos divertirlo un poco. Y por eso, repito, pedimos whisky y fernet. Oti bebió y nosotros bebimos con él y seguimos discutiendo sus motivos, en tono confidente. Quise romper el hielo y quise que Oti se riese y que nosotros, sus compinches, sus coequipers, sus confidentes, nos riésemos con él. Entonces recordé un episodio sucedido en Trelew.

Si no me equivoco, porque Oti no es el único viejo entre nosotros, esto sucedió en tiempos del incipiente Ñeñihue Rugby & Hockey Club (los que entienden, entienden, y los nuevos que no entienden estos códigos lingüísticos, pregunten). Oti fue como profe de un grupito de nenes de M9, o M10, es lo mismo. Los dirigentes del club chubutense nos recibieron con honores, los niños descendieron del bus y nosotros, los otros profesores nos entretuvimos recorriendo el club y todo. Fue en invierno, recuerdo, porque incluso hoy que lo recuerdo, me duele el frío de ese invierno.

 Muy bien. Comenzó el encuentro de rugby y llegó el momento de que jueguen los M9 o M10 de Oti, pero de Oti, ni vestigios. En un momento percibimos, con horror, como si Oti hubiese perecido. Recorrimos el club, revolvimos el ómnibus, discutimos con el chofer diciéndole que se lo olvidó en el hotel y el tipo furioso diciéndonos que no. Pero Dios mío, ¿dónde se metió Oti?, nos dijimos perplejos. En este desconcierto se nos fueron por lo menos cien minutos. Nos dominó el miedo.

De repente viene un nene, corriendo como loco y me dice:

– ¡Jefe, jefe! ¡Encontré un muerto! –figúrense mi rostro.

– ¡¿Cómo un muerto, nene?! ¡¿Qué decís?! ¡¿Dónde?! –grité lleno de horror-

– ¡Sí, un muerto! ¡Un muerto! ¡Encontré los pies de un muerto! –insistió el pibe.

– ¡¿Dónde?! ¡¿Qué muerto?!

Lo seguí, corriendo y temeroso. Me siguieron los nuestros, los dirigentes del club chubutense, los M9 y M10, los profes de todos los clubes presentes y un ejército de curiosos. De repente el mocoso se detuvo y me indicó un pilón de bolsos verdes con el escudo de un pino y un signo P en el medio. Un frío gélido me recorrió el dorso y se me heló el pecho; ninguno de los otros respiró, se hizo un silencio espeso, incluso uno de los dirigentes de nuestro club lloró conmovido y un dirigente del club de Trelew, queriendo ser gentil con el nuestro, lloró con un dolor fingido pero lleno de duelo preventivo.

Lo primero que vi fue un pie; después divisé un botín derecho seguido de medio botín izquierdo; cerré los ojos por un reflejo, pero seguí con mi inspección; surgieron los zoquetes níveos con bordes verdes y el escudo de un pino con un signo “P” en el medio. No lo dudé y movido por un impulso tiré de un pie. En el segundo siguiente hubo un temblor y el pilón de bolsos se derrumbó, en medio de un sonoro eructo y un hediondo soplo etílico, surgió el rostro vivo, sonriente y confundido de… ¡Oti!

– ¡Vió, jefe! ¡Como le dije! ¡Encontré un muerto! ¡Un muerto de sueño! –gritó el bribón, riendo de los nervios.

En fin; con este cuento nos reímos todos y pedimos tres gin-tonics y un tinto. Siguieron los recuerdos y el espíritu triste se esfumó. Vinieron tres señores con voz de mujer y nos ofrecieron sus servicios.

– ¡Ser viciosos, deben ser! –gritó Oti, eufórico– ¡Déme un precio por los tres!

Nos costó contenerlo, pero lo contuvimos, diciéndole que si bien el oficio de estos señores es muy digno, nosotros preferimos, en lo posible, cierto equilibrio entre rostros, voces y cuerpos por lo menos con un toque femenino y que los señores del ofrecimiento tienen bigotes de hooker.

– ¿Y qué tiene? –preguntó Oti sorprendido– entre hookers…

El retiro de Oti fue diluyéndose en el olvido, oculto por los recuerdos y los cóctels de todo tipo; nos entretuvimos con los recuerdos de triunfos imposibles que muy posiblemente no existieron, del encuentro con Puerto, el Puerto de los milicos y los Ford verdes, definido en el último segundo con un try por el ciego:

– ¡El ciego Méndez! –gritó Oti– lo recuerdo muy bien porque no estuve.

Revivimos miles de terceros tiempos, excursiones en colectivo por el torneo del Descenso, y el encuentro definitivo que se jugó en Pico. Oti metió todo el equipo en su combi VW, en virtud del reducido presupuesto por supuesto y el bochornoso regreso, vencidos por el pito de un referee bombero, veintitrés individuos con sus bolsos, todos sucios bebiendo vino toro y discutiendo sobre los inconvenientes del despliegue con los güines (o los guinness) y el rol supremo de los gordos en el juego moderno.

 El momento cúlmine de ese periplo de locos fue el desperfecto surgido en el vehículo que se quedó sin frenos en un control rutero:

– ¿Por qué no frenó? ¿Usted es ciego o viene en pedo? –le preguntó el milico.

– Obvio, teniente –le respondió Oti con fingido respeto– Me quedé sin frenos.

– Muéstreme el registro –ordenó el milico.

– Cómo no –dijo Oti, despidiendo un fuerte tufo etílico.

– Esto dice que usted debe conducir con lentes. ¿Y los lentes?

– Me los olvidé en un quilombo, jefe. Tuve que irme urgente por un entredicho con el gerente; discúlpeme, vio cómo es esto –rogó Oti, sonriendo con un pucho entre los dientes.

– ¡Conduciendo un vehículo y ve doble, ve! –dijo el milico, oliendo el tufo etílico de Oti y un posible billete de soborno.

– Eso mismo, teniente, es un vehículo de los buenos, un VW –lo sorprendió Oti, poniéndole entre los dedos un billete de cien pesos.

– Muy bien, continúe –dijo el milico– pero ojo con esos frenos, y ojo con los lentes. Y recuerde que el que conduce no debe beber.

– Despreocúpese, buen hombre –dijo Oti condescendiente– solo bebo té.

Ni bien nos pusimos en movimiento Oti comentó:

– Lo que no vio este milico coimero es que le di cien pesos, pero cien pesos Ley (dieciochocientochentiocho).

¡Cómo nos reímos! Si esto no es el rugby, dijimos, el rugby ¿qué es lo que es?

En un momento nos pusimos serios y pedimos otros tres whiskies, dos vinos, tres gin-tonics y dos fernets. El mozo tomó el pedido, nos cobró, volvió con el vuelto, nos sirvió los refrescos y nos comunicó el cierre del Tropezón en diez minutos. Expusimos nuestro descontento con dicho cierre sobre todo porque se nos comunicó dicho cierre después de hecho efectivo el pedido de los licores. El mozo vino con el dueño y el dueño vino con un revólver. Nos vimos muertos.

Pero Oti no perdió el temple, se puso enfrente del gerente, un gordo enorme y feo como un cementerio de noche y le pidió que reflexione, que él como un hombre de rugby no quiere verse envuelto en el homicidio del dueño del Tropezón y de uno de sus mozos y que se metiese el revólver en el culo y que diesen por concluido el diferendo. El tipo, sorprendido, pero temiendo meterse con un demente peligroso, se metió el revólver en el cinto, dio un medio giro preventivo y se esfumó.

Nosotros no fuimos en pos de otros recintos donde discutir el retiro de Oti y en lo posible impedirlo. Nos metimos en otros piringundines y seguimos con los recuerdos, bebiendo lo que nos sirvieron, pero por fin vimos el sol subiendo por el Este, como de costumbre, y uno de nosotros dijo, sorprendido:

– ¡El sol!

– ¡El sol! –respondió un coro de voces.

Y uno preguntó:

– ¿Hoy no es domingo? –dijo con los dedos en el mentón.

– En efecto –respondió Oti como si estuviese sobrio, y sosteniendo su eterno pucho entre los dientes.

– Si es domingo, hoy tenemos un encuentro con Pigüé, o con Pueyrredón, no lo recuerdo muy bien, pero que tenemos encuentro, lo tenemos.

– Oti –le dije.

–Sí, ¿qué sucede? –respondió Oti sorprendido por el glorioso brillo del sol en los círculos de sus ojos enrojecidos.

– ¿Gordo, me oís? –pregunté con temor.

Of course –dijo Oti en un despliegue de bilingüismo etílico.

– ¿No vendiste los botines, no es cierto? –le dije, temiendo lo peor.

Not yet, why? – respondió curioso Mr. Oti.

– Dice Pucho que hoy somos trece. Es imposible que te retires.

Shit!  –gritó Oti, furioso– O.K.! Very Well! –concedió, generoso– ¡Pero es el último!

– ¡Brindemos! –propuse contentísimo– ¡Oti sigue divirtiéndonos con sus perros remotos y sus grillos! ¡Por lo menos hoy, con un poco de suerte seremos quince!

El pueblo perdido

El inspector del tren me miró con ojos de hielo y vio un tipo peligroso, le devolví mi visión con ojos llenos de desconocimiento y lo ignoré. Descendí del tren en Epecuén. El individuo me consideró sospechoso, mi tez de morocho sureño lo puso en vilo. Me tomó por delincuente. O me tomó por un vendedor venido de un pueblo vecino. Sus ojos me siguieron unos minutos, pero no le di el gusto de volverme. Lo dejé que sospeche. En este pueblo deben ser todos milicos, pensé, es lógico que sospechen de los otros. Sobre todo, si son morochos y vienen del exterior queriendo vender en sus pueblos, como yo. En principio los pueblos se repelen. Todo el odio lo produce el comercio porque el comercio viene con los ejércitos y los ejércitos con los religiosos, como siempre. No es cierto eso de que somos todos hijos del señor. Somos todos hijos de un señor, eso es todo. Pero ese señor pone un comercio y tiene que vender, y el que no vende pierde. Todos somos diferentes o por lo menos nos creemos diferentes, porque no somos robots. Incluso el tipo de los ojos de hielo, el que me miró en el tren y me consideró un tipo peligroso, puede ser un buen tipo y es posible que sus ojos no fuesen de hielo y que fuese ciego, un ciego que oye el roce de unos pies en el cemento y lo sigue con el rostro; sigue el roce, sigue los pies, queriendo oír dónde se dirigen, es propio de los ciegos ser temerosos; figúrese ser ciego en este mundo de hoy.

Que los pueblos se repelen, como dije, es un principio de oro desde que el mundo es mundo. Los vecinos no se quieren. Ni los míos me quieren (porque no me conocen, creo) ni yo los quiero (porque no los conozco, creo.) Es duro, es triste, es deprimente, pero es cierto. Uno vive desconociendo todo, desde el origen y sigue desconociendo todo, todo el tiempo. Vive y muere desconociendo. Me inclino por decir que vivir es desconocer. Y ese desconocimiento mutuo es el origen de los conflictos bélicos, de los desencuentros entre pueblos vecinos. Quien desconoce, como el ciego, teme. El que teme se defiende; el que no se defiende de un peligro, muere; defendiéndose, el temeroso hiere u ofende, produciendo movimientos ofensivos y defensivos en defensor y ofendido, que de otro modo hubiesen sido unos tipos del todo inofensivos.

¿Cómo se puede vivir en medio de este odio? ¿Es posible resolver los conflictos sin tener que sufrir los empujones de los vencedores ni el bochorno de vivir el oprobio de los vencidos? Reflexiono por vicio, pero si quiero comer tengo que vender.

Me registré en un hotel de medio pelo, en el centro del pueblo; llegué un domingo en el tren de trece y diez. El sopor del pueblo me sorprendió. Me desempeño en el rubro de los ferreteros, es decir vendo tornillos, pernos, bujes, bulones y ese tipo de objetos ferrosos. En los últimos tiempos los negocios son un cementerio, pero yo, si quiero comer, tengo que vender. El gerente me fijó un objetivo ridículo, por lo menos en los tiempos que corren: vender no menos de cien mil pesos por mes. Hoy es veinticinco, y llevo vendidos sólo veinte mil pesos.  Y por si fuese poco, el gerente me dijo que no volviese con el objetivo sin cumplir. Es tremendo lo que uno ve en su recorrido. Tipos que cometen suicidio por un crédito que no pudieron devolver, hombres y mujeres que no comen, niños que no comen, viejos que no comen. No quiero extenderme, pero tengo que decirlo porque lo veo en todos los pueblos que recorro. En uno de los negocios que entré tuve que ofrecerles dinero en vez de vender. Es el colmo del vendedor, figúrese; poner dinero en vez de vender. Pero es lo menos que uno puede ofrecer si ve que un mocoso no tiene qué comer, como me sucedió en este negocio que le digo. Fue en Luro, en pleno invierno.

Vine el domingo porque el tren sólo viene los domingos. Epecuén es un pueblo, por lo que entiendo, que no tiene mucho movimiento. Me dije que deben vivir de lo poco que producen sus lotes de trigo, pero como el último invierno no llovió ni diez milímetros no crecieron los brotes verdes y supuse que muchos de los productores se fundieron. Con los ovinos no tuvieron mucho éxito, me hubiese dicho el dueño del hotel, porque sin trigo los tuvieron que vender poco menos que esqueléticos, con un peso promedio de cinco kilos por cordero, es decir corderos con el peso de un minino, durísimos y sin gusto. Un horror. Los bovinos tuvieron el mismo destino, de no comer se pusieron como liebres. Vendieron toros con el peso de terneros de un mes y terneros menos corpulentos que un conejo. Y en este pueblo vine con intenciones de vender. Es deprimente.

Entré en el hotel. Noté todo muy quieto, pero encontré un sobre con mi nombre y un número de dormitorio en el primer piso. Como no le pusieron cerrojo entré y dejé el bolso en mi dormitorio, un cuchitril de dos por dos con un ropero rengo, un lecho corto y estrecho y por si fuese poco, un espejo roto. Los hongos cubren los muros y el único reflejo viene de un ventiluz. Lo que sucede es que en este pueblo no tengo opción. Es este sucucho o el Hotel Comercio, que me dijeron que es hermoso, pero que cerró recientemente. Muy bien, dejé el bolso en el dormitorio y opté por recorrer un poco el pueblo. Estuve en el centro, pero no lo vi. Después percibí que el centro es justo donde estoy, por lo que en mi recorrido me fui del centro, es decir, me descentré.

Lo que vi no me gustó mucho. Todo sucio, puro desorden. No vi ni un solo vecino que corte el césped; todos los frentes tienen los yuyos crecidos. Los edificios por lo común son grises, pero el gris no es el color de origen, sino que se pusieron grises por el verdín del tiempo y los hongos. En mi recorrido no escuché voces, ni susurros, ni un televisor encendido emitiendo un encuentro de fútbol, lo que me resultó misterioso, siendo un domingo. Me pregunté cómo entretienen estos pueblerinos. Crucé un predio con unos pocos pinos secos, un ceibo y un ombú enorme. En el centro del predio vi unos juegos cubiertos de óxido y rotos, un columpio y un tiovivo con dos pintos sin ojos, sin dientes, sin crines, sin sillín y sin estribos. Pensé que siendo domingo hubiese sido lógico ver los juegos llenos de niños. Un súbito golpe de viento terroso movió los sillines del columpio produciendo un crujido como el grito de un cuervo.

En el extremo oeste del predio vi un kiosco y sentí deseos de beber un refresco. Pero no tuve suerte. El kiosco me recibió con un letrero “Se Vende”. Entonces miré enfrente y vi un cine. Crucé. En un póster con el título Hoy–Doble Estreno–Hoy reconocí el bello rostro de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó y el ojo espión de George Orwell en su distópico filme 1984.  Espié por un hueco entre los vidrios rotos y sucios y sólo vi los restos de lo que en un momento fue, supongo, un lujoso cine. Continué mi recorrido por el pueblo; me metí por un sendero donde un reflejo, un reverbero del sol sobre un líquido espejo, se insinuó como si fuese un río. Me figuré los reflejos de Febo sobre un estero, el recorrido de un riocorrido de un riverrío discurriendo, corriendo, entre flores, ceñido por un grupo de mujeres jóvenes con sus cuerpos esbeltos tendidos sobre el césped, bendecidos por el murmullo del líquido elemento y los destellos benignos del sol.

Quise ver un ser vivo, en fin, en este pueblo dormido, pero no lo vi. El supuesto río resultó ser un depósito de líquidos oleosos, un pozo pestilente, donde vertieron los desechos venenosos de un frigorífico derruido, donde no vi ningún grupo de jóvenes mujeres, ni cuerpos esbeltos ni verde césped ni flores. Lo que vi, como digo, fue un estercolero hediondo, un espejo de inmundos desperdicios hundidos en petróleo que brilló por efecto del reflejo del sol. Y regresé por otro sendero, porque no quise volver por el mismo. Después de todo, tengo que recorrer este pueblo y conocerlo como se debe.

Este pueblo, como todos los pueblos que se respeten, deduje, debe tener un templo digno de conocer. Y sobre todo un domingo; los templos deben hervir de fieles, de presbíteros, de confesores compungidos, fervientemente convencidos de su fe después de cometer sus crímenes horribles o sus leves desvíos de los códigos del Señor (no por leves menos serios, es menester decirlo sin rodeos). Pero después de recorrer medio kilómetro por un sendero tortuoso entre cipreses fúnebres (puesto que di un rodeo por el fondo del cementerio) y querubines tristes cumpliendo el rol de custodios celestes, me encontré en el medio de un potrero lleno de esqueletos de equinos muertos, resecos, sonriéndome con unos dientes de nieve enormes y grotescos. Vi los restos de lo que en un tiempo fueron sus vestidos vistosos; trozos de hueso con pelos de pintos, negros, lobunos y tordillos. Los miles de roedores que pude ver suspendieron el festín y se metieron en sus hoyos. Regresé un poco deprimido. El sol me picó en el cuello y en el lomo. Esto fue por el color negro de mi terno de vendedor. El negro no devuelve el espectro de luz que recibe, sino que lo diluye en el cuerpo que lo sufre. Es un fenómeno simple. Con ese tipo de reflexiones estilo Leopold Bloom me entretuve volviendo por el lúgubre sendero del cementerio. De repente me vi enfrente del templo.

Lo primero que me sorprendió fue el silencio del entorno. Uno supone que en un templo todo el mundo se conduce con sumo respeto y que el silencio debe ser estricto, pero los murmullos, o mejor dicho, los susurros de los fieles con su confesor, los lectores del divino oficio, el tintín de los dineros que el clérigo recoge entre los pocos oferentes siempre remisos o como mínimo reticentes con el óbolo y el diezmo, distribuyendo sonrientes bendiciones y discretos reproches silenciosos; incluso es común oír los dulces sonidos de un coro monofónico, el chisporroteo de los cirios, el roce de los pies con sus dueños que vuelven con el cuerpo de Cristo entre los dientes, sin morderlo, por supuesto, tristes como se debe pero contentos con su redención.  Todo esto uno lo conoce porque lo vivió de niño, pero si no lo vivió lo conoce lo mismo porque se lo dijo un primo o un conocido o, muy posiblemente, porque lo leyó en un libro.

Por eso mismo el silencio espeso que, puedo decirlo con todo derecho y no con pocos motivos, escuché, me heló el pecho. Me detuve en el portón. No hubiese podido moverlo ni un milímetro, por su solidez, es cierto, pero sobre todo por el cerrojo que me lo hubiese impedido. Pero lo mismo lo intenté. Empujé un poco y el portón crujió con un sonido horrible, como si fuese el gemido de un espectro dolorido. Golpeé (yo siempre digo golpié, con I, pero en este sector del cuento, en donde describo un templo, quiero ser respetuoso) y mis golpes fueron devueltos por un eco remoto, indicio evidente de un edificio hueco, sin gente, sin fieles, sin confesores, sin todos esos seres que mi mente supuso por el simple hecho de ver un templo de pueblo en un domingo como este.  Después miré el entorno con detenimiento y noté un crucifijo invertido con un Cristo sin cetro. Lo enderecé, pedí perdón, recé un credo y me persigné. Este hombre no se lo merece, me dije, convencido de lo injusto de su posición. Incluso me dije que yo, que soy vendedor y que no tengo un pelo de creyente, no lo hubiese vendido como lo vendió uno de sus discípulos (Según dijeron los que escribieron el libro: ¡fue él, Señor! ¡Yo no fui!). Decidí irme.

En mi regreso, creyendo ir en dirección del centro y del hotel, terminé enfrente del colegio del pueblo. En el colegio, y no porque fuese domingo, no vi ningún niño ni ningún docente, ni portero ni director ni vicedirector. Como en el templo, en el colegio me encontré con un edificio no solo sin gente sino hueco, como si los discípulos hubiesen sido discípulos en otro siglo. Mi desconcierto fue subiendo, y debo decirlo, mi miedo.

Oí un trote lento que fue creciendo con los minutos. Me figuré un peón que vive en un puesto y siendo domingo, es lógico, me dije, que los peones estuviesen en el pueblo con los suyos y no en el yugo, como pretenden los dueños de los emprendimientos sojeros hijos de Mitre. El trote se hizo lento y por fin se detuvo. Que el señor en quien no creo me fulmine los cimientos si miento: no vi ningún peón, sino que vi un jinete sin rostro sobre el equino de un esqueleto, perdón, sobre el esqueleto de un equino, quise decir, esgrimiendo un hocino entre los huesos de sus dedos. Grité como un demente, pero no oí mi voz, como si estuviese metido dentro de un túnel negro comprimido en un silencio rotundo, oscuro, sólido y sin fondo. El jinete giró, hizo un gesto como despidiéndose de mí con el hocino, emprendió un trote lento y se perdió entre los cipreses del cementerio. En todo mi recorrido no vi ningún vehículo que no estuviese detenido. Pero no solo detenido, quiero decir sin movimiento, sino detenido en el tiempo. Los modelos que vi fueron todos muy viejos. Chevys, efecienes, citroenes, ese tipo de vehículos vetustos. Si bien es cierto que en estos sitios remotos y en estos tiempos, los vecinos no pueden pretender moverse en un vehículo nuevo o un poco menos viejo, esto me resultó sorprendente. Ni bien el sol se puso corrí y me metí en el hotel, después de perderme entre los retorcidos senderos del pueblo.

Toqué el timbre en recepción, pero no me respondieron. Supuse que, siendo domingo, el sereno pudo tener su merecido reposo y que por ese mismo motivo pusieron el sobre con mi nombre y el número de dormitorio sobre el escritorio de recepción que encontré ni bien llegué. No vi otros huéspedes. Ni entonces ni después. “El comedor cerró por este mes, disculpe los inconvenientes”, rezó un letrero muy cortés. Comí un trozo de chorizo seco en mi dormitorio y bebí un poco del vino que llevo siempre en mi triple Z. El televisor, muy, pero muy viejo, no funcionó. El receptor de OL y OC (sin FM) no emitió ningún sonido, sólo crujidos. Sonó un trueno y un refucilo iluminó el sucucho. Lleno de inquietud, pero sin otro remedio que dormirme, me dormí.

Tuve unos sueños horribles de los que sólo conservo recuerdos incoherentes. Lo único que puedo decir es que fueron terribles; un cementerio de equinos, un jinete sin rostro y un monumento ecuestre en el medio de un pueblo cubierto por un velo brumoso.  Este jinete de hierro sobre un potro, imponente, de profusos bigotes y gesto fiero, el jinete, no el equino, incluso dormido, yo, ni el equino ni el jinete, me repugnó.  En el pie del monumento pude leer un texto “El pueblo de Epecuén en repudio del odioso Coronel Pringles, mestizo y del pobre indio perseguidor; de todos los mestizos, el peor”. Despierto me pregunté por qué un monumento en repudio del señor Pringles en vez de que se lo lleve el olvido. Si no fuese por ese monumento que soñé, me dije conmovido por mi reflexión inútil, el mestizo perseguidor de indios, el peor de los mestizos como rezó el texto que soñé leyendo en el pie del monumento, no hubiese existido. Entonces recordé mi viejo concepto de que los sueños suelen servir como el único resurgir posible que tienen ciertos muertos urgidos por decir lo suyo. Es posible que en los sueños, los espectros de los muertos se conecten con el mundo. Incluso pensé que ni bien despierto, destruyendo el sueño, dejo un espectro en el mundo que no tiene regreso. Posiblemente Pringles, el coronel del monumento que se erigió en su repudio, quiso decir que fue un buen mestizo y que no liquidó ni persiguió ningún indio. Pero si esto fue lo que quiso decirme el pobre espectro de Pringles, no lo consiguió, porque en menos de un minuto, lo que demoré en escribir esto, mi sueño se esfumó y lo olvidé por siempre.

El lunes desperté con un profundo dolor de pecho. Temí lo peor y recordé lo del jinete sin rostro esgrimiendo un hocino entre sus dedos esqueléticos. Me quedé tendido en mi lecho y creo que recé, sí, yo, que no creo, creo que recé un Credo. No sé si fue por esto que mi dolor se fue. Sentí deseos de comer. Me mojé el rostro, me peiné y me vestí de vendedor con mi eterno terno gris. Oprimí el timbre en el escritorio de recepción, pero no respondieron. Dejé el importe que vi escrito en un exhibidor: “Cinco Pesos M/N por noche”. Deposité sobre el escritorio un billete desteñido de cinco pesos viejos que siempre tengo conmigo como recuerdo de mi niñez. Me fui del hotel con el objetivo de vender lo que me exigió el gerente, es cierto que sin mucho convencimiento, por lo que vi el domingo. Pero hoy es lunes, me dije, por decir.

Recorrí de nuevo el centro, pero no encontré lo del ferretero, un comercio con el nombre de El tornillo sinfín. En todos los comercios que recorrí vi letreros como “Se Vende”, “Me venden” o “Cómpreme, se lo ruego”. En todos los frentes de los comercios y los edificios comprobé restos de cloruro de sodio, como si fuesen vítreos copos de nieve endurecidos por efecto del tiempo. Lo mismo vi en los troncos de los pinos y los robles muertos y secos, incluso en los cipreses verdes del cementerio. No vi ni un solo perro, ni un solo felino, ni gorriones ni niños ni jóvenes ni viejos, ni hombres ni mujeres.

De pronto escuché un gorgoteo creciente, un gluglú misterioso, como de un torrente que viene rompiendo diques. Por el horizonte me encegueció el brillo de un líquido espumoso y escuché un rugido furioso y tremebundo. Corrí muerto de miedo como si me persiguiese un león y me senté en el tope de un cerro. Ni bien me senté, el pueblo se hundió.

Conmovido por lo que vi me quedé en el tope del cerro sumido en un viscoso torbellino de reflexiones.  En un momento oí como un corno remoto y un rítmico choque de hierro con hierro y unos segundos después divisé el perfil del tren en el horizonte. Descendí del cerro, corrí por un sendero tortuoso y crucé un puente. El tren se detuvo. Subí y me senté en un furgón desierto. En el piso del furgón vi un periódico con un título bien notorio: “Hoy se cumple el primer siglo del hundimiento de Epecuén”.

El tiempo es suizo

Miércoles.

Primer recorrido por Zúrich. informo sobre lo que veo. Mujer en bici recoge del suelo los restos de un gorrión. Mujer enfrente de un ciego bebe en un silencio lleno de rieles. Se detiene un tren del que emerge un enorme contingente de chinos. Lo sigue otro grupo de nipones. Los negocios exclusivos me excluyen. Trenes por doquier como relojes y relojes suizos de precisión. Llueve. Mercedes benz bentley rolls royce.

Leo: Bitte nicht einsteigen. ¿Viste noche Einstein? El Museo de Heidi y de Beethoven tres jóvenes beben beben beer, beer, beer y ríen, ríen, ríen. Pregunto por un monumento y me responden mí no comprende ninglish nispoñol. Me pierdo no entiendo y cruzo por donde no debo. Desde todos los sectores vienen todo tipo de vehículos y velocípedos. Por poco me embiste un enorme furgón rojo (que distribuye el correo).

Dos porteños riñen con un cordobés. Creen que no los oyen. Yo los oigo y les guiño un ojo. Recibo un sonoro insulto por entrometerme en cuestiones que no me competen. Sigo, pero en otro rumbo. Como si estuviese en otro mundo. No escucho ni un solo perro. No veo felinos. Pienso en los míos. Lloro, pero en un minuto me recupero. Me siento un momento porque me duelen los pies. El cielo sigue cubierto. Viene un tren. Se detiene.  Sube gente. Desciende gente. El tren sigue. Otro tren viene se detiene desciende gente y sube gente. El tren sigue su recorrido y en menos de diez segundos otro tren se detiene. Kollbrunn Rikon Winterthur Pfungen, misteriosos destinos del tren. Werdhölzli. Destinos inconcebibles. Negros chinos rusos serbios griegos porteños y cordobeses o mendocinos proveyendo servicios menudos. Todos queriendo volver. Pero no pudiendo, supongo. Inmersos en el torbellino suizo.

Tres luces verdes en perfecto sincronismo me permiten el cruce en Wilhemsweg sin correr riesgos. Corro. Crucé ileso. De todos modos, corro y me refugio en un cobertizo. Llueve mucho. El tiempo empeoró en los últimos diez minutos. Se me murió el teléfono y entonces debo conseguir urgente con qué escribir porque si no escribo me muero. Entro en diez negocios y ninguno tiene ni bic ni bloc y lo que me ofrecen es terriblemente costoso. Ninguno menos de dieciocho FCH o dieciséis euros. Pero, urgido como estoy, lo compro. El dinero que tiré me deprime, pero lo tomo como inversión y me conformo. Me miento, me miento y no dejo de mentirme. Un escritor sincero, dijo (¿quién lo dijo?) un inglés (¿pero qué inglés?) solo puede escribir estupideces. Y yo de sincero tengo muy poco, lo reconozco.

Entro en un super. Recorro los distintos puestos. El repollo, lo primero que veo, tiene un precio ridículo, y no por lo económico. Debe ser un error. Pregunto y el dependiente me responde que el precio que veo es lo que veo. Desconfío del inglés de todo verdulero. incluso de los verduleros suizos. El puerro, otro despropósito. Recorro el sector de productos del frigorífico: pollos esqueléticos en veinticinco euros el medio kilo. En un exhibidor de vidrios gruesos, como si fuese un tesoro, veo un «T-Bone» de toro viejo por veintinueve euros el medio kilo. No son relojes, jefe, son bifes, dije entre dientes, pero sorprendido escuché: «Viejo imbécil, metete en lo tuyo, huevón». El dueño resultó ser un chileno con tres dientes, morocho y feo como un susto de noche. Pretendí no oírlo por no meterme en un incidente con un vecino. Los precios de los peces frescos, prohibitivos. Me pregunto cómo viven los suizos con estos precios.

Entro en un negocio de libros, pretendiendo ver libros en inglés, que es lo único que entiendo un poco. El vendedor me dice que solo venden libros jurídicos, leyes, decretos, derecho, etc, etc.  Sigo unos metros y me sorprende un nombre: Bruni. Un bruñido bronce opus de Bruno Bruni. Es difícil de describir, pero lo intento porque lo que hizo este escultor merece el esfuerzo de un escritor.

Seré sintético:

Mujer sin vestido.

Hombre como suspendido de un hilo invisible que pendiese del cielo. Sin pies, ni fémures, es decir sin miembros inferiores. ¿Pero, cómo demonio se sostiene? El hombre con piloto y con sombrero, los rostros de los dos ocultos en los huecos de sus respectivos hombros. Los dedos de él le recorren, inmóviles, el dorso y los glúteos desnudos. Los dedos femeninos se duermen sobre sus propios codos, envolviendo el cuello robusto del hombre misterioso, semiocultos por su sombrero, hombre del que evidentemente se despide.

Un discreto letrero dice: Bruno Bruni. Liebe ohne Fübe (Free delivery worldwide. Preice inklusive lieferong Weltweit) por lo que intuyo, incluye flete, pero el Preice no lo veo.

 Los suizos son discretos en todo lo que tiene que ver con el dinero, suyo o del prójimo. Su prestigio y buen vivir dependen de ello. Zorros, los suizos. Precisos y prolijos, pero zorros como ellos solos. Siempre estuvieron en el medio de todos los entreveros del continente, venden relojes y bizcochos, pero son ricos como reyes. ¿No tienen ejército, o me equivoco? Bueno, no lo sé. El cliente puede preferir que el Fisco ignore el Preice. Inodoro depósito económico del mundo, incoloro e insípido.

¿Dije lo del templo? Un grupo de chinos se reúne enfrente de un templo; el líder les dirige un discurso enérgico, pleno de gestos ostentosos. El tono es severo, como el lunes de un jefe, como el domingo de un confesor. Los chinos le responden con un silencio riguroso no exento de respeto y sumisión. Por los gestos y los sonidos intento discernir el contenido del discurso, como ejercicio de comprensión, pero me rindo. En un momento los chinos ríen en coro, pero el líder sigue con su exhorto muy orondo, si bien un incipiente rubor le cubre el rostro. Por lo que veo, el líder no es chino, pues tiene el pelo corto y rubio y los ojos celestes. De donde deduzco, pienso, creo, supongo, intuyo, reflexiono, que el pobre tipo cometió un error grosero que produjo un efecto cómico.

¿Cómo pueden ver los chinos que ríen? Es un misterio, como el mismo léxico chino con esos jeroglíficos incomprensibles. Los chinos siguen riendo como locos, tosen y escupen en el piso, divertidísimos. Sus mujeres ríen en completo silencio. Entonces yo, de repente y sin ningún motivo, rio con ellos como loco, toso y escupo. Los chinos, sorprendidos por mi intervención en su jolgorio inconcebible, pusieron sus ojos fruncidos sobre mí, unidos en un sólido silencio. Con un medio giro me retiré. Pero me fui conforme conmigo mismo, porque con mi ridículo reír, terminé con el ridículo del pobre líder quien, recompuesto del sofocón, siguió con su rol. Es increíble cómo escupen los chinos.

Jueves.

En vez de recorrer los «must» de Zúrich, como el códice del turismo lo requiere, me decidí por un extenso crucero por el líquido espejo en torno del que fue creciendo lo que constituye el lujoso orgullo de los súbditos de este rincón del minúsculo territorio (dicho esto sin menosprecio) suizo, que reciben el curioso gentilicio inclusivo de zuriqueses, del que no tengo registro y por ende considero curioso.

En beneficio de mi escueto presupuesto, opté por un tour intermedio, ni muy extenso ni muy corto porque no quise ser mezquino con mi tiempo, por ese odioso sonsonete de los ingleses de que el tiempo es oro, ni cruelmente generoso con mi dinero, siguiendo el mismo precepto, que no por ser odioso es menos inteligente. En fin, hizo un tiempo delicioso, no sopló ni un poco de viento y el sol brilló como un Perú de oro puro. Como el oro puro que en un tiempo tuvo el Perú. No tomé fotos ni selfis, porque un inflexible prurito me lo impide, un estúpido prejuicio que no puedo resolver me impide que tome fotos. De modo que me contento, ¿me contento?, mejor dicho, me conformo con el recuerdo de esos bosques, esos sólidos bloques de verdes pinos, robles rojizos y cedros cobrizos que en unos pocos meses confundiré con otros bosques y otros picos en un hipotético edén indefinido.

Me siento en un sillón exterior pues quiero sentir el leve soplo que produce el ferry en movimiento; cierro los ojos, respiro hondo e incorporo los olores silvestres del entorno. Un sol tibio me cubre el rostro. Experimento un profundo sosiego. Pero, oh, de repente dos niños vienen corriendo y embisten con los suyos mis pies extendidos. Se produce un incidente con sus tutores, tíos o lo que fuesen, quienes me instruyen sobre el debido límite de extensión de los miembros inferiores en buques como este, como lo prescribe el edicto bien visible en todos los sectores del ferry. Por mi desconocimiento del léxico de Goethe, me disculpé en inglés y di por concluido el incidente. Los niños se despidieron de mí con mocos, ojos llorosos y dos dedos medios extendidos como signo de repudio por mi pésimo desempeño cívico.

El resto del recorrido se convirtió en un tormento porque un súbito retorcijón de los intestinos me tuvo recluido en un toilette estrecho como un ropero y por si fuese poco, sin un mísero rollo de higienol. En un tiempo que se me hizo eterno, el buque terminó su recorrido, descendí descompuesto, tomé un bus y me refugié de nuevo en el hotel.

Viernes

Tengo previsto conocer el zoo. Es otro de mis muchos conflictos internos. Como corresponde detesto los zoológicos. Dicho esto, debo decir que desde pequeño no he visto ni un león en vivo, ni un bicho con probóscide, ni un oso hormiguero, ni un bisonte, ni mucho menos un tigre. Y quise verlos, y me di el gusto de ir. Pero no tuve suerte porque un letrero me indicó que por excepción (Befreiung geschlossen, según google) hoy viernes el zoológico cerró.

Sigo con mi recorrido por el centro de Zúrich; hoy llueve de nuevo y viene un viento frío desde el norte. Después de todo es lógico en otoño. Entro en un pub que tiene el nombre del mítico velero perseguidor de Moby Dick. Pido un té con limón y el mozo me corrige, molesto: Tee mit Zitrone! Sí, respondí, yo tuve mi citroën, pero el tipo no entendió el chiste. Quince euros por un té roñoso es un robo. Me siento en un cómodo sillón con el firme propósito de seguir escribiendo mi informe sobre Zúrich.

Tengo el bloc que compré el miércoles y mi bic. Bloc y bic, oh, Mody Bic. Sonrío como el bobo cómplice de mi mismo yo, que soy yo. Humor gris.

 Bebo un sorbo de té suizo, oneroso e insulso como pocos, con limón. Mi informe fluye. Consigno sentimientos, expreso deseos ocultos, describo visiones con cierto estilo poético, intento eludir términos repetidos en los reportes turísticos de los periódicos domingueros porque después de todo, me digo, soy un escritor. De fondo escucho un rock de los pericos, increíble. Miro de reojo y veo que un niño viene en mi dirección. Oh, oh. Otro niño, peligro, pienso. Pero es un niño hermoso que se detiene en frente de mi sillón y me sonríe. Le sonrío. Muevo los lóbulos, primero el derecho, luego el izquierdo, y después los dos juntos. Lo mismo de siempre. No sé qué tengo que los niños no me temen. Le ofrezco mi bloc y le extiendo mi bic. Bloc y bic en poder del niño. El niño escribe en el bloc y yo se lo festejo. Muy bien, le digo. Sigue, sigue, insisto, go on, go on, en iberico y en inglés, pero el niño debe tener como mucho veinte meses y no entiende ni lo uno ni lo otro. Sus progenitores me sonríen y yo les devuelvo el gesto con un guiño cómplice, pero en un descuido el hermoso niño, sigue con sus jeroglíficos sobre un sillón de cuero sobre el que dispuse el bloc. Oh, oh, digo, y con un dedo humedecido intento lo imposible,  desescribir lo  escrito, pues mi bic resultó ser de un negro indeleble.  El mozo, Tee mit Zitron, resentido por mi desconocimiento del léxico de Goethe y creyéndome de México, ve desde su puesto lo hecho por el niño sobre el sillón de cuero de su Señor el Dueño. El tipo se me vino furioso como si el niño hubiese escrito sobre el cuero de él.

 Con un gesto descortés me exige (Ich fordere Sie!) que le explique el motivo (Motiv) por el que permití que el niño escribiese sobre un sillón de cuero costoso (teuer Leder) como ese.

– En mi opinión -le respondí en inglés- es un simple sillón, común y corriente.

Los progenitores del niño hicieron silencio y se pusieron serios y un viento frío corrió de pronto por el pub. ¡Temieron ser reprendidos por un mozo! Los clientes de un pub suizo temen ser reprendidos por un mozo. Inconcebible. El orden suizo tiene sobre los espíritus suizos un efecto oprobioso, fulmíneo, deletéreo, me dije.

El hermoso niño, percibiendo el peligro, empezó unos pucheros que bien pronto se convirtieron en un sollozo y un segundo después en un concierto de gritos, toses y convulsiones de poseído. Me sentí terriblemente compungido. En el interín, el mozo se fue y regresó con un ticket de cien euros por el deterioro del sillón que provocó el mocoso convulsivo con el negro indeleble de mi bic excediendo, en un descuido, los límites precisos de mi bloc.

Debo decir que si bien no soy xenófobo, incluso tengo un compinche chileno, creí ver en el mozo el rostro típico del checo o el ruso. Furioso, le respondí que de donde yo vengo, con cien euros, me compro cinco sillones, porque consulté urgente en google y grité:

Fünf Sessel! Fünf Sessel!

Representé el número fünf con los cinco dedos izquierdos, y, como no soy zurdo, hice un montoncito con los cinco derechos como diciendo «¿me entendiste, infeliz?» Pero el mozo checosuizo o rusocheco o suizorruso no quiso entender mi silogismo y el incidente se descontroló. El pub, repleto de gente, se convirtió en un hervidero. Qué bochorno.

Rumores de todo tipo corrieron como un reguero de TNT. Se produjo un revuelo y vino el supervisor del pub que se comunicó con el gerente quien pidió que interviniese el cuerpo de Schweizer Polizei.

En diez segundos vino un móvil del que descendieron cinco Schweizer Polizei. Un teniente robusto, de cortísimo pelo rubio y ojos celestes, recio pero cortés, me interrogó in extenso, queriendo conocer sobre todo los motivos por los que estoy en territorio suizo. Respondí que vine por turismo y que me voy el domingo. Me exigió el dni, escribió un extenso reporte y me ordenó que lo firme. Me puse firme y con voz firme le dije que no puede exigirme que firme lo que no entiendo. Insistió: Unterschcreiben! Insití con un firme Nein Herr Offizier!

Un grupo de clientes se reunió en derredor y uno de ellos dijo comprender mi posición de querer ser gentil con un niño ofreciéndole mi bic y mi bloc como medio de expresión, incluso si por un descuido, el niño terminó escribiendo jeroglíficos indelebles sobre un sillón de dudoso cuero (unsicher Leder). Los otros, conmovidos por mi gesto inocente, reunieron el dinero y el incidente con el mozo terminó.

Me fui del pub con los nervios deshechos. Cruzo en un trote torpe por donde no debo. El flujo de vehículos se detiene de golpe. Recibo todo tipo de insultos que no entiendo sin bien los gestos y los signos con los dedos que me dirigen son poco menos que evidentes.

Sucede que me confunden los rieles, los velocípedos y los letreros. S18 Esslingen (¿dónde?) Sie Wieder Zu Begrussen (¿qué?).  Veo un obrero de hinojos con un pucho entre los dedos y los ojos tristes. Debe se turco, checo, porteño o cordobés. De todos los obreros grises y tristes que vi, ninguno como este obrero gris y triste; el humo le cubre el rostro con un velo.

Credit Suisse – Mo Fr 09.00 – 17.00 (Joli boulot!)

Porsche 911 negro 98.123 euros único dueño (Erster Besitzer). Me pregunto si Erster es Esther en este léxico del demonio, en ese supuesto Besitzer debe ser el del esposo. Me detengo en el frente de un negocio donde veo un pintor inmerso en su dibujo, oculto por tres lienzos unidos con clips. Quiero decir, el oculto es el dibujo, no el pintor. Si este último estuviese oculto, no lo hubiese visto. Pero él si me vio, y me pidió que entre. Entré. Le di mi opinión sobre sus lienzos. Le expresé mi visión sobre lo pictórico y los pintores, los embrollos coloridos, los simples círculos, los cuerpos informes, esos insulsos bosquejos con cien tonos de grises, entre negro profundo y níveo puro; en fin, todos esos objetos suyos exhibidos con orgullo comprensible, no me producen sino tedio. El tipo me miró sorprendido por mi discurso, pero en vez de detenerme, continué con mi reflexión. Le dije que los pintores por lo común se visten de pintores, se ponen lentes de pintor, y reproducen el mismo objeto cientos de miles de veces. Y esto porque desconocen el mundo concreto. Porque siguen métodos que les exige el público y tienen que vender.

El hombre quiso intervenir, perplejo por mi tesis, pero no se lo permití. Ustedes, le dije, creen que el espíritu de un limón es un borrón de oro difuso. Pues le informo que no. De ningún modo. El espíritu de un limón es el estremecimiento que sentimos de solo intuirlo. Píntelo, si puede. Y luego veremos qué género de pintor es. El hombre no disimuló el incordio que le produjo mi discurso e insistió con decir lo suyo.  Pero de nuevo se lo impedí.

Y como no pueden comprender el espíritu de un limón o de un fresno o de un roble, se cubren con los vestidos rotosos del cubismo, del puntillismo, del modernismo, y todo ese tipo de estupideces. Eso, mi querido señor, es esnobismo. Y lo mismo que le digo de lo pictórico puedo decírselo de lo poético. El truco es el mismo, Con los músicos es distinto, pero con bemoles. Los peores son los escritores, después de los filósofos y los médicos.

El pintor interrumpido por mí me empujó y me pidió que me retire. Me fui, pero me di el gusto de decirle todo lo que no pienso y que leí en el libro de Gombrowicz.

Sigo mi recorrido. Un hombre joven con un niño de unos dieciocho meses. El hombre se desentiende un segundo y el niño emprende el cruce solo. Pego un grito: No! (en inglés). El hombre reconoce mi gesto, pero dice que no es menester. Me dice que en su momento lo entrenó y que el pequeño reconoce los riesgos de vivir. Coincidiendo, sonreímos.

Oigo los típicos tonos del porteño. Son dos y me preceden. Los sigo porque soy curioso y necesito oír. Hoy escribo lo que oigo y lo que veo (incluso lo que no pienso). Todo me viene bien. El supuesto conocedor discurre sobre el Imperio (supongo que el inglés) y su destrucción del pueblo indio y sus vecinos del Tibet. Dice con soberbio conocimiento superfluo que en el siglo diecisiete los chinos y los ingleses se unieron en no sé qué excursión por el negocio monstruoso del opio, «tenés que leer el libro de De Quincey», sugirió el porteño uno muy suelto de cuerpo; «lo leí» le respondió el porteño dos, no queriendo ser menos. «¿Lo leíste todo o leíste lo que Borges dice del libro?» retrucó porteño uno, como si estuviesen en un boliche de Corrientes y Pueyrredón. «Por supuesto, me olvidé que el único que lee en este mundo cruel es el señor». Dos criollos discutiendo en Zúrich y un testigo que los sigue. Como conozco el libreto dejé de seguirlos y regresé por donde vine. Subo por Sufeld Str. Un cine promueve un film: Wer ist Schuld? Es el próximo jueves. Por suerte no estoy.

Mujer. Bello conjunto de rostro y cuerpo (¿diez lustros?), pelo rubio y ojos verdes que no ven mis trece lustros. Después de lustros de ser invisible uno pierde lustre y se vuelve insensible. Supongo que es lógico, reflexiono, y decido no deprimirme, porque por lo menos puedo decir que he vivido. ¿Es cierto? En cierto modo, sí. No todo lo que me propuse, concedo, posiblemente un mil por ciento. Eso es mucho. Hoy estoy vivo, y eso es mucho decir.

Porsche 911 negro; el conductor sube el volumen de un rock violento. Feldegg y Dufour Str. Me detengo; por su bello entorno recomiendo este sitio. Edificios solemnes. Frentes sobrios. Otoño chopos y robles, con fresnos de verde y oro. El oro que es producto de un territorio neutro, que recibió tesoros de pueblos perseguidos y de sus crueles perseguidores, sin un mínimo pudor. Impolutos poseedores de los secretos del mundo. Escribo de pie y observo el flujo de vehículos. Corren en uno y otro sentido, como lentos suspiros silenciosos. En el cruce se detienen, ceden o prosiguen, despidiéndose del otro con un guiño respetuoso. Un niño en su cochecito conducido por sus nonos, el niño ríe, los nonos chochos. De repente llueven cientos de copos de oro, un golpe de viento meció los techos de roble que me cubren. Sigo escribiendo de pie. Porque es curoso no oír el vuelo de los copos que se desprenden, que descienden, de los robles, de los fresnos, de los tilos. Sosiego. Sigo. BMW gris plomo. Leve viento del este. No llueve, si bien de pronto se puso fresco. Tengo que comer. Busco un restó donde en lo posible no me encuentre con niños.

 Clinc, clinc, clinc. Clinques de vidrios con retorno. Mujer con niño en cochecito (encore!) mete recipientes de vidrio en un contenedor verde. El niño ríe. Fin del clinc y retiro de mujer con niño en cochecito. Silencio. Fresco gluglú desde un esbelto bebedero de cemento con pico de bronce bruñido que me sugiere beber. Llevo kilómetros recorridos, y como tengo sed, pues bebo. Vuelven los cliques. Mujer con el pelo revuelto, zoquetes deformes, vestido rojo y jersey negro, vierte (desconcierto, en qué contenedor meter los porrones, dónde verter los límites del vino) por fin en el contenedor verde tres porrones de pilsen y dos recipientes que debieron ofrecerle por lo visto, un vino muy triste. Deprimente. Me voy.

Oigo otro glugú; este es un curso que corre obediente entre dos pequeños muros de concreto. Murmullo líquido y gentil, pródigo en remolinos, sonoro y nítido, típico susurro mendocino.  No puedo menos que detenerme, lo oigo, lo miro, lo retengo y lo escribo con el inútil propósito de no perderlo. Tengo que seguir. Prosigo.

El único modo que conozco de describir lo indescriptible consiste en describirlo como uno puede, con los medios que tiene. Doy con un edificio en medio de un vergel, un edén digno de un príncipe o de un rey. Supongo que es un museo, pero no quiero perder tiempo en lo que ignoro no entro. Me siento en un cómodo sillón y me vence un profundo sopor. Sueño con reinos y con reyes, oigo los gritos de príncipes pequeños y dormido me figuro sus correteos por el edén. Los chillidos crecen, siento un dedo sobre mi hombro, despierto y veo un custodio que me reprende con un gesto severo. No entiendo qué quiere, por supuesto, pero en un momento escucho que me dice con nitidez: ROGER FEDERER. Me quedo mudo. Duro y gélido como un trozo de hielo. Un sudor frío me corrió por el cuello, descendió por el dorso y rodó por los glúteos. ¡Roger Federer! rugió el custodio, furioso por mi intrusión en los dominios de su jefe. ¡¿Cómo demonios pude meterme en lo de Federer?!  Busqué un recurso heroico y repliqué:

– ¡Mi, Messi! ¡Perdón! ¡Mi, fútbol! ¡No tenis! -y por los nervios invertí- Verry sory! Excuse you!

Un bochorno. Me fui en un segundo por no tener otro incidente con un Schweizer Polizei.

Benützungsvorschriffen. O, Lord. Too much. Un collie gris y mudo corriendo un estúpido freesby.

En este punto de mi informe sobre Zúrich quiero detenerme y describir, si puedo, lo que veo. Es cierto que describir lo que veo es inútil porque hoy con google no existen los misterios y uno puede conocer el mundo sin moverse del sillón. De modo que intento describir lo que google con su ojo omnipotente (Down with big brother!) hoy, en este rincón donde me encuentro, no ve.

Veo, veo.

¿Qué ves?

Veo lo que oigo y lo que huelo.

*En el sur los montes cubiertos de nieve, grises y rojizos.

*En el poniente el sol sobre el líquido espejo en torno del que Zúrich se extiende.

*Sobre el líquido espejo que oigo y huelo, veo unos veleros quietos y botes con motores veloces y mudos.

*Veo un hombre que lee.

*Huelo el césped brilloso de rocío.

* Percibo los temblores del trébol.

*Oigo trinos y supongo que son mirlos.

*Veo un ferry que vuelve de excursión.

*Veo los surcos discontinuos que los jets describen en el cielo con sus cruces.

*Veo un desfile de cisnes con cuellos verdinegros.

*Veo un esbelto corredor que miró su preciso reloj de precisión en un segundo suizo.

*Oigo el choque continuo del líquido elemento con el muelle.

Sobre el muelle un hombre, un bebé y un biberón.

Sonó un trueno y el eco retumbó estruendoso entre los montes. Un refucilo seco. El cielo se cubrió, sopló viento del norte. Los veleros y los botes emprenden el regreso.

Este reporte inútil, como el erotismo estéril de los viejos, debe en este momento concluir.

Este escritor ignoto y pretensioso tiene que volver.

Tomo un tren y en veinte minutos estoy de regreso en el hotel.

FIN

Informe Económico del Tesorero

(Según lo registró en su cerebro Z, uno de los miembros del Consejo)

Conforme lo pedido por el Consejo Directivo, cúmpleme describir de modo sucinto el terrible momento que vivimos y que coincide con lo que vive nuestro Pueblo. En principio debo reconocer que el pronóstico que hicimos en un primer momento no resultó muy preciso y poco tiene que ver con este presente de hoy. Pero eso es lo que sucede con los pronósticos, pueden o no ser verosímiles o convertirse en disquisiciones inverosímiles.

El Ejercicio 2018, como lo expuse en el documento correspondiente enfrente de los dirigentes de todos los clubes de nuestro territorio, terminó con un sólido beneficio en efectivo que mereció un festejo bullicioso de los miembros de este Consejo y elogios conmovedores de quienes concurrieron como veedores en nombre de sus clubes, clubes enormes, clubes sólidos, clubes chicos, clubes menos chicos y clubes muchísimo menos chicos. Es cierto que por entonces todos creímos en un futuro venturoso y nos enceguecimos un poco por el brillo de los números.

Felices y contentos decidimos, sin un solo voto opositor, constituir un feceí en un FinTech. El nombre de este instrumento, si bien muy conocido por quienes vivimos en el mundo de los negocios y nos movemos como peces en el río dentro del mundillo económico, resonó con un eco incomprensible en los oídos de los veedores de los clubes pequeños y muy pequeños y por ende menos duchos en el léxico de lo FinTech quienes creyeron oír los Sin Techo. Recuerdo que todos nos reímos mucho con el desliz que bien pudo ser un signo de los tiempos futuros, un intuitivo signo del porvenir ruinoso que por fin llegó.

Bien, pero el hecho es que entonces resolvimos de pleno consenso, constituir el susodicho feceí o mejor dicho FCI o incluso, mucho mejor dicho, Fondo Común de Inversión, por unos 2,6 millones de pesos, grosso modo.

Después de concluido el evento en el que presenté el Presupuesto 2019 bebimos vino tinto del bueno, fernet, whisky Ye Monks, sin hielo of course, gin inglés y comimos unos deliciosos entremeses que nos obsequió Di Iorio. No sé si tienen presente que el presidente pronunció un discurso muy emotivo. Un poco por el efecto etílico y otro poco por un sentimiento genuino, hubo quien se conmovió y se sopló los mocos. Es cierto que hubo bostezos, pero el discurso, si bien no lo recuerdo estuvo muy bien.

En ese contexto positivo hicimos muchos proyectos. Nos propusimos demoler el presente reducto y construir en diez meses un edificio de diez pisos, por poco no lo demolimos en serio ese mismo enero, pero tuvimos un segundo de lucidez y nos dimos un poco de tiempo, como dicen hoy los novios inseguros. Recuerdo muy bien que nos reunimos diez veces y discutimos sobre el número de pisos, el sitio donde poner el quincho, el rincón de los referís (o réferis o referees o referises, los oscuros Cuervos de Tincho); y en uno de esos encuentros discutimos feo. Hicimos un bosquejo del hipotético rincón de los Presidentes Históricos. De pronto, no recuerdo por qué, el horrible rostro de Z se deformó, el del entonces presidente se desfiguró, el de PP se enrojeció. El mundo del rugby tembló temiendo lo peor, pero todo se solucionó en pocos minutos. Porque somos Gente de Rugby, es decir Gente de Bien, lo que se dice Gente Como Uno y entre bueyes no se embisten con cuernos, etc. Y reímos como buenos compinches y seguimos con los proyectos.

Es cierto que somos prudentes con el dinero de otros y que sobre todo somos un grupo de tipos honestos. No seremos genios, pero como mínimo somos inteligentes. No he oído que los clubes se quejen por nuestro modo de conducir los bienes de todos. Nos creen y con eso es suficiente. De todos modos, esto del feceí me produce un enorme tormento que necesito resolver y por eso se los cuento. Es un intríngulis complejo. Pero veremos cómo se los puedo decir.

Todo empezó el domingo 11. Si quieren pueden leer mi escrito que se publicó en El Económico, un suplemento del vespertino El Orden, de Coronel Pringles, con el título Domingo Devoto. En ese escrito sinteticé lo que entendí como un peligro inminente: el posible boom de los bonos y los títulos públicos en pesos y en billetes verdes convertidos en mero insumo celulósico. En dicho texto intuí y expresé mi temor por un posible defól como el de dos mil uno. Los críticos económicos me dijeron de todo, micronecio, necio y polinecio, estúpido, incompetente, y cientos de epítetos irreproducibles. ¿Pero qué tiene que ver esto con el Consejo Directivo? Tiene que ver, tiene que ver. Esperen un poco.

Como les dije, en su momento constituimos un feceí. Muy bien, ese feceí hoy, no existe. ¿Cómo que no existe? deben decirse ustedes, ¿qué le sucedió?, ¿quién se lo robó? Un momento señores, no mencionemos el término robo; les explico: estuve con el gerente del Fondo, del feceí, porque quise ver el importe de nuestro fondo desde mi PC y no pude; el sitio web del feceí es invisible. El gerente se mostró confundido y me explicó muy poco y de modo confuso. Me dijo que entendiese su posición y yo le pedí lo mismo. En ese ir y venir consumimos diez minutos, él con sus dichos incoherentes y yo con mi coherente desconcierto. El eje del FCI es el precio inexistente del título en sí, no sé si se entiende. Lo mismo sucede con los otros títulos en pesos, como el nuestro, Letes, Letis, Botes, Bofes y PeDos. Sí, oyeron bien, botes, bofes y pedos, eso es lo que hoy son nuestros títulos, un chiste de humor negro. Eso me dijo el gerente. Primero me quedé tieso, mudo, frío. Lo miré fijo y pensé en ponerle un revólver entre los ojos, pero reculé por temor de verme en un presidio por defender los porotos de todos. Les recuerdo, por si fuese menester, que me ocupo de esto por gusto, y que no cobro ni un peso. El gerente me pidió instrucciones y yo le exigí que urgentemente me los liquide y nos dé el efectivo.

Después de unos minutos el gerente se comunicó conmigo. Me pidió que no me enoje y entonces temblé de terror y sudé como un niño con fiebre. En un tono culposo me explicó que el monto y lo intereses, todo junto, es de 2,6 millones y yo le dije ¿cómo, gerente, después de doce meses de interés, tenemos el mismo monto que pusimos? ¿Y el prodigio de inversión que me prometió? Y el tipo me dijo, muy fresco, que qué quiere, con este despelote que vivimos por lo menos el Consejo Directivo recobró lo que puso. Figúrense el crujir de mis dientes. Le dije de todo, pero el tipo me cortó.

Hoy tenemos lo que pusimos, no perdimos mucho, o, mejor dicho, con los intereses que no obtuvimos conseguimos un recupero del monto que hubiésemos tenido que perder si lo que sucedió no hubiese sucedido. Y lo bueno es que después de todos estos despelotes, seguimos teniendo fe en nosotros.

Nos reunimos en lo de Lirio

El viernes último nos reunimos en lo de Lirio (D) los viejos compinches que en diferentes tiempos tuvimos un empleo en el productor de refrescos felices. Quienes conocimos BBR somos los viejos del grupo. No pondré nombres por cuestiones de decoro y porque, de todos modos, los que estuvimos en lo de Lirio nos conocemos todos muy bien y nos reconoceremos sin inconvenientes. Por ejemplo, yo, el que escribe soy Z, el escritor desconocido, el técnico sin título que sobrevivió en tiempos difíciles ejerciendo el equilibrio riesgoso de un detodismo trilingüe; y me pongo primero porque llegué primero nueve menos cinco en punto. El segundo fue, ¿quién fue?, creo que fue JR con su reciente mujer. Increíblemente joven y visiblemente feliz, JR demostró que se puede vivir y morir y revivir dos o tres veces. Luego vino JP, sonriente y efusivo como de costumbre. En esos primeros minutos no pudimos menos que sorprendernos con el hermoso loft de Lirio (D, en lo sucesivo) y su mujer (S). Vimos con deleite los muebles que D consiguió por dos pesos y reconstruyó con soberbio gusto. Un escritorio Imperio de puro roble europeo, un sillón club de cuero verde como esos que se ven en los filmes de detectives ingleses que consumen whisky y puros como único método de reflexión. El único mueble que compré, nos dijo D, es ese sillón en S, que fue elegido por S. Ese revuelto de Eses nos resultó un poco confuso y nos reímos. Lirio (de vez en vez, por cuestiones de estilo, le diré Lirio, D.Lirio o en un momento donde resulte imprescindible, el sencillo recurso del chiste poco ingenioso: delirio). Uno de los objetos sorprendentes que nos mostró D fue un velocípedo con motor de explosión reconstruido desde cero junto con su hijo J. Otro fenómeno: un enorme círculo de hierro negro con veinte focos pendiendo del techo por medio de grilletes, todo con un peso de trescientos veinte kilos. Nos mostró un bello ropero de roble que negoció por un portón vencido y lleno de óxido, un sillón con recline que trocó por un sifón, fotos de molinos de viento, de los leones en el circo de Cibeles, del monumento del Quijote que tomó en su primer recorrido por el continente europeo junto con su mujer S. Me impresionó un enorme y filosísimo cuchillo de Toledo, un utensilio digno de un torero. Se me representó el brilloso lomo de un toro, el estilete hundido en el cogote enrojecido, etc, y por un momento perdí el hilo. Fue entonces, creo, que llegó JM, el joven eterno, que según dicen negoció con el mismo Belcebú vendiéndole en buen precio su espíritu por un siglo y medio de juventud. Yo no lo creo, como no creo en brujos ni en ovnis, pero que existen, existen. De no creer.

JM (no confundir con JR, ni con los futuros JP y J, el esposo de V) comenzó un nuevo tour del loft de Lirio y expresó su gusto por todo lo que vio. JP nos contó que su hijo E (un genio) se recibe de médico en veinte meses y nos pusimos todos muy contentos, en serio, porque JP es como los niños, es uno de esos tipos que no envejecen y por si fuese poco lo merece todo (jeje). Nos servimos unos fernets con hielo, como copetín. Entonces, resumiendo: nueve y diez; presentes, los dueños del loft D y S, un servidor, JR (el Viejoven) y su mujer y JM el Joven Eterno. Sonó el timbre y VW (no confundir con el logo de un conocido vehículo), un nuevo miembro del sexo femenino del gremio de los psicólogos, entró en el domicilio de Lirio sonriendo y exhibiendo un infeccioso buen humor. Hubo besos y gritos felices de felices reencuentros. Los huéspedes nos constituimos en pequeños corrillos y respondimos cuestiones sobre nuestros respectivos micromundos. Reímos y oímos informes. Conté de nuevo mis viejos cuentos del Chevy y el crique roto, Por lo visto todos seguimos bien. Seguimos bebiendo, de todo un poco: vino, fernet, quilmes, jugo y todo eso que uno bebe en este tipo de reencuentros con los viejos compinches. Qué lindo verse de nuevo. Es cierto, nos dijimos diez veces, sin mentir. Pues entre nosotros no es preciso mentir. Si bien es cierto que mentir es vivir y vivir es mentir, si no mucho, por lo menos un poco. Uno no puede ir y venir por el mundo diciendo lo que siente. No es correcto, no es político; no es bueno, y no sé si es útil. Después de todo, si somos clementemente mentirosos es posible que el Señor de los cielos nos perdone.

GI, el Chiqui, el Coyote hipercinético que viene como un ciclón, llegó con lo justo, pero llegó, después de cumplir con un enorme número de compromisos técnicos y los de todo progenitor que enumeró como pretexto. Lo vi enorme, pero con el rostro sonriente de un niño que viene del colegio. Me contó lo últimos sucesos en su puesto y revivimos épicos tendidos de redes cuyo dibujo preciso no entregué (según él) pero que sí entregué (según yo).

 Nueve y veinte llegó V(MF) con su esposo J. V y J viven en Leoben o en Liezen, no recuerdo bien, no lejos de Gmundem o de Innsbruck (es decir, nombres muy difíciles de retener en mi pobre cerebro, por lo que me excuso con ellos). Lo cierto es que V(MF) propuso que nos reuniésemos y D ofreció su domicilio. El pueblito donde viven tiene el estilo de El Bolsón, es pequeño y bello, con montes enormes en derredor y ríos torrentosos. Todo es muy bucólico y frío, como los vieneses, que son respetuosos de todo lo que luce europeo, de todo ser rubio de ojos celestes sin signos visibles de ser un menesteroso o un fugitivo recién venido del continente negro. Todo muy lindo, pero no es el Edén, dijeron V y J; nosotros preferimos esto, este suelo que es el nuestro. Preferimos Tornquist, Epecuén, Pigüé, Pringles, Dorrego. En eso estuvimos todos contestes. No existe en el mundo un sitio como este. El mundo tiene suerte, dijo uno, y todos nos reímos. Y nos reímos mucho porque el último en venir, como siempre, fue MS. Pero MS es el centro siempre que nos reunimos. Es el frontón que recibe y devuelve todos los chistes posibles. Imposible que no comente un suceso y lo torne con su ingenio en un giro jocoso. Hicimos un brindis por el hermoso reencuentro. Hicimos otro brindis por los momentos vividos en los tiempos del Loco L, del Ingeniero y su Estúpido Hijo, nos reímos muchísimo con el cuento del velocípedo y el timbre y los rezongos del Viejo de MS. Recorrimos los viejos tópicos que uno recorre en este tipo de encuentros. MS nos contó sobre sus nietos, sobre el disfrute de vivir solo después de su terrible desencuentro del que por poco no sobrevivió. Terrible. Terrible. Un oscuro telón se proyectó sobre todos nosotros y temimos lo peor. Hubo toses y movimientos incómodos. Pero en tres segundos MS nos contó uno de los chistes que tiene en todos los bolsillos y nos hizo reír y fuimos felices de nuevo.

En un momento V(MF) me comentó que lee con interés uno de mis cuentos. Y que leyó el último que le envié, cuyo título es “Cumplir ocho lustros no es sencillo” (cuento que les dejo unido con el fin de este). Me dijo que le gustó pero que no descubrió lo que yo le dije, el indicio que le di, sobre un signo omitido (es posible que uno de ustedes lo detecte). Después hice un breve resumen de mis experimentos con un novelón de Georges Perec, que reescribí dos veces prescindiendo de dos signos lingüísticos que los doctos creen imprescindibles (giles presumidos con títulos ostentosos). Pero viendo el estupor en los ojos de todos y los incipientes bostezos que despertó mi discurso, opté por el silencio. No del todo, es cierto. VW nos observó con ojos de mujer que comprende los retorcijones psicológicos de hombres y mujeres, y nosotros, con el fin de eludir un estipendio en su consultorio, le pedimos consejos sobre nuestros TOCs y otros desvíos propios de neuróticos.

Comimos los productos del mejor pizzero del mundo, que tiene su negocio en Brown y Chubut (creo); ingerí no menos de seis porciones, queso, morrón, tocino y huevo duro. Un lujo, pero un exceso del que no me recupero, y eso que es miércoles… seguimos con el vino y el fernet, el whisky y el ron. Nos pusimos sensibles por el efecto etílico y por momentos tristes como buenos beodos (veo dos, je je je), pero MS siempre fue nuestro socorro. Y nos reímos todos de nuevo, si bien no recuerdo muy bien de qué; pero reímos. Después vino el postre o los postres (¿o fue un solo postre?), riquísimo(s).

El cierre fue con fotos de Lirio. El dispositivo lumínico no funcionó y tuvimos que repetir los gestos sonrientes tres veces. Por fin hubo foto; fotos con cuernitos, con signos V, con poses diferentes, todos juntos de nuevo, como en los viejos tiempos.

Reprimiendo el primer bostezo decidí despedirme. Nos dimos besos y nos dijimos que en breve nos reuniremos con un motivo incierto. Nos prometimos vernos. Y nos fuimos como vinimos, pero menos solos que de costumbre.

Poderoso Mosquetero es Don Dinero

El primero de enero de dos mil diecinueve, se reunieron en Bretton Woods dos dirigentes de pesos disímiles, uno de ellos, el Presidente de Urgentine, Morris McCree, peso ligero y el otro, un pillo de renombre con un denso peso específico motivo por el que recibió el mote de Mercurio, Moni McGreed. Morris y Moni, entonces, se reunieron en Bretton Woods, sede del IMF (o FMI). Si bien enero es tórrido en el Sur, es gélido en el Norte y por eso vemos que los dos dirigentes visten sobretodo. El rostro sudoroso de McCree no tiene pues origen en el tórrido mes de enero sureño sino en lo difícil de su misión. Debe ser sumiso y someterse, en eso consiste su difícil misión. El rostro frío de McGreed viene del poco tiempo que los rostros reciben los débiles reflejos del sol en el gélido hemisferio norte, perdón, Norte.

McGreed tiene otros motivos por los que exhibir un rostro frío en frente de Morris McCree; es que Morris le viene con el cuento de que no puede devolver el dinero que le debe y por si esto fuese poco le dice que hubo elecciones y que, increíblemente, perdió.

–De no creer, Mr. McGreed –suspiró, sudoroso, Morris– tuvimos el soporte de todos los medios y perdimos.

Hum. It’s incredible, for sure –respondió, conciso, Mr. Greed, leyendo los títulos de su periódico preferido, The Economist.

De pie, Mr. Morris McCree se secó el sudor de su frente y miró en derredor. No vio ningún cesto próximo. Mr. Greed lo notó incómodo y con un gesto le indicó que se lo metiese en el bolsillo, y siguió leyendo. Mr. Morris McCree, incómodo, tosió.

–De todos modos, el nuevo gobierno, con quien tengo excelentes vínculos, prometió devolver el importe, con el tiempo –expresó Morris con un rictus ovejuno.

Time is money, my friend –peroró Mr. Greed, frunciendo el ceño, pero sin desprenderse del periódico.

–En un principio pedimos veinte mil millones; es cierto, uno dice veinte mil millones y se estremece –concedió Morris, concesivo– pero usted y yo entendemos que es un monto común y corriente en el mundo de los negocios.

Twenty billion is big money –comentó Mr. Moni sin perder el hilo del informe ofrecido por The Economist sobre The Incomprehensible Endless Crumple of The Urgentine (es decir, el incomprensible derrumbe infinito de los urgentinos).

Morris sintió un incipiente dolor de tobillos –el vuelo en First fue imposible y tuvo que venirse en Premium Economy– y no vio ningún sillón disponible, como es costumbre, en frente del escritorio de Mr. McGreed. Recordó el momento en que se firmó el empréstito, en dos mil diecisiete, y los rostros sonrientes de los ministros del MFI (o FMI), creyó oler incluso el intenso perfume de Christine, ver sus ojos celestes, su severo perfil griego, su pelo gris con su perfecto estilo europeo.

¡Un sillón! ¡Un sillón! ¡Mi reino por un sillón!, pensó.

–¿Puedo pedirle un sillón, Mr. Greed? –imploró Morris, dolorido del tobillo– en el vuelo no dormí ni un minuto. Estuve muy incómodo.

McGreed. Sorry for you –dijo, seco, Mr. Moni McGreed– inmerso en su rito vespertino. De todos modos, ni bien terminó de leer el incrédulo informe, cerró el periódico, lo depositó sobre el escritorio con desdén y oprimió un botón de su teléfono interno.

Mr. McGreed pensó un momento, con los ojos puestos en el infinito. Hizo un esfuerzo; ¿cómo es su nombre? De repente recordó: Monks.

Monks! Bring in the couch! –profirió, molesto, Mr. Greed. Morris tembló.

Monks, un viejo giboso, vistiendo terno gris plomo, moñito negro y botines relucientes, entró con un sillón de cuero verde sobre los hombros y lo depositó en el piso, enfrente de Mr. Morris McCree. Morris vio el cuero, curtido, desteñido por el uso y por el sol, miró con estupor los prominente resortes vencidos.

Percibiendo el desconcierto del deudor impenitente Monks el dependiente con su moquero lleno de incrustes verdosos quitó un poco del polvo del sillón y con un gesto reverente retrocediendo de frente con un nuevo gesto reverente Mr. Monks el dependiente silencioso como vino se retiró.

Mr. McCree disimuló el supuesto error de protocolo. Morris, dolorido, se sentó. El Presidente urgentino suspiró e hizo crujir sus diez dedos.

My misión, Mr. McGreed, Moni, consiste en pedirle, beg you…

You, bugger! Your mission is to honor debts! –lo cortó en seco M’Greedy.

Yes, Sir–titubeó Morris bilingüemente– but

No fucking but! –chilló Mr. McGreed– Give us the fucking money!

Yes, Sir. Don’t worry –Morris intentó poner un poco de sosiego en el espíritu nervioso de Mr. McGreed.

We’re fucking worried! You stupid cunt! –Mr. McGreed se descontroló y golpeó con un terrible golpe de puño el roble de su lustroso escritorio. Un buen número de comprometedores documentos terminó disperso por el piso. Mr. Morris McCree, diligente, se hincó y puesto de hinojos los juntó.

Your documents, Sir –dijo Morris, orgulloso por el hecho de ofrecer sus servicios.

Now, tell me something new –suspiró Mr. McGreed.

–Bueno, como dije, en un primer momento pedimos veinte mil millones, pero no fueron suficientes, they were not enough –bilinguó Morris.

Twenty billion! They were not enough! –repitió Mr. Moni McGreed riendo como un demente.

Mr. Morris McCree, viendo el giro de los ojos de Mr. Greed temió lo peor. Entonces, moderó un poco su expresión y se corrigió.

–Perdón, don Greedy, no quise decir que fuese insuficiente, sino que los proyectos en los que nos metimos, usted comprende, oleoductos, pozos de petróleo, molinos de viento, el enorme incremento de producción en Toro Muerto, miles y miles de kilómetros de rieles nuevos, trenes supersónicos y todo eso, requiere inversión, y por eso ustedes nos ofrecieron…

Not me; Crhistine offered stupid money! –interrumpió Moni McGreed

–Es cierto. Fue Christine. Lo nuestro fue un mutuo enceguecimiento; su perfume, sus ojos celestes, su don de gente. Incluso estuvo en Olivos con mi mujer…

Don’t tell me your fucking nonesense! –explotó McGreed con un chillido filoso que terminó rompiendo un bello copón de vidrio, muy costoso, obsequio del gobierno griego por los servicios recibidos en los últimos dos lustros.

–Nosotros pedimos, y Christine, como usted dice, Milord, nos concedió veinte mil millones y después le pedimos y nos concedió, fruto de nuestros mutuos sentimientos efusivos, sentimientos míos, suyos (de Christine) y del pueblo urgentino todo, otros veinte mil millones –siguió consumiendo tiempo Morris, con su misión, consumido en sumisión.

Go on –exigió Mr. Moni, exigente.

Yes, Sir. Cómo no –respondió bilingüemente Morris–. Con este último monto creímos poder concluir nuestros proyectos, pero nos fue imposible. Incremento de costos. Yo mismo tengo un pequeño emprendimiento con unos primos y no nos fue posible concluir con un túnel de veintinueve kilómetros. Hicimos once -nos detuvimos justo en Once- y tuvimos que detenernos  el once del nueve porque quisieron detenernos, es que mi primo, dicen…

Holy Shit!  9-11!! September the Eleventh!!! The Twin Towers!!!! Eleven is the number of the Devil!!!!! –poseído por el terror gritó como un poseído Mr. McGreed– Terrorists!!!!!!

–No! ¡Me y my primo No Terrorists! My primo, sorry, my cousin is un Querubín! His sobrenombre is Cherub! –se explicó urgentemente Morris en su medio seminglés del New Men, su colegio norteño– Los opositores dijeron que mi primo se quedó con un vuelto, y el imbécil me comprometió diciendo que mi querido progenitor, Morris The First, usted lo conoce, lo depositó en Seychelles. No es cierto. De ningún modo lo depositó en Seychelles. Si lo hizo entonces fue un delincuente. The Delinquent is Him, not Me!

–Mí no comprende –respondió, sorprendido, Mr.  McGreed– The delinquent, your progenitor? ¿Un vuelto?

–Todos esos hechos prescribieron. Yo no vi un peso. Tengo un fideicomiso ciego. Mis bienes son invisibles e indivisibles. Tengo un hombre en eso. Todo O.K. Now. Empecemos de cero. Let’s begin from Zero. Sigo con mi informe. Entonces, como le digo, Sir Greedy, in this moment debemos el doble de veinte mil millones, y no tenemos one single peso. Debo decirle que el empréstito que nos concedió Christine generó un monto enorme, very big, en intereses, in interests, you know, too fucking much, pero no sé cómo fue que sucedió, en unos meses, en unos pocos months of shit increíblemente el dinero se nos esfumó. Simplemente no nos dio tiempo. Y eso que tuvimos un equipo de lujo. De luxe, fucking geniuses. Oxford Old Boys, PhD’s del MIT, los mejores CEO del world. Pero, como dice usted, Time is Money y sin Time, no podemos devolver el Money, porque se nos hizo smoke.

Smoke! Smoked! Smoken!  Our precious Money! –en este punto Mr. McGreed se descompensó y tuvo que venir de nuevo el dependiente con un botellón de whisky Ye Monks (bello recipiente bicolor) del que inspiró, bebió y en pocos segundos se repuso.

Fuck! Fuck you! Fuck fucking Crhistine! Fuck the fucking Urgentine! –insultó en un fortísimo inglés muy nítido, rotundo y comprensible.

Morris se ruborizó y sudó y, temeroso por los gritos, entrecerró los ojos como un nipón con fiebre.

No, no, milord! The Urgentine people not fuck! –refutó pretendiendo por lo menos impedir el injusto deshonor de nuestro sufrido pueblo –Urgentine’s good people! ¡El pobre pueblo no tocó un peso! ¡Ni lo vio! ¡Ni lo olió! Didn’t touch! Didn’t see! Didn’t smell one peso! ¡Sólo lo debe!

Fuck you! Your bloody people! Give them no food, but give us our Money! – Mr. Moni rugió rojo como un morrón.

–No podemos seguir exigiendo, fíjese lo que sucede en Chile. El pueblo es bueno, pero no es tonto. Yo, en mi posición… Es difícil… Un nuevo presidente… Menos. No creo que él… Es posible que con un descuento del cien por ciento de los intereses…

Noooooo! No fucking discounts!! Never! –protestó furioso Lord McGreed.

–Pero Mister McGreed, le ruego… –rogó Morris viendo venir un epílogo violento.

En este punto, viéndose perdido, viendo todo su prestigio puesto en juego por un empréstito estúpido concedido por un miembro del MFI (o FMI) junto su directorio títere y el jefe de su propio gobierno, un lelo desteñido e impotente con peluquín y dientes postizos, Mr. Moni McGreed tomó de su escritorio un revólver Colt .38, negro como un cementerio de noche, lo puso sobre uno de sus oídos….

Morris McCree, intentó detenerlo, se tiró sobre el escritorio, pero fue inútil.

Morris McCree optó por el exilio en St. Moritz. Un primo le prestó un inmueble no lejos de Turín, donde tiene refugio seguro. Urgentine quedó en rojo con el MFI pero su pueblo por lo menos come; después, con el tiempo, se dicen, lo iremos viendo. El pendón celeste y níveo exhibió un crespón de respetuoso duelo de un mes por el triste destino de Mr. Moni McGreed, el último Director en Jefe del MFI (o FMI) que por los empréstitos ruinosos distribuidos por Christine entre los gobiernos griego y urgentino, terminó como depósito de títulos públicos con vencimiento el diez de otoño, vehículos rotos y sillones vencidos.

Sobre Gombrowicz

Me propongo escribir sobre Gombrowicz después de leer sus reflexiones, que registró entre el 53 y el 69. De lo que pienso sobre él como escritor diré que de vez en vez me toco el lóbulo derecho, el lóbulo izquierdo o me pongo un dedo en un punto medio entre los ojos. Son los signos que él mismo pidió. Respetémoslo. Los elogios de los críticos merecieron todo su desprecio y siempre prefirió que lo critiquen en vez de que le soben el lomo. El elogio de un enemigo es peor que el insulto de un ser querido. Lo mejor es ser indiferente y entender que, como dijo Kipling, éxitos y reveses son sólo dos insulsos impostores.

Todo pintor, todo músico, todo escritor debe ser pretensioso. No es un defecto que se muestre soberbio, es un impulso que no se puede reprimir y, según Gombrowicz, no se debe reprimir. Porque el que escribe quiere ser el mejor y quiere tener su monumento. Quiere que los siglos lo recuerden. En síntesis, no quiere morir del todo, por lo menos como escritor.

Los escritores en el exilio, ese fue el leitmotiv de Witold Gombrowitz (o) Wit Old, Wee Told, Bit Old, Wee Witoldo (o) Toldo; ese fue su conflicto eterno con el público, los críticos y los medios de su territorio de origen. Conflicto que muchos otros tuvieron desde que el mundo es mundo. No quiso reconocer el supuesto genio de los escritores que el comunismo encumbró. Los tildó de serviles y cómodos. Los culpó de impedir el conocimiento de sus libros que después del éxito europeo de Ferdydurke fueron prohibidos por el régimen en todo el territorio soviético. Y ellos contentísimos escribiendo estupideces en un círculo perpetuo de elogios y de reconocimientos mutuos.

Tengo que reconocer que de sus enemigos no tengo ni noción y que sus nombres me producen un profundo desconcierto: Mickiewicz, Siedlecki, Sienkiewicz (según dicen muy notorio por su novelón Quo Vides), Debicki, etc. Con esos nombres es comprensible que los ignore. Por muy buenos que fuesen no los registro y por ende no opino sobre ellos. El que los destruye es Witold, no yo. Yo tengo que reproducir lo que opine o mejor dicho, opinó Gombrowicz sobre quienes fueron los compinches de su juventud. Como dije, este fenómeno se repite en todos los exilios. Pensemos si no en el inventor de los cronopios y los conflictos en los que se metió con los escritores criollos. Siempre los tuvo en menos, con excepción de Filisberto (que estuvo, como él en Chivilcoy con su grupo de músicos, pero no tuvieron el gusto de verse) Filloy y de otros pocos de su gusto. ¿Qué dijo Wit Old (oh, oh) del inventor de los cronopios? Rien. ¿Qué dijo el inventor de los cronopios de Wee Told (oh, oh)?: «Oh, Gombrowicz, ese enorme Cronopio». Eso fue todo. Como el conocido encuentro de Proust con Joyce en lo de Mme. de Jeunesseqoui:

Proust (con fingido interés).

Vous-êtes proche de Mme. Du Quelle?

Joyce (con un bostezo).

No.

Proust (insistente).

Vous-êtes donc voisin de Monsieur Untel?

Joyce (incómodo).

No.

Proust (divertido).

Quelle heure est il, M. Joyce?

Joyce (leyendo un periódico).

Cinq heures et demie, M. Proust.

Proust (cortés).

Merci, M. Joyce.

Joyce (descortés).

Je vous en prie.

Todos pretenden ser los líderes de un movimiento y que el mundo los recuerde por siempre. Unos lo consiguen y otros no. ¿Pero cómo terminó un escritor como Gombrowicz entre nosotros? Vino con otros nobles ilustres huéspedes de honor en un crucero nuevo, Hitler rompió con los rusos, cruzó el Oder (¡Joder!) y Gombrowicz decidió no volver. Sin conocimiento de nuestro léxico, sin un peso en el bolsillo y sin conocidos, sobrevivió como pudo escribiendo reportes y después consiguió un modesto empleo en lo de un usurero. Esto lo envenenó, pero en no mucho tiempo se recuperó. Y se conectó con el mundillo de los escritores, que lo recibieron con cierto recelo, pero le hicieron un sitio en sus encuentros. Pero Witold G los provocó desde el minuto uno porque siempre hizo eso con todo el mundo, como un niño molesto que dice lo que no debe. Y en ese tiempo, como hoy, sobre ciertos tópicos no se discute, y mucho menos en público. Pero de todos modos Gombrowicz es un escritor europeo, reconocido por medios prestigiosos y los jóvenes lo siguen.

Este vínculo con los jóvenes es un coqueteo entre su intelecto, su ego y un erotismo que no se decide por seguir o retroceder. Sobre este coqueteo Gombrowicz edificó un mito que creó en su entorno un misterio que ninguno de sus escritos reveló. Borges, según el retorcido libro de Bioy, lo consideró un «noble pedófilo», pero Borges fue cruel e irónico con todo el mundo, incluso con su querido Bioy y si bien fue un genio no fue un hombre de pelo en pecho, por no decirle pelele. De estos rumores, Gombrowicz no se defendió. E incluso escribió sobre sus recorridos por Retiro, viendo los conscriptos descender de los buques en el puerto. Su tesis de que el hombre superior requiere de los servicios del inferior como método de rejuvenecimiento, produce en los espíritus simples un poco de inquietud, por decir lo menos. El hombre que siente ese tipo de impulsos tiene que tener un temple como el suyo si quiere exponerse como se expuso. Después de todo, él escribe lo que siente y lo escribe en un registro cronológico y con intención firme de que se publique.

 No es lo que quiso Borges, por ejemplo, con el libro que Bioy publicó. Me pregunto si Borges lo hubiese permitido. Estoy seguro de que no. Poderoso jefe de escuderos, Don Dinero. Resumiendo, Gombrowicz quiso que sus seguidores fuesen hombres entre los diecisiete y los veinticinco. Porque sintió horror de verse viejo y no pudiendo impedir envejecer, buscó un método que le sirviese como escudo, y con ese escudo se protegió.

Sobre el grupo que reescribió Ferdydurke no nos dice mucho, pero dice que es cierto que incluso los mozos hicieron su contribución, y que (como siempre) tuvieron presente el texto vertido en el léxico de Molière.

Gombrowicz es polémico y coherente, pero sobre todo intuye que le conviene, en todos los sentidos, ser polémico. Lo pone en un sitio prominente, se discute sobre él, sobre sus libros, sobre sus opiniones, su posición respecto del comunismo, su exilio insólito en los confines del mundo. En fin, Gombrowicz es, existe, se ve, se oye y lo que es mejor, se lee.  Se mete con los escritores de su tiempo, con los críticos que lo tienen como objetivo preferido de sus reportes insidiosos.

W G se preguntó por qué motivo muchos escritores reconocidos del siglo veinte decidieron escribir libros ilegibles. Es cierto, coincido, es un misterio. Y eso que, bueno, no es sobre eso que quiero escribir. Mis lectores entienden lo que quise decir. Creo que los textos ilegibles surgieron con el modernismo y luego se convirtieron en libros de culto, que se tienen por tenerlos, pero no se leen. Uno puede decir con todo derecho, como lo sostiene Hervé Michel (L’île lisible, Montrouge, 2010) que lo ilegible es el mundo, y no los libros. Tiens!

Como si tuviese pocos frentes con lo que entretenerse, Gombrowicz se mete con el mundo femenino y su nulo (el término es suyo) sentido poético. El sentido estético femenino es inexistente, desde que por doquier vemos esos bellos rostros y esos cuerpos esbeltos con hombres deformes y horribles por el solo hecho de ser «distinguidos» o «inteligentes» pero el motivo es bien distinto: los tipos son ricos. Eso es todo. Es propio de mujeres unirse en himeneo con leguleyos pudientes, médicos prestigiosos y condes de juguete sin que les importe mucho si tienen dos ojos, tres pelos o un solo pie, si poseen un sólido ingreso. No existe un ser menos poético, dice Gombrowicz, que el femenino. El dinero es, insisto, según Wit Old, su sentido estético. Y esto no solo lo pensó, lo dijo en público y lo escribió, sino que lo publicó. Con este tipo de opiniones muy pronto se hizo ver. Escribió folios y folios sobre este polémico conflicto estético-poético entre hombre y mujer. Y vuelve con sus menciones de los efebos y los jóvenes y se defiende de los psicólogos como de unos enemigos terribles que pretenden entrometerse en su espíritu. Es muy complejo.

Recuerdo que Ferdydurke, que publicó el Cuenco, me gustó mucho, pero este registro cronológico lo leí como un deber, por compromiso, como uno de esos libros que uno se impone leer porque sí, sin ningún motivo específico.

El mismo Gombrowicz reconoce que es un soberbio y dice que el escritor humilde no existe y quien se dice humilde finge su orgullo por no ser tenido por engreído. Witold nos dice que el escritor modesto es estéril e improductivo y que no se puede prescindir del gesto soberbio, displicente y orgulloso típico de todo escritor. Y yo pienso que lo mismo puede decirse de un buen vendedor, ¿no? O existe un buen vendedor modesto y humilde. Finge ser modesto con el único propósito de vender. El que no vende no come, Gombro, escritor o no escritor, el mundo de hoy, exige vendedores y si escriben o son músicos o tienen delirios místicos, mejor. Es mi humilde, lo digo como escritor, opinión.

Otro de sus conflictos lo tuvo con quienes escriben en verso; Gombrowicz sostuvo que son muy pocos los lectores que sienten un deleite genuino por los versos y que el mundo de lo poético en verso es un mundo ficticio y mentiroso. Los versos no lo conmueven y le producen tedio. Se defiende de quienes lo creen insensible diciendo que con los versos que, como en Dostoievsky, se entretejen con elementos del decir corriente, él suele estremecerse como el hombre sensible que es. Lo rítmico, lo monótono, lo repetitivo de los versos que se tienen como genuino producto de un espíritu poético, le producen un profundo disgusto. Y de quienes escriben ese tipo de versos dice lo siguiente: mentirosos, necios, pomposos, retorcidos, esnobs, tontos, estúpidos. Dice Gombrowicz que el lector o el oyente quiere que le gusten los versos que lee, no es que le gusten, sino que cree, porque se lo dijo un crítico, que son versos soberbios de un genio incomprendido, y con eso lo convencen como se convence un niño. Después de convencerse lee convencido de que lo que lee son versos gloriosos. Y Gombrowicz puso como ejemplo los conciertos que dio sin el menor conocimiento melódico. El selecto público porteño lo vivó de pie con grititos frenéticos de un grupo de mujeres «bien». Después les dijo que el concierto fue un bluff con el objetivo de exponer su tesis sobre los supuestos genios modernos y los vergonzosos criterios estéticos del público y los críticos. Los presentes se ofendieron y se prometieron no permitirle en el futuro el ingreso en su círculo exclusivo. Con lo que Witold se rio como loco y se los reconoció de modo sincero. Con este sencillo recurso consiguió que su nombre se extendiese como un mito y se lo consideró un escritor ingenioso y poseedor de un humor fino y corrosivo como pocos.

Lo mismo que dijo sobre los versos lo repitió sobre ciertos libros que son tenidos como muy buenos pero que no se leen, y puso como ejemplo El deceso de Virgilio, de Broch, y el Ulises, de Joyce, porque, dice Gombrowicz, esos libros herméticos, fríos e incomprensibles, fueron escritos de hinojo y con el ojo puesto no el lector sino en el estilo y el método confundiendo sus tortuosos jeroglíficos con los complejos vericuetos que por lo común esconden los productos del genio. Creo ver en estos juicios de Witold un poquitín de celos por lo menos por Joyce, cuyo libro, como Borges, no leyó. Los escritores son terriblemente celosos. Luego de exponer sobre los escritores de versos sigue con Sienkiewicz, de quien lo ignoro todo. No me detengo con Sienkiewicz en este informe. El mundo es enorme pero nuestro tiempo es breve y no quiero que mi lector se desconcentre.

Sobre cómo debe ser un crítico, Gombrowicz nos dice: debe ser cruel, feroz, contundente, inflexible, incorruptible, inteligente, pero si entiende que debe destruirlo, primero tiene que leerse, entero, el libro que destruye. El que siente que el poncho le pertenece, que se lo eche sobre el hombro, dijo Gombro.

 Witold vio un pobre insecto vuelto sobre su lomo y moviendo los miembros en un intento frenético de ponerse de pie. Dudó en intervenir, pero lo tumbó con un dedo y el bicho siguió su recorrido. Después vio otro e hizo lo mismo, y luego vio otros bichos invertidos sobre sus lomos y los colocó de nuevo en su posición; pero en pocos segundos vio un ejército de insectos con el mismo inconveniente. Como es lógico no puede con todos, pero insiste y quiere por lo menos permitir que uno de todos esos pobres infelices se libre de su horrible tormento. Tiene que elegir uno; uno entre miles, debe vivir y el resto perecer. Y este uno, este último ser depende de él, que sin querer se ve convertido en un dios. Es un conflicto ético sin solución, de donde deduce que lo ético en sí, no existe si no es justo, y siendo el número lo que vuelve imposible ser justo se sigue que lo ético es un término hueco y un concepto nulo.

Uno puede coincidir o no con Gombrowicz en este punto -por lo menos yo coincido- pero no se le puede desconocer que tiene refucilos, destellos, relumbres, de genio. En otros se pone repetitivo y tedioso, pero lo bueno es que él mismo lo reconoce, porque después de todo, dice, vivir es repetirse. ¿No es un genio?

Sobre Butor, dice que es joven, y que no lo leyó. Yo leí Repertoires, y leí un buen número de libros de Gombrowicz, por lo que me siento un poco en el medio, es decir un escritor mediocre entre dos notorios escritores, escribiendo sobre ellos como si fuese un crítico, que no lo soy.

De repente Gombrowicz se mete con Borges y nos dice que no estuvo en el evento del Pen Club, que viene de destruir como un evento de petimetres pomposos, pero que el destino no lo privó de otros ridículos como su periplo por el territorio suizo, un vejete ciego que recorre el mundo promoviendo sus libros con el objetivo de conseguir un Nobel. En su opinión de escritor resentido por un reconocimiento que cree justo y que no se produce, Gombrowicz dice que Borges es un virtuoso que escribe lo que sus seguidores quieren leer. ¿Retorcido? Pero recordemos lo que Borges, según Bioy, dijo de Gombrowicz. En fin, dimes y diretes de veleidosos escritorios (escritores+notorios). De todos modos, en otro punto de su periódico, re Borges, le reconoce, junto con Beckett, méritos suficientes como los primeros receptores de un premio ecuménico prestigioso que él no obtuvo.

Dice Wit Old: precedido de los odiosos sonsonetes «por ejemplo» y «de hecho» puede decirse un número infinito de estupideces.

Otro gombrowiczismo que los lectores insomnes pueden incluir en sus discusiones: el egoísmo es el uso de un concepto indiscutiblemente cierto en beneficio propio. 

Los últimos proyectiles los usó Gombrowicz con sus enemigos los filósofos, con quienes de este modo concluyó su discusión: «Señores, es imposible tener que leer y oír que un individuo que se dice inteligente nos enseñe que el hombre es lo que no es y no es lo que es».

Sobre cómo y por qué riñen mis vecinos

Sobre esto quiero extenderme hoy que todo es desorden y desconcierto. Todos tenemos eventos vergonzosos que esconder, supongo. Hechos, dichos, procedimientos, secretos que no queremos que se revelen. Pero de un modo u otro seguimos nuestro destino como podemos. Con los pueblos sucede lo mismo. Nosotros tuvimos lo nuestro y seguimos teniendo conflictos de todo tipo. Sufrimos secuestros, extorsiones, crímenes indescriptibles, sustituciones de bebés y no sigo por no discurrir sobre lo que todos los criollos conocemos muy bien.

Como todo cuerpo vivimos en eterno conflicto con nosotros mismos y con los otros. Vivir, después de todo es un conflicto, un juego de tensiones, un infinito ir y venir entre dos polos; en un extremo el bien en otro el demonio, o, podemos decir en tono jocoso, el pobre bueno y el rico de moño.

Entiendo que lo utópico no existe, por mucho que lo intentemos siempre nos corren el cofre con el tesoro. Comprendo que desde que el mundo es mundo unos pocos son los elegidos y el resto, si tiene suerte, es obrero o polizón. Quién dispuso esto, lo ignoro. Pero es lo que veo desde que tengo dos ojos. Por lo visto hubo un primer hombre que usó lo que estuvo dentro de su universo como si fuese propio. Se dijo, soy dueño, tengo dominio y desde ese momento dominó. Ese es el conocido efecto dominó. Desde entonces el conflicto entre los individuos no cesó de crecer. No tengo objeciones y en cierto sentido es lógico, incluso justo. Es lógico y es justo en un mundo donde vive un solo hombre. Pero que lógico y justo no son sinónimos uno lo ve en el mismo momento que el proctólogo le introduce su clínico índice en el culo; el índice del médico se introduce, por el comprensible frunce que oponemos, justo en el orificio, pero de ningún modo se introduce como un índice lógico.

El tiempo, según nos dicen, que el hombre vivió solo como un hongo en este mundo recién surgido del horno, fue breve. Y breve fue el reino de lo que entiendo como lógico y justo. Si uno vive solo es justo y es lógico que se considere dueño de todo. Pero, como los inventores de este engendro creyeron inconveniente que el hombre estuviese solo, muy pronto lo durmieron de un coscorrón y el tipo se despertó envuelto en besos con un cuerpo de mujer. Después vinieron los hijos, hombres y mujeres que siguieron el ejemplo de sus progenitores sin temores de incestos ni restricciones. Los dioses temieron que el jolgorio reproductivo produjese un descontrol con el consiguiente desmedro del orden y el conflicto entre sus súbditos. De donde surgió el célebre Proyecto Noé primero El hombre Es, luego No Es; como vemos todo tiene que ver con todo). Vino el Diluvio y el mundo se inundó. El Inventor del mundo, el Primer Emprendedor, pues, decidió reemprender su glorioso primer emprendimiento, desde cero. No desde cero en sentido estricto, porque dejó dos géneros de todo tipo de bicho, pero hombres y mujeres dejó muchos. Los otros se fueron por el inodoro, sin juicio previo.

El chiste fue que con Noé y todo, el inmenso número de hijos, nietos y bisnietos, de tíos primos y sobrinos originó sucesores y estos produjeron sucesores de los sucesores. Entonces sobrevino un nuevo fenómeno que lo complicó todo: los territorios y los bienes del primer hombre se volvieron difusos; el concepto mismo de límite y los límites fueron excedidos, extendidos, corridos. Los débiles cedieron y los fuertes se dieron; se dieron el gusto de imponerse. Los débiles se unieron pretendiendo resistir y los fuertes no sólo se hicieron fuertes, sino que se hicieron ricos y poderosos y constituyeron ejércitos y construyeron fuertes invencibles. Los débiles, sin medios y sin sustento, pronto se rindieron, se convirtieron en prisioneros o se volvieron sumisos, serviles (ser viles, servirles, servidles), obedientes.

Los ricos, con sus fuertes y sus ejércitos invencibles extendieron sus dominios. Descubrieron territorios exóticos y sometieron pueblos enteros, en su momento descubiertos por otros hombres y mujeres con léxicos y usos diferentes. Lo diferente de los usos y costumbres del otro siempre fue el germen que justificó los excesos cometidos en su represión. El imperio se impuso sobre el individuo. Y como el imperio no se sostiene solo fue preciso construir un mito religioso que le diese sustento, un mito que justifique sus ejércitos y justifique el uso de medios truculentos con el objeto de obtener su noble fin, un mito que en un mismo decreto impuso su fe y bendijo urbi et orbi el exterminio.

El Clero, como todo reino, no se sostiene solo, entonces prohijó el Comercio y lo convirtió en su socio y su soporte. Los tres juntos, Ejército, Clero y Comercio descubrieron nuevos continentes y sobre el exterminio de los pueblos que se les opusieron construyeron el Imperio. El resto, son cuentos chinos que pretenden dormir niños sin sueño.

Es difícil que un rico entre en el reino de los cielos, dijo Jesús. Es cierto, pero esto es porque los ricos no quieren el reino de los cielos, quieren su propio reino, como todos los reyes, príncipes y ricos que tienen dos dedos de frente. El otro reino que se lo disputen los pobres.

Este es el contorno, el borde, el contexto, de mi escrito de hoy. Un poco extenso, pero útil como proemio.

Los conflictos internos de los pueblos poco difieren de los conflictos violentos entre vecinos, consocios de un mismo edificio o linderos en un country exclusivo. Son explosiones de oprimidos que se resisten y represiones de opresores que no quieren perder el poder que creen lógico y justo. Un poder que creen merecer y que tiene origen divino. El divino sometimiento del rico sobre el pobre, del fuerte sobre el débil, del urso sobre el pequeñito. El viejo cuento del reino de los cielos como futuro edén de los pobres indios buenos, renegridos y obedientes.

Hoy veo que mis vecinos riñen entre ellos; por discreción no digo sus nombres, pero quienes vivimos en el edificio nos conocemos bien. Sus gritos me deprimen. Son conflictos internos que, en principio, se supone, no nos incumben, pero todo lo que sucede con nuestros vecinos nos incumbe. El incendio de sus muebles compromete los nuestros. El fuego supone el ingreso de los bomberos y el momento que vienen los bomberos es el principio de un concierto de portones demolidos y de vidrios rotos.

Los señores prudentes y sus mujeres pueden decir, como siempre se dijo, Deben tener sus motivos o El hombre es un señor muy correcto, no creo que le pegue sin motivo o El hijo menor es un revoltoso, es lógico que intenten someterlo. Es el tipo de reflexión que nos convierte en insensibles crónicos. Es el rebelde que pretende romper el orden injusto quien debe sufrir los bofetones. Es el intento del débil de resistirse lo que nutre el odio del opresor. El cordero que muerde, que no ofrece el cogote, que resiste el degüello todo lo que puede.

¿Qué sucede en Chile? Oh, no me incumbe, es un conflicto entre chilenos. ¿Qué sucede con Evo? ¿Es golpe o no es golpe? Nuestro presidente en retiro es ecléctico. Sugiere que los disturbios tienen sustento en el supuesto repudio del pueblo de los intentos de reelección sin límite de un indio trosko.  El presidente electo se mete y defiende el gobierno de Evo, puesto que son los milicos los que exigen que renuncie un presidente legítimo.

¿Cómo me posiciono respecto de los conflictos que sostienen mis vecinos? Por lo común no me meto. Porque si me meto con uno me indispongo con el otro. O, peor, si uno es mi proveedor y el otro mi cliente, por meterete no vendo lo que tengo ni compro lo que necesito. Es complejo. Pero no puedo permitir que un niño llore de terror u oír los chillidos de un energúmeno que oprime el cuello de su mujer y subir el volumen y seguir viendo el noticiero. Como mínimo disco el 911 y denuncio lo que oigo, doy mi testimonio, no me quedo quieto como un mequetrefe temeroso. El silencio me convierte en cómplice. Tengo que intervenir. Es menester. Vecinos del edificio o pueblos vecinos, todos son conflictos entre hombres y mujeres, niños, jóvenes y viejos de todos los géneros posibles. 

El poncho no tiene dueño; el que considere que es suyo, que se lo lleve.

Tiempos violentos

Los hechos sucedieron, queridos lectores, como se los cuento. No tengo interés en mentir porque el tiempo hizo conmigo lo que quiso y por suerte quiso que los hechos que les cuento prescribiesen. De todos modos, lo cuento por si sirve, no como ejemplo, por supuesto, pero por lo menos como un modo de comprender el origen o los motivos del delito juvenil. Porque lo único que se lee sobre esto son reportes criminológicos, discursos sobre principios éticos, estudios sesudos sobre represión del delito y los modos de disminuir el número de hechos violentos producidos por los impulsivos jóvenes de hoy. Pero por lo común los delincuentes no escriben y por consiguiente no conocemos sus opiniones en cuestiones que son de su exclusivo dominio. Y no conociendo sus opiniones los estudiosos desconocen el núcleo, el génesis, el meollo de lo que se quiere descubrir.

No es infrecuente oír o leer que el hombre que tiene un profundo conocimiento de lo melódico, de lo pictórico, que lee y que posee un firme sentido estético, es un hombre que descree de los métodos violentos. Si quieren seguir creyéndolo pueden detenerse en este mismo momento y prender fuego estos escritos míos de hoy.  Dicen que Nerón fue un músico notorio y que Hitler creció leyendo Otelo, Pericles, Enrique VIII y los Sonetos. Supongo que los ingenieros que construyeron el muro de Berlín, si no todos, un buen número de ellos, leyeron los soporíferos librotes de Goethe. ¿Y los reyes de todos los reinos, qué fueron, querubines? Entonces debemos entender que el violento que mete miedo es el joven, el negro y el pobre. Lo del rico es dominio en bien de Occidente, lo del rubio es un hecho justiciero que defiende un motivo noble, lo del viejo que oprime los botones de un misil es un movimiento bélico por conflictos políticos y económicos. Dejémonos de insistir y de mentirnos con ese tipo de prejuicios inconducentes.  

No provengo, como puede suponerse, de un entorno difícil. Hijo único de progenitores obreros reconvertidos en pequeños burgueses, crecí sin muchos inconvenientes en un conventillo de Liniers y después, con el progreso económico que fue fruto del populismo como se dice hoy del coronel Perón, mis viejos construyeron un dúplex en Once con recibidor y vestíbulo, un toilette con inodoro y bidet, comedor y tres dormitorios, el de mis viejos, uno mío y otro de servicio. Ocioso, eso sí.

En Liniers empecé el colegio ni bien cumplí los seis. En ningún momento disfruté del colegio, porque en mi condición de obeso y torpe fui objeto de los chistes groseros y ofensivos del común de los pibes. Hubiese podido responder con insultos o golpes y hubiese sido justo devolver ojo por ojo como se dice y por qué no, diente por diente, con un buen mordiscón. Pero no, tuve miedo de que me expulsen o de ser reprendido por el director, un viejo severo y muy poco comprensivo. Por consiguiente, preferí responder con un silencio estricto que terminó por volverme poco menos que invisible. Recuerdo muy bien el nombre de uno de esos monstruos que convirtieron mis primeros tiempos en el colegio en un infierno: Ortiz. El Cuervo Ortiz le pusieron los de sexto por el pelo y el cutis renegrido, los ojos negros y un pico enorme y filoso como de cóndor. Me crucé con este oscuro engendro del demonio tres lustros después de irme de ese colegio insufrible de Liniers. Pero sobre este episodio me extenderé en otro momento.

Cumplidos los doce empecé el nivel medio en un politécnico de Once. Mi viejo quiso que tuviese un oficio y me inscribió sin pedirme opinión. En esos tiempos los jóvenes no hubiésemos sido oídos como corresponde. Pero el hecho es que empecé el politécnico y desde el comienzo me hice de un grupo de compinches: el Negro Gómez, el Indio Pérez, el Ruso López, el Gordo Funes y yo, constituimos un quinteto temible en el colegio y cuyo prestigio se extendió en poco tiempo por todos los rincones del frenético territorio de Once, en los recovecos menos luminosos de Constitución, en los oscuros fondos de Retiro y otros sectores vecinos.

El Negro Gómez, un individuo torvo y fornido que repitió primero dos veces, fue nuestro líder desde el comienzo mismo de nuestro temido grupo. Dijo vivir en Temperley, pero no conocimos su domicilio. Es cierto que ninguno de nosotros conoció el domicilio del otro. Siempre nos reunimos en tugurios dudosos o en corredores donde no pudiesen vernos los milicos, que en esos tiempos no hubiesen tenido inconveniente en desprenderse de insectos como nosotros con cinco tiros certeros.

Un lunes de noche, en pleno invierno, después del colegio nos metimos en un cine. No recuerdo cómo reunimos el dinero, pero creo nos interpusimos en el recorrido inoportuno de un viejo, le pusimos un cuchillo en el cuello y se lo pedimos, con empujones y coscorrones, pero con un buen léxico y en buenos términos. El viejo lloró como un chico y se orinó, pero por fin nos entregó el dinero. Entonces el Negro empezó con los golpes; el viejo quedó tendido en el suelo, con el hocico rojo como un morrón. El Gordo Funes le destrozó de un pisotón los lentes y el Ruso López se ocupó de convertir en puré sus dientes postizos. El Indio Pérez intervino último. Inclemente como pocos, el Indio quiso prenderlo fuego pero no se lo permitimos, entonces se contentó tiñéndole el pelo de verde. Yo recogí un libro que encontré en el bolso del viejo y lo deshojé, furioso. Recuerdo el título del libro: Tiempos violentos. ¡Oh, el señor lee libros violentos!, grité enfurecido. El infeliz resopló entre los pocos dientes propios y me rogó por Dios que no lo destroce por ser un recuerdo que le dejó un ser querido. En dos minutos convertí el grueso librote en cotillón.

Confieso que el episodio me hizo sentir poderoso y por ende feliz. Quedé conforme conmigo mismo y consideré justo obtener dinero del modo que fuese sin tener que pedirlo como un menesteroso o un mendigo. Porque, reflexioné, si tengo que cumplir con el colegio no puedo tener un empleo. Es cierto que existen los empleos nocturnos pero mis noches siempre tuvieron objetivos muy distintos.

Mi dormitorio fue el refugio donde me sentí seguro y cómodo. Puse fotos de músicos en los muros, de Lennon, de Fito, puse un busto de bronce de Beethoven que conseguí en uno de mis robos, fotos de escritores poco conocidos como Gombrowicz y Filloy, el típico poster del Che. Tomé por costumbre volver del colegio y poner discos en el estéreo Winco. Mi preferido fue siempre el sordo con su noveno concierto sinfónico en Re Bemol. Esos sonidos se convirtieron en un himno que me liberó de los sentimientos opresivos. Tendido sobre mi lecho, escuché diez veces el mismo disco con el volumen en nueve. Los vecinos se volvieron locos, pero no me importó un comino. Oh, Beto querido, qué gozo. ¿Cómo pudieron pretender que me interese en un estúpido torno?

El regreso de mis viejos, recién venidos del yugo, supo ser fuente de discusiones por el volumen del estéreo, por los deberes del colegio, por el desorden del dormitorio y por el oscuro origen de mi dinero. Pero cumplidos los dieciséis tuve que imponerme y me impuse. Mi viejo tuvo miedo de que me fuese y cedió posiciones que yo ocupé. Es decir que se invirtieron los roles. Del ser que me llevó en su vientre nueve meses no puedo decir mucho. Su continuo control sobre mí me impidió crecer libremente, me deformó, me llenó de temores y me humilló. Sé que tuvo un empleo en un súper de Constitución reponiendo fideos en el corredor de los comestibles secos. Un seis de enero dejó un sobre en el escritorio del recibidor y se fue, supongo, con un tipo que le llenó el cerebro con cuentos dulzones sobre un futuro feliz.

Un film que vimos un lunes de otoño nos gustó. Mucho sexo, crímenes horrendos y detectives beodos pobres como roedores pero que descubren todos los trucos de los peores delincuentes. El director del film, si no me equivoco, un checo o ruso de nombre Cukrib o Crubik, hizo el guion sobre un libro de Tony Bourghes, un escritor inglés poco conocido. Pero en poco tiempo el film hizo furor entre los jóvenes como nosotros. Pocos meses después, los milicos del proceso lo prohibieron por violento. Increíble. Los milicos del proceso lo prohibieron por violento.

Mucho de lo que hicimos es incomprensible hoy pero no lo fue entonces. El mundo que nos pusieron enfrente no nos gustó. Todo se nos ordenó de modo de repetir lo hecho por nuestros progenitores sin ofrecernos opciones ni permitirnos elegir un destino diferente. No me sedujo el proyecto de meterme de tornero, vivir con un sueldo promedio en mi decente y humilde nidito con mi cónyuge y tres niños modelo. Siempre me repugnó ese concepto reproductivo repetitivo cíclico e inconducente. No tiene el menor sentido.

De modo que los encuentros de nuestro equipo de delincuentes juveniles se hicieron de noche. Nuestro punto de reunión preferido fue un piringundín del Once, hoy demolido, con el bonito nombre de Quequerés. El Quequerés se convirtió en, como dicen los imbéciles sensibleros, nuestro rincón en el mundo. No teniendo otro rincón donde reunirnos, este nos resultó seguro. El nombre, nos dijeron, lo impuso el dueño recibiendo los pedidos de sus clientes con un sencillo y seco ¿Qué querés?

Uno puede deducir, por lo que vengo diciendo, el nivel de los clientes del Quequerés. El derecho de ingreso tuvimos que discutirlo con un individuo recién venido de Devoto. Tuve el honor de recibir el reto en nombre de mi equipo.

–El mocito pretende beber en este exclusivo cuchitril. Preséntese, mocoso –ordenó el referido individuo, un gordo repelente repleto de remiendos y zurcidos en el rostro.

–Mucho gusto, Rodolfo Orozco –le dije sin titubeos por ponerme un nombre.

–¡Qué Orozco ni mucho gusto! ¡Béseme el pene, mocoso! –exigió el bruto desprendiéndose los botones y exhibiendo un chorizo de proporciones.

En medio segundo reflexioné sobre un conjunto de múltiples opciones. Consideré irme, mi retiro y el subsiguiente descrédito hubiese sido mi fin como líder del equipo. Lo siguiente fue pedir un whisky como si no lo hubiese oído y meterme con los míos en un rincón, pero temí pedir un whisky muy costoso, por los nervios, y meterme en discusiones posteriores con el dueño. Lo tercero que pensé fue responderle que me lo hiciese él primero, pero temí que el tipo fuese un pervertido y consiguiese de ese sencillo modo su objetivo.

Entonces me hinqué como un niño temeroso y obediente, tomé el miembro negro y hediondo con dos dedos, lo oprimí como si pretendiese comerlo y en un milésimo microbio de un segundo lo cercené desde el tronco con mi bisturí. El individuo, recién venido de Devoto, profirió un rugido que no fue un rugido de este mundo y en medio de insultos indecibles se desplomó como un bloque de cemento. El chorro, como un surgente rojo, tiñó todo el piso y me sentí feliz y contento por el merecido que este prepotente individuo recibió.

En el revuelo que siguió mis compinches y yo nos hicimos humo y no volvimos por un mes. En nuestro regreso fuimos recibidos como héroes y desde entonces siempre dispusimos de nuestro propio rincón, en el fondo del restó no lejos de un portón de egreso que muy pocos clientes tuvieron el honor de conocer. El dueño del Quequerés nos invitó el copetín y nos concedió crédito sin límite. El LSD que nos proveyó siempre fue de lo mejor.

En otro de nuestros recorridos el Gordo Funes propuso un negocio promisorio: un conocido de uno de los vecinos de un primo suyo le contó que en el domicilio donde su mujer cumple funciones en el servicio doméstico, en Olivos, tienen un cofre repleto de títulos públicos y dinero embutido entre dos muros. Yo objeté que el nuestro no es un grupo de boqueteros, pero ellos insistieron y se decidió seguir con el proyecto. En ese tipo de emprendimientos lo difícil es el ingreso que no debe ser ruidoso ni notorio y que requiere temple y cerebro. 

El Negro Gómez tiene temple, el Indio Pérez es decidido, el Ruso López es inteligente, el Gordo Funes es frío y sigiloso. Pero el único que reúne todos esos requisitos, coincidieron mis cómplices, soy yo y por consiguiente se me encomendó el ingreso en el domicilio.

Nos dieron un croquis describiendo los distintos sectores del edificio de dos pisos, nos hicieron un breve informe del número de perros y su nulo poder como custodios del inmueble, es decir perros imponentes pero inofensivos, los dispositivos luminosos, los puntos débiles, los puntos fuertes, los puntos visibles desde el frente y los posibles ingresos desde el fondo y los terrenos linderos. Un círculo bien visible en un doble muro dividiendo dos dormitorios, indicó el escondite del tesoro embutido con ingenioso esmero. En fin, nos proveyeron de un informe completo y concienzudo hecho evidentemente por un hombre honesto y sincero, como tiene que ser si se quiere ser socio en un emprendimiento exitoso.

Decidido el momento del golpe nos reunimos en el Quequerés con el propósito de recorrer punto por punto los pormenores del emprendimiento. Yo llevé un disco con el concierto número nueve en Si Bemol de Beethoven y negocié con el dueño que por un mínimo porciento de nuestro futuro botín nos pusiese el disco en el estéreo y nos dedujese de nuestro prestigioso crédito cinco whiskies del bueno y cinco dosis de su mejor LSD. Todo comenzó, como les digo, mis queridos lectores, del mejor modo posible.

El Ruso López, el inteligente del grupo, se ocupó de conseguir un vehículo porque no creímos conveniente movernos en colectivo o en tren. Sobre todo, desconociendo el contenido, el peso y el volumen del cofre embutido entre dos muros. Otro elemento logístico conseguido por el Ruso fue el combustible en el supuesto de que tuviésemos que prender fuego el edificio, quiero decir, emprender un principio de incendio en sectores específicos del edificio como método de infundir temor entre los dueños. El temor dirigido tiene mejores efectos que los métodos violentos directos. Sugestión en principio y como último recurso, demolición. Siempre fui sobre todo un buen teórico.

Bien, como dije, el Ruso López consiguió un vehículo justo, ni nuevo ni vetusto, no rojo ni verde, ni negro ni color nieve. Un Peugeot 504 gris humo, sin techo corredizo ni vidrios oscuros, con estéreo y mullidos sillones de cuero negro. El vehículo perfecto, con medio depósito de combustible. Mejor imposible. El único inconveniente fue que metió el cuerpo (vivo, por suerte) del dueño en el cofre del vehículo. Nos deshicimos de él en un bosque de Núñez, no muy lejos de River.

El telón nuboso y el posterior diluvio nos fue muy útil. Nos detuvimos enfrente del domicilio. Los truenos cubrieron nuestros subrepticios movimientos. Un imponente edificio de dos pisos en medio de un vergel. Un inmueble digno de reyes. Los focos encendidos en el interior me permitieron ver los perfiles de los dueños, un cincuentón leyendo en su escritorio y su mujer viendo televisión en el comedor. Dos gordoburgueses cómodos en su nido. Los clientes perfectos. En el tiempo de los milicos, los buenos viejos tiempos, los delincuentes comunes no fueron un estorbo serio. El enemigo fue el terrorismo, los zurdos, los troskos, el cegetismo y el ERP. Nuestro rubro se consideró como el producto de unos chicos revoltosos.

El equipo me confió el procedimiento del ingreso en el inmueble por mi rostro de joven rubio e indefenso que siempre me confirió un dejo de niño inofensivo. No existiendo cercos de hierro ni muros dificultosos de subir entré por el portón del frente con mi prolijo uniforme de distribuidor del correo que compré en un negocio de empeños de Once por tres pesos con veinte. Oprimí el botón del timbre.

Rrrrrriiiiiinnnnggg. Esperé unos segundos. Rrrrrriiiiiinnnnggg. Rrrrrriiiiiinnnnggg. Insistí. Desde el interior escuché los deslices sucesivos de unos pies sobre trozos de fieltro. Sssshhhiic sssshhhooc, sssshhhiic sssshhhooc, sssshhhiic sssshhhooc.

–¿Quién es? –preguntó el dueño, supuse, del inmueble.

–Correo, señor –respondí con el mejor de mis tonos melodiosos –un télex urgente.

–Un momento –dijo el señor. Lo oí elegir entre un grupo de cliques. Escogió uno, lo puso en el orificio y giró– Clic, clic–. Después corrió un cerrojo –crrrocc– y entonces con un fuerte empujón, el portón cedió.

Libre el ingreso y el perplejo señor tendido en el suelo le sujeté los miembros inferiores y superiores con dos cintos de cuero y en diez segundos vinieron mis compinches y empezó el registro minucioso del domicilio. En el entretiempo me ocupé de su mujer, debo decir que con inmenso gusto por el efecto intenso del excelente LSD que consumimos como copetín. Juro que vi senos multicolores, glúteos como torreones de ónix, pelos como ríos de oro y los gritos que oí no fueron gritos de terror, lo que hubiese sido comprensible, sino introitos, scherzos, lieders, preludios, conciertos sinfónicos y misterios del mismísimo divino Ludwig V. Beethoven.  El Indio Pérez pretendió sucederme, pero me negué. Lo convencí diciendo que lo primero siempre es cumplir con el objetivo económico de nuestro común emprendimiento y que mis regocijos de sexo violento fueron solo un premio por el incruento y silencioso ingreso en el domicilio. Lo convencí.

El señor dueño del inmueble, convenientemente enmudecido por un servidor, respondió con gestos furiosos los pedidos que le formulé. Revolvimos como dementes todo el inmueble. Rompimos objetos costosos. Lo interrogué sobre el contenido del cofre embutido entre dos muros y le exhibí el croquis que nos consiguió el vecino del primo de un vecino. El hombre fijó los ojos en el croquis, sosteniéndolo yo por los pelos, eso sí, y por lo que entendí de sus gruñidos ese dormitorio se modificó y el contenido del cofre terminó convertido en un piso en Montevideo y un velero de seis metros que duerme en los muelles del puerto de Olivos.

No sé cómo sucedió, tuvo que ser un descuido en mis procedimientos, pero en medio de mi coloquio con el dueño del inmueble, su mujer se liberó y se comunicó con los milicos. Mis compinches, temiendo lo peor, huyeron como roedores con el vehículo. En diez segundos todo se precipitó. Un horrible sonido ululó en el horizonte próximo. Después oí con terror los chillidos de los móviles de los milicos deteniéndose en el frente del inmueble, me figuré preso y el terror me dominó coincidiendo supongo con el fin de los efectos del LSD. En mi confusión el dueño del inmueble se desligó y tomó un revólver negro y enorme que puso sobre mi frente. Su mujer, con el cuerpo semidesnudo y los pelos revueltos le extendió un bisturí filoso y le exigió que me cercene el miembro, lo que el tipo furioso y enloquecido hubiese cumplido si no fuese por el oportuno socorro que me brindó el súbito ingreso de un pelotón de milicos cuyo jefe  me detuvo, me esposó y en medio de un diluvio de golpes, insultos y mordiscones del dueño del inmueble y su mujer, me introdujo en el cofre de un Ford verde sin número de registro.

Estuve nueve meses en un sitio desconocido, sufriendo todo tipo de tormentos. No sé si fue un sueño lo que tuve, pero creo que lo vi, de todos modos, por si hubiese sido cierto, se los cuento:

Presencié, no sé si como custodio o como verdugo, un ejercicio instructivo de tormentos en donde un notorio tenor que en un tiempo seguí en televisión interpretó un introito producido por el genio operístico de Verdi. El curso lo dio un joven teniente instructor. El teniente en cumplimiento de sus misiones, o misión, oye estremecido de gozo los gloriosos gorjeos del tenor. Sufre múltiples erecciones que lo conmueven y se retuerce con los ojos puestos en el cielo pues el dolor del prójimo constituye, como él mismo define con un esquelético sentido del término, su resón detre.  Concluido el entretenido curso de instrucción, el teniente limpió y ordenó sus utensilios, el cuerpo del detenido, con el rostro entumecido y lleno de golpes, fue puesto en un helicóptero junto con un lote de mujeres con los cuerpos desnudos. El teniente se miró en el espejo y lo que vio le gustó. Miró el reloj. Ocho y veinticinco. Se puso el sobretodo y el sombrero. Cerró su consultorio y se retiró. El helicóptero rugió y se elevó entre nubes de polvo. En pocos minutos voló sobre el inmenso río color león. Sonó el Himno.

Después supe que uno de mis cómplices, con el propósito de que lo liberen pronto, me denunció como miembro del ERP. Un tipo enorme que se identificó como el jefe del regimiento me propuso irme libre en un mes luego de un CCIV o Curso Correctivo de los Impulsos Violentos. El tipo no me reconoció, pero yo sí: el Cuervo Ortiz, el inmundo gorgojo del colegio de Liniers. El referido Ortiz explicó todo de muy buen modo como si fuese un buen tipo y describió el curso como un experimento ofrecido por el gobierno de los EEUU en el contexto de un convenio EEUU-ONU- Cono Sur.

–Lo que le proponemos es un curso indoloro del que puede emerger como un joven útil en beneficio del pueblo –peroró el inmundo Ortiz, hoy de pelo gris muy corto, bigote finito y lentes negros.

–¿En qué consiste el curso y por qué me dice que es indoloro? ¿Existen los cursos dolorosos? –le pregunté, como un niño inocente temiendo que me reconociese.

–¿En qué consiste? Es sencillo –explicó el desperdicio de lentes negros–, consiste en ver cierto tipo de filmes.

–¿Como en el cine? –lo interrumpí, curioso.

–Como en el cine. Solo que los filmes los elegimos nosotros –redondeó el concepto el imbécil de bigotes finitos.

–Supongo que son filmes de tiros y conflictos bélicos. Mis preferidos –supuse, conforme.

–Tiros, conflictos bélicos y ese tipo de episodios violentos –corroboró el Cuervo deforme.

–Unos minutos por filme, espero, cortos y documentos fílmicos. No tolero los novelones –dije en tono de crítico experto– Pero no me explicó lo de los cursos indoloros…

–Usted no pude concebir lo dolorosos que pueden ser nuestros cursos. Lo que le ofrecemos es insólito. Nuestros prisioneros por lo común mueren sin ver el sol. Pero esto que le digo es un experimento, considérelo un obsequio del Cielo. Nosotros no creemos mucho en este tipo de cursos, pero tenemos compromisos políticos con el exterior y tenemos que cumplir. Firme, si quiere irse libre en un mes; no tengo tiempo que perder.

Por supuesto dije que sí y firmé el documento en inglés que me extendió, lleno de sellos borrosos, coloridos logotipos y escudos imponentes.

Eso fue, creo, un domingo porque escuché los gritos de tres goles en River. El lunes me despertó un enfermero y me inyectó un líquido espeso en el muslo derecho.

–¿Qué me inyectó, un somnífero? –pregunté medio dormido.

–Desconozco –respondió el enfermero con discreción.

En unos minutos me encontré en un cine pequeño con un telón cubriendo el muro del frente y enormes equipos de sonido todo en derredor. Me pusieron en un sillón y uno de los conscriptos me inmovilizó con unos cintos gruesos, los tobillos y los miembros superiores incluidos. Me impidieron mover los ojos con unos broches. Me resultó imposible mover el cuello en uno u otro sentido. Sin perder el control sobre mi mismo pregunté:

–¿Por qué no me permiten no ver el filme, si no quiero verlo?

–Es un requisito del curso –me explicó sonriente el cuervo de los lentes oscuros.

–Los filmes violentos son mis preferidos –le respondí, distendido.

–¿En serio? –me preguntó con fingido interés el señor –Cuénteme uno.

–Este que vi en el centro el último jueves:

El filme empezó con un bote lleno de menesterosos perdidos en un impreciso punto del Índico que es perseguido por un helicóptero. El público enloquece con los esfuerzos de un gordo enorme que pretende eludir los proyectiles que vienen del helicóptero suspendido sobre su cuerpo. Primero se lo ve retorciéndose por el ponto como un delfín, después se lo ve dentro del objetivo del fusilero, después, lleno de orificios y el ponto en derredor de color rojo y por fin hundiéndose ni bien el líquido le entró por todos los orificios. El público gritó y rio enloquecido en el momento que el tipo pereció. Luego se vio un bote de hule repleto de niños y un helicóptero pendiendo inmóvil sobre ellos. Un cuerpo de mujer joven con el sello típico del pueblo judío en su rostro sostiene un niño de pecho envolviéndolo en lo profundo de su seno como si el niño, muerto de miedo y con un griterío histérico, quisiese meterse de nuevo dentro de su vientre; el cuerpo femenino pretende infundirle un poco de confort si bien su propio rostro se ve ceniciento y lívido de terror; lo envuelve con sus miembros superiores todo lo posible como si creyese que su cuerpo pudiese impedir el ingreso de los proyectiles. En ese momento, el helicóptero soltó un explosivo cilíndrico de veinte kilos que produjo un terrible destello convirtiendo el bote en corpúsculos de fuego. El objetivo enfocó el miembro superior de un niño que se elevó en el éter subiendo, subiendo y subiendo como queriendo meterse en el helicóptero. Otro helicóptero con un dispositivo en el morro, o un dron debió seguir el recorrido del miembro en su subir y subir pues de otro modo no me explico cómo lo registró; hubo muchísimos vítores del público presente, pero de repente desde el sector de los obreros surgió un grito de mujer que protestó diciendo no debieron exhibirlo enfrente de los niños, no enfrente de los niños, no enfrente de… pero en tres segundos vino un grupo de custodios y los gritos femeninos se extinguieron. El Comité Político no reprimió porque el hecho de que los obreros griten no los preocupó en ningún momento…un coro de voces de mujer gritó:

DOWN WITH BIG BROTHER!

DOWN WITH BIG BROTHER!

DOWN WITH BIG BROTHER!

–Oh –me interrumpió el inmundo Ortiz de los lentes negros– eso es 1984, de George Orwell. Lo vi con mis sobrinos. Es cine de niños, pero es cierto que es tendencioso y lo prohibiremos en breve. 

Me resigné; después de todo seré libre en un mes, pensé.

En un momento el cine quedó oscuro. El equipo de sonido difundió en estéreo el concierto sinfónico número cinco de Ludwig V. Beethoven. Feliz, me distendí suponiendo un método de inducción de buenos principios por medios hipnoticomelódicos. Qué error.

El telón se iluminó, pero en vez de los créditos y los títulos que se ven en el comienzo de todos los filmes, vi un ejército de seres esqueléticos descendiendo de un tren, todos vestidos con rotosos uniformes de prisioneros. Vi hombres, mujeres y niños subiendo por un sendero repleto de perros furiosos y custodios sonrientes. Escuché los gemidos de niños moribundos, vi mujeres con sus rostros de espectros sobre los cuerpos inermes de sus hijos, vi roedores royendo esqueletos recién muertos, vi espectros comiendo estiércol, vi negros en Soweto con los vientres expuestos recogiendo del piso sus propios intestinos, vi mujeres pendiendo en crucifixión, vi perros comiéndose sus fetos. Y esto que les cuento, mis queridos lectores perplejos, es solo el comienzo, el introito, los primeros minutos de mis funciones de cine. No quise ver. Grité como un loco. Pero mis ojos siguieron inmóviles. Pedí por Dios. Juré por Jesús y por el Demonio convertirme en un joven modelo, pero el tormento continuó por doscientos minutos seguidos que fueron como un mes. Vomité incluso lo que no comí. El estruendo de los conciertos de Beethoven y los documentos fílmicos terroríficos que vi sin poder mover los ojos en ningún sentido se unieron en un solo bloque de horror.

El curso completo duró, como les dije, un mes. Lunes, miércoles y viernes, doble turno, jueves y domingo, triple turno.

Los tests de rendimiento fueron progresivos y consistieron en distintos ejercicios en los que me pusieron en condición de defenderme de insultos injustos o viles empujones de mocosos insolentes. Pero el solo hecho de querer defenderme produjo en mí un horrible sentimiento como de miedo y dolor, un dolor invencible que me impidió incluso moverme unos centímetros. Por fin me vistieron de civil y me exhibieron en un hotel del centro como ejemplo de joven redimido. Mi foto se vio en todos los periódicos y respondí interviews de cientos de reporteros venidos de los EEUU y de otros medios del exterior. Pero el viento político giró y de pronto se me victimizó por sufrir los terribles tormentos que me infligió un Poder Ilegítimo. Se dijo, lo que en cierto modo es correcto, que, si bien como delincuente fui un joven perverso, lo fui por elección y que, si hoy me veo como un buen joven modelo redimido, no es por mi libre elección sino por el efecto de los estímulos recibidos en condiciones inconcebibles que me impuso un Poder Omnímodo e ilegítimo.

Como les cuento, mis queridos, sorprendidos e incrédulos lectores. De ser, como lo fui, un joven violento y perverso, en poco menos de un mes me convertí en un modelo de civismo y discreción.

El gobierno siguiente, que se benefició con el enorme desprestigio de mis tormentosos tutores y sus experimentos con seres indefensos como yo en sus CCIV o Cursos Correctivos de los Impulsos Violentos y por si fuese poco, ofrecidos por el gobierno de los EEUU en el contexto de un convenio EEUU-ONU- Cono Sur, me ofreció un buen puesto en el Congreso, me puso un semipiso en pleno centro y desde entonces vivo feliz y contento, convertido en un ser inofensivo como un perverso sin fe.

Recuerdo los ojos de un cordero

Bueno, empiezo de nuevo con lo mío; dormí muy poco, entre otros motivos porque me duele el cuello, el hombro derecho si me pongo sobre el izquierdo, el izquierdo si me pongo sobre el derecho, y si miro el techo me duelen los dos. Si en vez del techo, lo que miro es el colchón, me duele el pecho. Dejé el lecho.

Pienso en el lunes y no consigo dormir. Los domingos son un sufrimiento, un tormento. 

Me hice un té con leche con medio terrón que encontré entre los fideos. Hubiese preferido ponerle miel, pero no tengo, y en lo que no tengo no pienso ni me detengo. Entre los muros de los edificios vecinos, tengo diez enfrente, y los dos linderos (lindo y linde son términos unívocos, sinónimos y equívocos, un lindo sujeto que linde con un sujeto feo, yo no lindo con lo lindo pues soy feo) diviso un cielo plomizo que solo un esfuerzo de ingenio permite distinguir de un continuo muro gris. Miro el espejo, el rostro que miro quiere sonreír, pero sigue serio. Estudio los pliegues de su frente como si fuesen signos de un misterioso porvenir, si bien es evidente que son el producto de un pretérito imperfecto lleno de cuestiones sin resolver. El rostro quiere sonreír, lo presiento por lo que veo en el espejo, le sonrío y me devuelve un gesto grotesco. Creo que soy yo. Por lo pronto no me reconozco.

Si fuese jueves o viernes, pero no, es domingo. Prolegómeno del lunes.

Mordisqueo unos bizcochos, los noto duros y los remojo en el té. Recuerdo muy bien, desde mi niñez, cómo siempre me repugnó ese vicio de los viejos, de hundir los bizcochos en el té, y por ese recuerdo viscoso, mi trozo de bizcocho humedecido, lo tiré.

Miré, o mejor dicho miro el reloj. Seis menos cinco. Llover, lo que se dice llover, no llueve. Esto es peor, todo lo que me cubre es un cielo gris topo y un viento frío que viene del desierto. Es preferible un diluvio, incluso un sol inclemente, pero no esto. Dicen los meteorólogos que es el humo de los incendios que no se extinguen. Pero los conflictos bélicos contribuyen. Puede ser un poco de todo, pero el infierno de los incendios comenzó en junio y hoy es seis de enero.

Recuerdos de remotos seis de enero sin reyes ni juguetes. Me robo, porque confieso que se lo robo, el periódico de mi vecino que vuelve dentro de un mes. Como se lo devuelvo ni bien lo termino es un robo con devolución, pero de todos modos es un robo. Despliego El Independiente sobre el escritorio, pretencioso mote de un mueble rengo, y leo un periódico con un nombre no menos pretencioso que el mueble rengo. El Indiopendiente. Informe desde el frente. Deportes, decesos -el ojo quiere descubrir un muerto conocido o un enemigo-, delitos, himeneos, vehículos nuevos o en buen uso, sucesos políticos, bienes y servicios, opiniones del editor. El orden en que lee los periódicos nos dice un poco de quien los lee, ¿no? O qué periódicos lee un individuo o si lee o no lee.

Tres regimientos del enemigo fueron vencidos por nuestros Hombres de Hierro. Los jefes pretendieron imponer los términos de rendición. El Señor Presidente les exigió que se entreguen sin condiciones pero respondieron con gestos soberbios y recibieron su merecido.  El Poder Ejecutivo ordenó un Jubileo de un mes en reconocimiento de nuestros Héroes.

Tres delincuentes con los rostros ocultos rompieron los vidrios de un comercio del centro y huyeron sin un solo peso. Un custodio los detuvo y los entregó, pero el juez de instrucción consideró que el delito de robo no se consumó y después de unos minutos los liberó; furioso, el custodio desobedeció el pedido del juez y los ejecutó de tres tiros. El presidente justificó lo hecho por el custodio y lo visitó en prisión de donde prometió conseguir que lo liberen pronto.

El último jueves se produjo el deceso del ingeniero Rodríguez Puente, director honorífico del Colegio de Ingenieros. Su condición de hombre de bien le permitió recibir el merecido respeto de quienes tuvieron el inmenso honor de conocerlo. Viudo después de poco menos de diez meses, no pudo reponerse de perder el ser querido con quien vivió un idilio de diez lustros. Los deudos pidieron que sus conocidos recen por el eterno reposo de su espíritu y que no envíen flores.

Ingleses victoriosos en pleno festejo y kiwis deprimidos: los hombres de negro, como les dicen los ocurrentes reporteros televisibles, recorren con gesto fúnebre un terreno de juego lodoso producto de un inoportuno tifón, foto del penúltimo encuentro decisivo por el trofeo ecuménico de rugby en suelo nipón.

Opinión del editor:  Los lectores de este periódico conocen muy bien mi opinión sobre cuestiones de orden político. Por eso nos prefieren y nos siguen, sobre todo en tiempos oscuros como los que hoy vivimos. Nos creen porque no les hemos mentido, no les mentimos y no les mentiremos. Pero no es de cuestiones de orden político que quiero escribir hoy. Hoy escribiré sobre el derecho de nuestros ejércitos de disponer de los prisioneros enemigos según lo que nuestro pueblo requiere como mejor medio defensivo. Si nutrir los miles de prisioneros que se rinden sin resistir se vuelve un enorme peso que el fisco no puede sostener, por penoso que resulte, debemos desprendernos de ellos sin que nos tiemble el pulso. Ni por un segundo podemos preferir, en nombre de los sedicentes derechos del hombre, nutrir enemigos en perjuicio de nuestro propio pueblo. Los métodos que utilice el Señor Jefe del Ejército, con el visto bueno del Excelentísimo Señor Presidente, el Congreso y los sectores políticos, no nos incumben. Los desconformes de siempre, los opositores crónicos, los críticos que esconden su cinismo con discursos encendidos, no conocen los rigores del frente ni sufrieron los horrores que vivieron nuestros héroes. Si lo hubiesen visto como nosotros lo vimos, muy posiblemente hubiesen constituido ellos mismos pelotones de ejecución. Pero ellos son los típicos miedosos que surgen de sus refugios en el momento que el tiroteo terminó. Reptiles, roedores temerosos que huyen del buque que se hunde. Eso es lo que quieren, ese es su objetivo: que el Supremo Timonel con el pulso firme en el timón y los ojos puestos en el horizonte se quiebre y que el buque en el que somos todos grumetes zozobre hundiéndose sin remedio.

Pero, queridos lectores, desde este periódico se lo impediremos.  Porque juntos con el Excelentísimo Señor Presidente, el Clero, el Congreso y el Glorioso Ejército, constituimos el Último Reservorio de los Principios Éticos que nos definen como un Pueblo líder en Occidente.

Sublime descubrimiento tecnológico de los qbits. Leo los pormenores que un científico porteño describe con orgullo. El reportero, que, como el resto de los lectores, no entiende un comino, escribe los términos que oye entre guillemets. Los neutrones, nos dice el científico, pueden ser uno, cero o los dos en el mismo momento. Es decir, pueden ser, no ser y no ser siendo. Siempre que se los enfríe bien, dentro de un bloque de cemento y plomo de tres metros por tres y con un termómetro que mide el preciso Cero sincero, -229° Celsius. Es un invento de Google y su competidor no es otro que IBM. Google e IBM. Siempre según el señor miembro superior del CONICET, junto con su socio Schmiegelow, este poderosísimo Q Computer de Google, puede resolver en diez segundos un ejercicio numérico que en un PC común y silvestre requiere 10.000 eneros luz.

¿Qué es esto? Me digo, me reitero y me pregunto, ¿qué es esto? ¿por qué demonios me dicen lo que no puedo entender? ¿qué debe responder mi intelecto? ¿debe sorprenderse? ¿de qué? Si no entiendo no puedo sorprenderme.

 Quien se sorprende reconoce por lo menos un vínculo entre lo soprendente y el objeto conocido como existe en su mente. Iones fríos, neutrones y electrones que son, no son y sonnosón, infinitos nexos invisibles e inconcebibles entre corpúsculos eléctricos que recorren el universo yendo y viniendo sin ir ni venir. Conceptos no intuitivos, nos dice el científico del Conicet. Dios me libre.

¿Cómo creer en lo que nos dicen Google e IBM? Son dos Cíclopes, dos Portentos, dos Dioses, que se dividen el mundo en su propio beneficio. Son esos dos colosos los que sostienen el edificio donde se construye nuestro conocimiento. Si ellos lo dicen, y si los medios lo difunden y los científicos lo repiten, debe ser cierto. ¿No es ese el procedimiento que nos permite distinguir entre un hecho verídico y uno ficticio o inverosímil? In vero, simil. El domingo me vuelve hiperreflexivo. Es que mis opciones, pociones de entretenimiento, en el pueblo del desierto donde vivo, son inexistentes.

Como si no tuviésemos suficiente con los conflictos étnicos, bélicos, los incendios, los prisioneros que vienen del frente.

Mentir es esconder un hecho cierto que debe conocerse.

Un deber siempre supone un objeto útil.

Un objeto inútil no puede ser debido.

No se puede ser el dueño de un objeto inútil.

Si en vez de objeto digo hecho, genero un hecho inútil y lo escondo.

¿Miento?

Ejemplo:

Un mendigo me pide dinero. ¿Doy o no doy? ¿Es mi deber?

No es mi deber, pero, de todos modos, le doy dinero, ficticio.

Lo que le doy no es dinero genuino, pero como no se lo debo, no le mentí. Pude cometer un delito por poner en movimiento dinero espurio, pero ese es un punto diferente.

Es el hecho o el objeto que exige ser conocido lo que distingue un hecho reñido con lo ético de un hecho indiferente. El deber de decir es lo decisivo.

Por lo común el interés propio es enemigo del interés público. Y es en este terreno que se producen los desencuentros entre los hechos del hombre de negocios y lo que este hombre de negocios esconde, entre lo que debiendo decir no dice y los beneficios que no diciendo obtiene en perjuicio del bien público.

Me pregunto qué demonios tiene que ver esto con Google e IBM. ¿Por qué me extiendo en este tipo de reflexiones? ¿Estoy cuerdo o perdí un tornillo? Por momentos los recuerdos de un futuro remoto me producen un profundo desconcierto. Y me veo envuelto en silogismos inconsecuentes de los que no me libero (escribí no me libro) sino después de un violento ejercicio interno de introspección. Puede ser que esté perdiendo el juicio, como creen quienes me conocen desde siempre. Estos episodios me ocurren por lo común los domingos. Después de todo los domingos recrudecen los suicidios. Si se prohibiesen por decreto los domingos es lógico creer que el índice de suicidios tiene que disminuir. Los creyentes pueden oír los sermones incoherentes los viernes o los lunes, o ser oídos en confesión el primer jueves del mes, o el tercer miércoles de enero, semestre por medio. O no ir y no oír. Es mi humilde opinión.  Domingo de lirios.

Desde que corté los vínculos con el mundo me cuestiono todo. Es imprescindible que termine con esto porque el riesgo que corro es serio.

Recorro el pueblo, estoy de nuevo en el mundo en un domingo desierto. Todos duermen menos un beodo que me pide fuego y como le digo que no fumo se despide con un eructo y un insulto. Le respondo el insulto. Lleno de furor etílico se vuelve con un cuchillo en el puño. El ímpetu ciego que lo mueve no le permite ver el furgón que lo embiste como viene. Veo los sesos en el piso. Murió como un perro. Un beodo menos. El conductor me pide que oficie de testigo y me niego diciendo que no vi lo que sucedió. Sobreviene un entredicho. Yo sostengo que no vi el momento del choque y el tipo insiste con que sí lo vi. Él que sí, yo que no, que no y que no. El tipo me impide irme con un empujón. Se lo devuelvo y me retiro. Ciego de odio, el tipo me corre profiriendo unos insultos feroces, lo que no le permite ver un vehículo que lo embiste. Los sesos del beodo se confunden con los del conductor sobrio pero furioso, del furgón que lo embistió.

Pienso en el misterio profundo que posibilitó estos increíbles hechos sucesivos. ¿Qué inmenso poder inverosímil puede producir un evento como este en el que reúne desde el fondo mismo de los tiempos, en un mismo momento y en un mismo punto, ofendido y ofensor, testigo y redentor? Del vehículo que produjo el deceso del ofensor (conductor del furgón) descendieron dos beodos que me pidieron que oficie de testigo. Les dije que se cuiden porque es peligroso detenerse sobre los rieles del tren. No quisieron oírme y se enfurecieron. Me retiré. Recorrí diez o quince metros y escuché con nitidez los gritos de terror, los estériles intentos de freno del tren, el estrépito de los hierros y los vidrios rotos. No quise volver por no tener que repetir que no quiero ser testigo.

El periódico del pueblo dice que los incendios fueron producto de un hecho fortuito, un trozo de vidrio que concentró en un punto fijo el brillo del sol. Pero los vecinos supieron por un peón del intendente que el fuego lo comenzó un grupo de productores sojeros del que su jefe es socio inversor. Después quisieron detenerlo (el incendio, no el intendente) y no pudieron porque se extendió por el monte de piquillín y solo puede extinguirse con un diluvio, pero en este pueblo del demonio no llueve.

Vivimos envueltos en un hongo negro y lo único que llueve es tizne. Los copos descienden en silencio como si fuesen nieve. Los muros, los techos, el templo, el soberbio edificio del municipio, todo teñido de gris oscuro. Intuimos el sol por el rubor que se imprime sobre el fondo negro. Vergonzoso limón cielo ruboroso de tiznegro. Si hubiese tenido dónde meterme, me hubiese ido, pero no tengo, y de lo que no tengo no me quejo. Por ese motivo me quedo.

Los vínculos con el mundo los corté sin querer, o mejor dicho, no tuve otro remedio. Me quedé solo. Después de todo es comprensible, mis conocidos me tienen por loco y me temen. Dejé de reunirme con ellos por no discutir y me fui irguiendo un muro en derredor. Me desequilibré. Un letrero de un negocio de libros, que cerró después de meses de no vender, dice: Don’t forget to write. El letrero me dice que no me olvide de escribir, y yo obedezco. Es cierto que escribir no contribuye con mi inserción en el mundo, pero por lo menos siento que pospone mi suicidio.

Tengo que reconocer que pensé mucho y muy seguido en el suicidio. Lo miré de frente. Reflexioné sobre distintos métodos, formulé objeciones y me figuré beneficios. El de los somníferos con whisky es mi preferido si no fuese por el número de intentos infructuosos que descubrí. No improviso en esto, estudié el fenómeno muy en serio. Lo dice Google y un informe muy serio de IBM. ¿No es suficiente?

El que le sigue, siempre según mi humilde criterio, es el que se conoce en el mundillo de los expertos en intentos infructuosos como el método del «cocinero triste» que consiste en poner en el punto mínimo los tres mecheros y el horno, sin encender el fósforo por supuesto, ingerir los somníferos con whisky, poner un disco de Goyeneche y tenderse en un sillón. El inconveniente de este recurso es el riesgo de que el inmueble explote y termine muriendo gente inocente. Estos dos son los únicos métodos incruentos.

Después vienen otros recursos violentos pero efectivos. El vuelo libre desde un décimo piso, con el riesgo, de nuevo, de que puede morir gente inocente. El tiro de fusil sostenido con un puño y puesto en el mentón, por lo común desnudo y metido en un retrete. Este método es terriblemente cruel con uno mismo, pero puede servir como redención de crímenes ocultos que requieren no solo un exterminio merecido, sino que exigen un condigno gesto.

Otro método muy conocido es ponerse un cordel resistente con un nudo corredizo en torno del cuello y pender de un ombú sólido o de un roble. Según dicen uno muere con el miembro erecto después de emitir los últimos restos se semen. Intuyo que ese último segundo convulsivo debe tener lo suyo. No he oído opiniones de mujeres sobre experimentos de este tipo, quiero decir sobrevivientes de este tipo de último round. De todos modos, si bien morir con el miembro erecto puede ser un bonus, el método requiere esfuerzos previos que suponen un temple que un hombre en crisis por lo común no tiene. Y respecto del toque erótico no sé si el miembro no se yergue por un impulso nervioso o, como lo dijo el doctor Bloom, fenomenólogo reconocido, por erección de origen filoprogenitivo producto del súbito flujo venoso en dirección del vientre y los cuerpos huecos, v.gr. el pene, como si fuese un émbolo en un póstumo soplido.

Un tiro en el oído es un método limpio y sencillo. Es muy posible que ni se ensucie el piso, porque el proyectil se mete directo en el centro del cerebro, ese bollo fofo y gris que lo único que quiere en ese crítico momento, es recibir el plomo en el próximo milisegundo. Y que termine todo.

Poner los dedos en un enchufe, con los pies húmedos. Beber veneno. Prenderse fuego como un Bonzo. Hendirse el vientre con un cuchillo filoso viendo cómo surgen los intestinos y los bofes y corren por el suelo. Suicidio hediondo.

El poético suicidio de inmersión en río profundo; el no menos poético suicidio con Gillette, inmerso en un líquido tibio, dentro de un fuentón de zinc en el toilette. Por mucho que rimen gillette y toilette, es indecoroso.

El suicidio por sobredosis de LSD es propio de músicos y suele seguirse de ellos un notorio incremento en los discos vendidos, pero con Google hoy los discos no se venden. Este es el motivo de muchos suicidios de músicos que no venden sus discos. Lo leí en Google.

Luego vienen los suicidios en público, los suicidios indiscretos, estruendosos, que dependen de otros que los completen:

Tenderse de noche sobre los rieles ni bien un tren emerge de un túnel.

Ponerse en medio de un tiroteo entre milicos y delincuentes.

Si no hubiese múltiples opciones me hubiese decidido sin todos estos retorcijones de sesos. Lo primero es decidirse, tener un motivo fuerte y muchos motivos de repuesto, por si el primer motivo deviniese menos intenso. Eso de no quiero seguir viviendo no sirve, porque ni bien uno lo dice vienen los por qué. Es meterse en discusiones estériles con uno mismo, justo en el momento cúlmine del hombre. Considérese Hombre en su sentido genérico, Hombre o Mujer, en este punto es lo mismo. El suicidio no distingue ni excluye. Todo género es bienvenido.

Luego de decidirse viene lo de elegir un método. Después sigue lo terrible, escoger el momento. Dicen que esto último es un tormento en sí mismo y que después de decidido uno se siente eufórico y libre. Por fin uno es el dueño de su destino. Supongo. Suponen.

Es insufrible que el clero se emperre con el pobre tipo que se suicidó y le niegue el entierro en un cementerio con cruces. ¿Qué pretenden, que lo tiren en un vertedero y que se lo morfen los roedores? Déjenlo de joder, pobre infeliz.

Cruzo un puente que se quedó sin río. En el lecho veo los peces muertos cubiertos por un gris verdoso. Oigo el trote de un equino. Un milico sobre un tordillo esquelético precede un grupo de prisioneros silenciosos. Vienen del frente. Los pobres desconocen el destino que el gobierno les reservó.

De pronto recordé los ojos del cordero; siendo un niño pequeño vi cómo un peón degolló un cordero; lo observé hundirle el cuchillo en el cogote, vi el estremecimiento, el líquido espeso y rojo que brotó en borbollones, los perros bebiendo el líquido en el pequeño río rojo y torrentoso. Oí el estertor y miré los ojos del cordero sin comprender el por qué de ese rito terrible. En ese entonces pensé, ¿por qué no huye?, ¿por qué no se defiende? Los corderos son inocentes, pero fueron elegidos como símbolo de redención. Este es el cordero que redime los crímenes del mundo. Señor, yo no soy digno de que entres en mi cuerpo. Suficiente.

El lunes estoy de turno. Detesto este empleo, pero es lo único que pude conseguir. Con los pocos estudios que tengo no puedo pretender mucho. Los buenos empleos son siempre de los tipos que tienen un poco de cerebro, o por lo menos un título. Desde que empezó el conflicto bélico el ministro del interior propuso revertir el proceso del terrible desempleo ofreciendo puestos en el ejército. Todo el mundo se inscribió. Yo me inscribí. Un vecino me recomendó y entré sin rendir el test de ingreso. Cómo seremos que el Jefe del Ejército es un burro que se recibió de tenedor de libros. Es uno de los pocos que puede escribir; dos o tres tenientes y un coronel. El otro soy yo.

Por mi pulso firme y porque soy obediente, me pusieron como jefe del pelotón de ejecuciones.

Soy el verdugo que les ciñe los ojos con un velo. Me corresponde el exterminio de los corderos que vienen del frente. Por eso detesto los domingos.

Dublín, 17 de junio de 1904

Un texto compuesto por pedido de S.C.

Molly dejó el lecho después que sus sueños turbulentos fueron interrumpidos por el insólito pedido de Leopold, pretendiendo comer huevos con tocino.

–Y, por cierto, un té negro con dos terrones y un poco de leche, como siempre – exigió Poldy, sonriendo y sin exigir.

Por un momento pensó en decirle que se lo sirviese él mismo, pero optó por ceder, siendo después de todo un pedido sencillo; eso sí, murmuró, espero que no se lo tome como costumbre.  Se estiró, se desperezó y bostezó diez veces. ¡Qué bien dormí! Es por eso. Espero que él piense lo mismo. Increíblemente vigoroso. Y con esos músculos. El pecho como un potro. Imposible detenerlo. Si hubiese vuelto me sorprende en pleno jugueteo. Seguro que me hubiese pedido que formemos un trío y que se hubiese puesto en el medio. Siempre quiso corromperme, pero no lo logró, el muy retorcido. Hombres libidinosos. Pero por lo visto tuvo lo suyo. Lo sé porque olí un perfume distinto, y porque durmió como un lirón y roncó como un oso. Mentirosos. Cien bolsillos no son suficientes.

Buscó el sostén y lo encontró luego de mucho revolver, metido entre los tejos ruidosos y el colchón. Un misterio, pensó, yo no lo puse en este recoveco. Tuvo que ser él. Siempre el mismo meterete, don Copete, oliendo mis sostenes y lo que no son sostenes. Cerdo. ¿Cómo pueden ser como son? El bruto pelirrojo con ese trozo de… Queriendo meterlo en todos los orificios como si yo fuese un queso. Pero Poldy es Poldy. Terco como un burro, pero lo elegí; de todos los que me persiguieron él fue el único que perseveró. Mi flor de los montes. Es gentil con hombres y mujeres; los viejos y los niños lo quieren. Es buen signo. Démosle el té.

– ¿Y Stephen? –preguntó Molly, con fingido desinterés– Supongo que duerme como un tronco en el cuchitril de huéspedes.

– Se fue; no quiso ser un estorbo. Eso dijo –respondió Bloom fingiendo el mismo desinterés.

– Oh. De ningún modo puede ser un estorbo. Supongo que se lo dijiste.

– Insistí. Pero él insistió. Nos despedimos en el pórtico.

– Los escuché. Oí los chorros; uno corto y débil; el otro fuerte y sostenido –comentó Molly, en tono burlón.

– En efecto, competimos y lo vencí –respondió Bloom, orgulloso por su triunfo– Si no tiene dónde dormir puede ser que regrese. Le propuse que tome lecciones contigo y que como retribución por su pensión te enseñe griego. Incluso le mencioné lo del tour de conciertos por el norte.

Los griegos deben ser expertos en eso. Y en todo tipo de tours, supongo. Un bello jovencito que me enseñe los principios de Eros. Es justo lo que preciso. Un griego por mi pensión. Molly sonrió en silencio. Recogió del piso los broches del pelo, un culote y un blusón. De pronto un estremecimiento de los pezones le recordó el eterno regreso del ciclo femenino. Sus dedos se hundieron en un tibio líquido viscoso. ¡Puuuj! Dios mío, ¿por qué tuviste que sumirnos en este tormento?

–¡Molly! –gritó Bloom, desde su cómodo lecho.

–Sí, ¿qué quieres? –preguntó Molly.

– Primero, los huevos, poché, silteplé. Segundo, que no se queme el tocino –ordenó, risueño el jocoso Bloom–. Tercero, viertes el té y luego le pones un poco de leche, en ese orden: primero té, luego leche.  Y por último, si llegó el Independent, me lo subes.

– ¡Cómo no! ¡Por supuesto, Milord! –retrucó Molly, obediente.

Bloom, remolón, pensó en los compromisos del viernes. Se propuso conseguir ese suelto sin costo que le exigió Keyes. Me dice que muy posiblemente nos renueve por dos meses. Él quiere que renueve por tres meses. Y yo en el medio, como el miércoles. Q.M.B.E.R.C.D. No entendí el chiste. Que Me Bese El Regio Culo Dublinés, se explicó. No son modos de dirigirse; me debe respeto. Pero Myles es un tipo ingenioso, lo reconozco.

 Mr. Bloom, como se dijo, ingiere con fruición los menudos de pollos, ovinos, cerdos y bovinos. Sobre todo, prefiere los riñones de cordero grillés, con ese dejo tenue como un perfume de orín. Pero Molly le dijo que no pudo conseguir ni de cordero en lo de Buckley ni de cerdo en el otro negocio, Dulugecz o Duglez, o como fuese.

 Metempsicosis. Meten sin coces, pronunció. Voglio e non vorrei. Es lógico, los jueves no tienen. Recién hoy, puede ser. En fin. Bebió un sorbo de té negro. Tengo que conseguir un poco de ese delicioso té indio. En lo de Tom Kernen. Y lo que quedé debiendo en Sweny.

Terminó de comer los huevos y el tocino; se limpió el bigote y se tendió de nuevo, remolón. Tengo que escribirle. Inconscientemente me reveló su nombre: Peggy Griffin. Su primo rugbier es el número quince de los Bective. Querido Henry. Se estiró, ronroneó como un felino, gruñó como un león furioso y un ruido poco menos que imperceptible surgió sibilino por entre los pliegues del cobertor. Bello Cohen. Henry Flower. Olió, frunció y ventiló. Dime, dime. ¿Qué perfume? El queso es indigerible. Y el vino tinto.

El bordón estridente del templo de St. George’s repicó severo, tres veces: ¡Dindón! ¡Dindón! ¡Dindón! Oscuro hierro sonoro. Nueve en punto. Tengo que ponerme en movimiento. ¡Qué bien dormí!

Se metió en el retrete y cumplió con el solemne ejercicio de mover el intestino. Por suerte ese queso del demonio no me constipó. Sin esfuerzo se centró en el periódico recién recibido, permitiendo que los fluidos descendiesen, sólidos y líquidos, por sus distintos conductos respectivos. Los conflictos internos crecen. Revolución. Los escoceses quieren escindirse del Reino Unido. Los ingleses les responden con el envío del King’s Own Regiment. Lo de los bovinos enfermos tiene solución; es un crimen que se los elimine con el rifle y se los incinere. El Excelentísimo Lord de Dublín y su Consorte emprenden un extenso periplo por territorio inglés. Rugby, Terenure College se impuso este jueves sobre Clongowes Woods College 6-0 en un reñido cotejo por el título, con dos tries de su número 2, el hooker Josh Kennedy con sus potentes e indetenibles ciento veinte kilos y sus imponentes dos metros cinco, en el torneo de juveniles Leinster Cup. Estipendios inútiles de dineros públicos y jóvenes que se muelen los huesos en fútiles deportes violentos. Scrum. Odio el rugby; detesto el nombre mismo del odioso deporte: rugger, rugido, rigor, reñir, rencor. En el colegio me pidieron que integre el equipo y me negué. Me dijeron señorito, pelele y mequetrefe. Como si no fuese suficiente con los conflictos bélicos. ¿Qué es esto? ¡House of Keyes! ¡Se equivocó! ¡Le dije House of Keys! Y en vez de lo que le pedí puso el signo X. Incomprensible. Puedo despedirme de este cliente. Por lo menos no tiene costo; pero es inútil. Un desperdicio. Bueno, después de todo es comprensible. Debe ser un puesto difícil. Reciben enormes presiones. Me pregunto cómo duermen, si viven en el periódico. ¡Slt! ¡Slt! ¡Slt! En medio de un ruido enloquecedor. En los vespertinos es peor. Oscuros seres nocturnos. No ven el sol. Y los domingos es peor porque tienen que componer el suplemento de los deportes. Necesito conseguir nuevos clientes. Un leve fruncimiento de control. Plop. Un chorro sostenido. Muy bien, listo.

Se sentó en el enorme fuentón medio lleno de un líquido tibio y espumoso. Se frotó el rostro y los miembros inferiores, los pies, se refregó los miembros superiores, y lo que quedó sumergido, lo frotó, lo frotó y lo frotó. Se detuvo. Es suficiente. Se puso de pie y se vertió sobre el cuello y el lomo un cubo repleto de un líquido tibio y generoso. Limpio y fresco. Se secó el cuerpo, se recortó el bigote y se peinó. Se miró en el espejo y se dedicó un guiño cómplice. Henry Flower (Esq.) le sonrió. Conforme. Tengo que responderle. Ms. Mertle Clifford. Eso que me dices en el oído es sin mundo, por eso te digo mi bribonzuelo. Si no me respondes pronto te reprenderé. ¿Quieres que te discipline con un cinto? ¿Qué perfume prefiere tu mujer?

Mr. Bloom, limpio y prolijo, se despidió de Mrs. Bloom, née Tweedy, con un beso de esposo correcto y diligente. ¿Su regreso? Diecisiete, diecisiete quince, environ.

El portón de ingreso gimió como de costrumbre y gimió de nuevo un segundo después.

– ¡Poldy! –gritó Molly desde el dormitorio, poniéndose el sostén y exhibiendo un seno lujurioso.

– ¿Sí? –respondió Mr. Bloom, sorprendido por el grito de su mujer.

– No te demores, quieres –imploró sonriente.

– No creo que me demore. Un poco de decoro, Molly, pueden verte los vecinos –imploró Mr. Bloom, confundido y serio.

L.Bloom, vendedor de profesión y fenomenólogo por intuición, emprendió su recorrido de costumbre descendiendo por Eccles Street, Frederick Street North, O’Connell Street Upper, donde se detuvo con el propósito de proveerse de bloc, birome y sobre, y continuó por los muelles de Sir John Rogerson.

Requiriendo su proyecto por lo menos un poco de discreción, se decidió por los frescos cubículos del Ormond. Espero que no se me pegue este Richie Goulding. The croppy boy. Deprimente. El mozo sordo le propuso un rincón en el fondo. El discreto Henry Bloom, solicitó con un gesto evidente, un té. El sobre que me envió lo rompí, pero no recuerdo dónde lo tiré. Prevención. Molly es un detective feroz. Creo que fue en el puente. De todos modos, escribí el domicilio en el borde del sombrero. El mozo sordo sonrió comprendió Leopold Flower comprensivo sonriente se sentó. Flopold Blower, circunspecto y con el ceño fruncido, consultó con el borde interno de su sombrero y muy suelto de cuerpo, escribió:

Miss Mertle Clifford

               c/o P.O.

Fleet Street

                         Dublin

Chère Miss Mertle,

Recibí con mucho gusto su correo del 12 de junio ppdo. No comprendo por qué dice que el mismo no me gustó. Su contenido suscitó en mí todo tipo de emociones. Respecto de los sellos que incluí en el sobre, tuvieron el propósito de devolverle el costo por usted incurrido en el referido envío. Si con esto herí sus finos sentimientos, espero que disculpe usted mi gesto que no tuvo, como le digo, intención de ofender, ni mucho menos.

En otro sentido, debo decirle que me sorprende verme reprendido por dichos impropios que no recuerdo ni reconozco. Mi condición de hombre de bien me impide proferir todo tipo de giros obscenos en frente de mujeres o niños. Por ello no creo merecer el vergonzoso mote de “bribonzuelo”. Supongo, por el tenor de su reproche y el contexto, que lo dice usted en tono jocoso y en ese sentido, y en ningún otro, reconozco que el jugueteo propuesto por Usted me produce cierto escozor que mi intelecto no distingue muy bien. No es bueno que crucemos el difuso límite entre lo lúdico y lo grotesco, en bien del mutuo respeto que nos debemos.

Debo decirle que no requiero de Usted ningún servicio. Este cruce periódico de correos es suficiente por el momento. Lo que pienso de Usted no difiere mucho, supongo, de lo que Usted es como mujer. Un ser sensible, inteligente y dulce. ¿Qué otros sentimientos puede pretender Usted de un hombre serio y honesto como yo? No espere de mí excesos sensibleros, delirios místicos ni intentos de suicidio.

Reconozco que poseo un lindo nombre: Henry, como todos mis predecesores Flower desde tiempos remotos. El suyo, Mertle, no es del todo feo.

De hecho, estoy lleno de compromisos imposibles de posponer. Tengo reuniones con clientes; petroleros, hombres de negocios, profesores, en fin, gentes que se rigen por el proverbio inglés de que el tiempo es oro. Mucho me temo que no podremos, según usted insinuó, reunirnos de nuevo. No recuerdo en qué momento fue que, como Usted sugiere, nos reunimos.

Me dice Usted pienso mucho en tí. Le respondo que lo siento. No fue mi intención, no lo es ni puede ser que Usted piense mucho en mí. Desde luego, no pretendo herir sus sentimientos, pero debo ser honesto conmigo y con Usted, Miss Mertle. De todos modos, reconozco que mi ego no es indiferente oyendo, leyendo, su confesión respecto del supuesto hechizo que le produzco como hombre. Los Flower hemos sido desde siempre poco menos que irresistibles. Seductores, si Usted quiere, sin proponérnoslo. Es el gen hebreo, con el toque fogoso de los moros y el típico don de gentes del inglés. Vinimos con Cromwell y nos convertimos en dublineses por elección.

El próximo lunes emprenderé un extenso recorrido por pueblos del norte; el Ulster. Es posible que este tour en concert dure muchos meses. No recibiré correos ni responderé los que se me reenvíen. Mis dependientes tienen órdenes de que no revelen mis distintos domicilios.

Me despido de Usted, Chère Miss Mertle, con todo mi respeto y con el deseo de que goce Usted de un luminoso presente y un venturoso porvenir.

Su Seguro Servidor.

Henry Flower, Esq.

St. Leopold Street

Flowerville

Dublín

Henry Leopold Flower Cromwell Bloom, Esq., puso el severo texto dentro del sobre, lo plegó y se lo metió en un bolsillo interior del terno negro que decidió vestir como signo de duelo respetuoso por el reciente deceso de un conocido. Bebió el té tibio, dejó tres chelines y se fue, silencioso y serio como vino.

Que no se me olvide lo de Sweny. Después tengo que reunirme con Simon y decirle que estuve con su hijo. El pobre teme que sus compinches terminen por perderlo. Es un joven excelente, pero es cierto que su entorno es grotesco. Pobre Simon. Bullicioso y terco como un burro. Orgulloso de su hijo. Tiene motivos suficientes. Doy fe. Si el pequeño Rudy hubiese vivido. Nuestro Pequeño. Bebé. No pudo ser. Un error genético. Si hubiese podido verlo crecer. Oír su voz, oírlo reír en medio de sus juegos. Mi hijo. Yo en sus ojos. Y Milly con su joven novio.

Hoy se corre el premio Gordon Bennett, en Berlín. Tengo que elegir un corredor. Sceptre perdió, pero no jugué. Desperdicio fue el vencedor. Con ese nombre los despistó. Pero el ciclismo es distinto, los hombres son imprevisibles. Puedo invertir unos chelines. Hynes me debe. Se lo pedí sutilmente tres veces. El tesorero tiene dinero, le dije. Pero no quiso entender lo que le insinué. Me dio, por decirlo de otro modo, por eludido. Jeu de mots. Si los pierdo no me duele. El dinero no tiene dueño, solo poseedores. El dueño del inmueble no muere, por eso reciben créditos quienes tienen inmuebles. Los inmuebles y el flujo continuo de sucesores son el sustento de los usureros. Si tienes te presto, pero debes convencerme de que tienes resto. 

***

Después de despedirse de Mr. Bloom, Stephen descendió por Eccles Street con rumbo sur, dobló en Dorset Street y siguió recorriendo Nelson Street y Mountjoy Street. Stephen recordó sus definiciones del despliegue escénico en los momentos previos del crepúsculo. Mr. Bloom vio un fenómeno lumínico. Stephen vio el místico reflejo de un bosque del edén y los infinitos luceros cubiertos con los húmedos frutos del crepúsculo. Espléndido. Hubiese sido sencillo ponerlo en verso. Pero su concepción de lo poético, como si hubiese previsto (imposible porque el tiempo, según nos dicen, es irreversible) o intuido el incómodo discurso que Gombrowicz pronunció en Frey Mocho –un negocio de libros en pleno centro porteño– nueve lustros después, en repudio del verso, los obreros del verso, el mundo de los escritores en verso y todo tipo de sonetos, se lo impidió. No quiso decirlo en verso y por eso solo lo pensó.  Un sol tímido le templó un poco el cuerpo dolorido por los excesos de un jueves intenso, extenso y repleto de inconvenientes. No quiso dormir en lo de Mr. Bloom por pudor. Hubiese sido un estorbo y hubiese tenido que dormir vestido.  O desnudo. Semidesnudo o semivestido. Lecciones de griego por mi propio dormitorio y pensión. ¿Por qué me ofreció ir con ellos? Después de todo no me conoce lo suficiente. Sólo me vio de niño dos o tres veces, por lo que dijo. Él como promotor, su mujer, un prodigio lírico y yo, los tres en un tour de conciertos por el oeste. ¿O dijo por el norte? Un evento cumbre, en el Ulster. Eso. ¿Qué rol cumplo? Love’s Old Sweet Song. Mis compinches del Torreón, Buck y el loco del fusil, pusieron el cerrojo en el portón. Escuché muy bien cómo el hierro mohoso rechinó. Y el clic del pestillo. Fui muy explícito: si este tipo sigue con nosotros, yo me voy. No quiero dormir con un loco como ese. Delirium tremens. Se exploró los bolsillos y encontró £ 1, 7d. Insuficiente. Juzgó imposible recorrer quince kilómetros en su condición. Cogito, sonrió. Ergo sum. Reconsideró su puesto de profesor. Y pensó en el director del colegio, Mr. Dizzy, Rinderpest. Mi monedero tiene un orificio. Usted no tiene dinero porque descree del mérito. Todo hombre debe tener su propio peculio. Yo mismo en mis tiempos fui un joven rebelde. Mis predecesores vinieron con los ejércitos de Cromwell y desde entonces vivimos en este suelo. No creemos en el clero porque sus ministros son enemigos del progreso y sus discursos proponen desorden y desunión. Debemos vivir como un solo pueblo, unidos por estrechos vínculos con un mismo Rey. No soy menos feliz que usted, Mr. Dedelus. Erín es el único pueblo que no persiguió judíos. ¡Porque no les permitió el ingreso! Viejo imbécil. No tengo opciones. Lo único inteligente es seguir con ese empleo. Por lo menos por un tiempo. Después veré.

Stephen, cruzó por el medio de St. Stephen’s Green.  Muerto de sueño y con el vientre hueco, se sentó en un rincón del bello y siempre verde vergel del centro de Dublín. St. Stephen’s, this is my green! Hizo un breve recuento de los libros que hubiese podido vender en el negocio de empeños. Pero reconoció lo inútil del ejercicio puesto que Dilly le confesó que tuvo que venderlos por unos pocos cobres. Releyó un texto inconcluso que encontró en uno de sus bolsillos:

En principio consideremos mi intuición, nos dice Kent, y veremos que mi Cogito es dudoso, porque puede ocurrir que oculte un hecho donde un ser Divino, ilusión de lo Uno, hipoteque un hipotético Yo hipocrecido. “Por eso, nos dice, ¿es posible que Spinoze cumpliese con su vicisitud sustituyendo su nombre, por unos sonidos oscuros? ¡Benedicto judío! ¡Cubriste con lienzos tu ‘Origen’ protegiéndolo (prohibiéndolo), obstruyéndole todos los huecos, con un Siv cumpliendo tu visión del Infinito!” Entonces Kent, precoz defensor del espíritu sobre lo concreto, si bien confundido, vio en Spinoze, el génesis de un Súper Yo mortífero y eterno. Porque en los siglos precedentes, el Pupilo de Hermógenes e hijo de Perictione, extinguiendo todo vetusto progenitor, pudo ver que ningún elemento constitutivo de ese Uno tuvo fin.

El Curvo Segmento primitivo encontró de este modo los dos puntos que debió unir, cumpliendo con creces su perfil sinusoide, hiriendo con su extremo puntudo el frontis del filósofo, que murió creyendo solo por un segundo en un Cogito sin Uno.

Eglinton y Best me pidieron un texto polémico, pero no creo que lo publiquen. Temen los reproches del público, pero no perciben que el público no lee. Los escritores escriben con el cerebro puesto en otros escritores. Temen los reproches de los críticos, no los del público; y mueren por sus elogios. Hizo un bollo con el críptico texto y lo tiró en un bote repleto de desperdicios. Reflexiones de un demente.

Pensó en escribir un elogio de unos textos de Wilde, sobre el nihilismo. Pero un elogio sobre el nihilismo le resultó incoloro, inodoro e insípido. Insulso. Consideró escribir en serio sobre Nish, Nische, Nietzsche, si bien lo tedioso de discurrir sobre un Übermensch lo deprimió. Los filósofos. Son unos embusteros que sólo venden humo; se extienden sobre cuestiones que los terrestres no entienden. En todo lo que propone un filósofo siempre interviene su visión del mundo, su “punto de inicio” desde el que surgen sus reflexiones. Yo digo, se dijo, como dice Nische, que todo el conocimiento o si no todo un buen trozo de lo que conocemos de modo consciente, es el producto directo de un impulso instintivo, y esto incluye el conocimiento filosófico mismo, por mucho que lo nieguen los filósofos de hoy. Eso mismo dice Hegel, según me dicen, porque no lo leí. Ni quiero leerlo.

El filósofo siempre descubre el descrédito de lo que nosotros conocemos por instinto. Por eso es que proponer el hecho consciente como opuesto del instintivo, en mi opinión, constituye un despropósito y no tiene ningún sentido. ¿O no? Después de todo, los dioses son justos, y de nuestros deliciosos vicios construyen dispositivos que nos imponen tormento; el oscuro y vicioso rincón donde él te engendró lo dejó ciego.

Incluso por dinero, incluso si dependiese de ello su propio sustento, Stephen no quiso romper con su compromiso de no escribir sino lo que le produjese contento. El irrestricto contento de escribir con restricciones. Restricciones que producen textos complejos que los lectores perezosos creen ilegibles. Ilegible es el mundo, no los textos, se defendió de sus propios estiletes. Kinch, cuchillo filoso y estridente. Es tridente. Cuchillo, tridente, tenedor. El deseo de comer y de beber lo torturó, pero, como un yogui del Tibet se sobrepuso con un severo ejercicio de control de los sentidos.

Luego de discurrir consigo mismo decidió desprenderse de su bordón, un trozo liso y recto de cerezo pulido, con el puño de cuerno de ciervo e incrustes de oro puro. Doloroso desprendimiento de un objeto querido que recibió de sus predecesores; pero juzgó imprescindible desprenderse de él si su objetivo consiste, como mínimo, en sobrevivir. Miró el reloj. Siete y cinco. Dormitó intermitentemente, entre sueños y delirios recurrentes de espectros conocidos. El término conocido por todos los hombres. Yo, primogénito, en tu vientre. Oh, el fuego del infierno. Sé clemente con Stephen, Señor, te lo pido por mí. Remordimiento de espíritu. Nothung! Vidrios rotos y derrumbe de escombros.  Quiero dormir. Durmió.

Los sueños, como dicen, son un reflejo imperfecto de los deseos incumplidos. No es que él lo supiese, ni mucho menos. Pero de un modo u otro, lo intuyó. El misterio del vuelo en el misterio del sueño. Soñó que después de unos segundos de intensos esfuerzos de su mente, solo de su mente, su cuerpo levitó; empezó con tres brincos y logró sostenerse unos segundos como suspendido en el éter. Luego dio otro brinco potente. Moviendo un poco los hombros y extendiendo los miembros superiores como si fuese un cóndor, se sorprendió de verse suspendido sin poner los pies en el suelo y siguió moviendo los miembros con un penoso esfuerzo que de todos modos lo reconfortó; le costó muchísimo desprenderse dos metros del piso, pero pudo seguir un recorrido con el recurso de los pies, que usó como timón de dirección y moviéndolos como si fuese un buzo sumergido en el vinoso ponto. Voló como un Wilbur o como un Orville Wright. ¡Qué emoción!, se dijo en silencio y lloró conmovido con los ojos resecos. Siguió subiendo, no muchos metros, pero subió, si bien es cierto que lo hizo con un esfuerzo enorme. Voló entre corredores oscuros, sobre techos cubiertos de musgo, sobre conductos renegridos por el hollín, voló entre postes de luz y tendidos telefónicos, confundiendo Howth con Montrouge, O’Connell Street con Rue de Rivoli, College Street con rue de l’Université; quiso seguir subiendo con el fin de eludir el embrollo de los tendidos eléctricos y los esqueletos de los receptores de noticieros. Miró el suelo y lo vio lejos; sintió un súbito estremecimiento producto del vértigo, pero no quiso descender después del esfuerzo hecho. En el sueño no se ve luz; es decir, no existen los sueños luminosos en el sentido de ver un sol como un sol; pero vio vergeles en cierto modo luminosos, vio ríos que intuyó sin peces por un fuerte olor sulfuroso que percibió de repente, los olores en los sueños, otro misterio. En un momento movió los extremos de los dedos y giró sobre sí mismo como un tornillo; temió lo peor, pero movió los dedos en el sentido inverso y recobró el equilibrio, como un gorrión. Voló sobre montes cubiertos de verdes pinos y robles rojizos, debe ser otoño, dedujo con el criterio ilógico del sueño. Vio cerros cubiertos de nieve y senderos repletos de gente con esquíes. Vio un hombre dormido en un extremo de St. Stephen’s Green. ¿Pero con qué luz vio los colores de los cerros, de los pinos, de los robles, si es cierto que no existen los colores sin luz y si es cierto que en los sueños no tenemos luz? El profundo misterio de los sueños. Sintió un fuerte dolor en el cuello y tuvo que descender, no quiso descender, pero tuvo que descender. El descenso fue brusco. Por poco se precipitó.

El remoto repique del templo de St. George lo despertó. Oscuro hierro sonoro. Se estiró, se desperezó, y fumó. Nueve en punto. Pensó en Mrs. McGuinness. Muy lejos. Recordó el cuento de Reuben J. Dodd y su hijo, que un botero recuperó, medio muerto, del Liffey y el florín que el judío le ofreció como premio. Un estipendio inútil, dijo Simon, un exceso de seis chelines. Mejor Dillon’s. Esperó el momento oportuno y entró en lo de Dillon. Defendió su tesoro lo mejor que pudo. Pero como dicen que pierde quien vende urgido si su brete es conocido, perdió. Pidió £ 10, le ofrecieron £7 5d.  Cerró en £ 8. Con ese dinero, reflexionó, vivo el resto del mes. Mrs. McGuinness, mujer de prestigio; Mrs. Cohen, regente de burdel; Mr. Dillon, notorio gentilhombre de Dublín. Dublín de Cohens y McGuinnesses, de Dillons y de Dodds. Los usureros no tienen religión.

Stephen entró en The Ship. Sensiblero es el que prefiere el disfrute sin tener que sufrir el opresivo peso del reconocimiento. Estuve bien. Un pneu exotique. Le mistère pour un Mister. Por lo visto hoy no vinieron. Pretendieron reírse de mí y beberse los frutos de mi esfuerzo. Ellos duermen, y en los vestíbulos de sus oidos vierto. Mi único peculio es un florín, me dijo. Invertir un chelín en un socio como ese hubiese sido mucho. Firmé el convenio y oblé el mes de depósito. En lo sucesivo no dormiré en el Torreón. Es injusto. Ningún juez con dos dedos de frente hubiese desconocido mis derechos como inquilino legítimo. No volveré. Kinch, el sobrenombre que me puso es filoso como un cuchillo. El sonido es como un trozo de tocino sobre el fuego. Choque de hierro con hierro. Su ingenio el esmeril que pule el filo de mi estilete. No bromeo, Kinch. Te ves muy bien siempre que te vistes con un mínimo decoro. Mis pies en sus botines son los pies de otro. No hubiese querido meterme en sus botines, pero él me los ofreció. Botines de segundo pie. Le dejé los míos con un orificio en el izquierdo y tres en el derecho. Eso es porque no soy zurdo. El pie derecho recibe todo el impulso. Derech, izquier, derech, izquier. Los compré en Boul’Mich, creo. Treinte centimes, Monsieur. Bello rostro femenino. Je vous en prie, Mmlle. Bonne soirée, Monsieur. Merci.

–¿Qué le sirvo? –preguntó el mozo con un rostro lleno de poco sueño.

–Huevos con tocino, porotos en tuco y dos chorizos –ordenó Stephen presintiendo los huevos con sus soles líquidos, los porotos tibios y cremosos sumergidos en el tuco rojo y violento de pimentón, los crujidos del tocino y los tiernos cilindros de chorizo. Lo último que ingerí, pensó, fue un bollo medio duro y un nesquik. 

–¿Y de beber? –preguntó el mozo en medio de un incontenible bostezo.

–Un té con leche. Primero té, después un toque de leche. Con dos terrones –especificó Stephen, todo un gourmet.

Stephen, inquieto y molesto por no tener un libro que leer ni medios ni elementos con qué escribir, tomó un periódico viejo que encontró en un revistero:

“Disturbios en Boul’Mich” tituló el vespertino. Donde compré mis botines por treinte centimes. Je vous en prie, Monsieur. Qué ojos. El mundo es un polvorín lleno de conflictos civiles:

Sucedió el último tres de febrero. Cumpliendo con lo dispuesto por un jefe no muy lúcido, un teniente embistió con su regimiento un grupo de revoltosos de diferentes grupos políticos, troskos, prorrusos, rojos y mocosos del P.C.R, quienes, con todo derecho exigen el perdón de cinco condiscípulos recluidos en prisión. Un sólido proyectil recogido de un ruinoso inmueble vecino sobrevoló un enorme furgón negro, repleto de unos simios gordos como bueyes ociosos. Un túmulo surgió en medio de un repecho; se vio un tronco en el piso junto con un montón de vehículos prendidos fuego. Temiendo que un revés produjese su retiro forzoso, Grimeud ordenó su típico pogrom; el pelotón de milicos se cebó, hirió con fusil, irritó los ojos con proyectiles repletos de tóxicos efluvios, demolió con los puños de sus esbirros los cuerpos de muchos moribundos tendidos, e inconscientes en el suelo.

El público se indignó. Un millón de individuos cruzó el cordón periférico y copó todos los ingresos, vinieron desde Vincennes, Clichy, St Denis, Montrouge, St Cloud, unos con pendones negros, otros con pendones rojos, rugiendo veinte dicterios de repudio por los procedimientos de los enemigos de los derechos del pueblo “Dos lustros de gobierno, preferimos el infierno”, “Pierrot embustero, devuélveme el dinero”, “El pueblo, unido, ni muerto ni vencido”.

Un gremio, reuniendo todo el pueblo obrero, consiguió un freno productivo completo. Todo se detuvo: los trenes, el metro, los productores de remedios, los shoppings, los liceos, los molinos, los docks. No quedó ni un solo surtidor con combustible…

El suplemento poético de los domingos; impoluto; como nuevo; ni un ojo se posó sobre estos versos. Pobre escritor. ¿Es inútil escribir? ¿O es inútil escribir en verso? ¿Y qué digo de WS? ¿Por qué él sí y el resto no? Porque sus versos no son versos, se respondió. Son los ríos del espíritu del hombre que fluyeron de su mente y que son irrepetibles por los siglos de los siglos. O, men. Omen. Will Yum? Check’s Peer. El resto simplemente no existe.

 Displicente con todo texto que no fuese propio, como es costumbre de todo escritor desconocido, o incluso de los escritores conocidos que se creen los oh dioses del oh limpio, pero curioso como un felino, leyó un tríptico cuyo ritmo no le resultó del todo desconocido:

RECOGIMIENTO

Sé dócil, oh, Dolor mío, no te inquietes.

Tu Noche descendió, como pediste,

y un tul oscuro envuelve los suburbios;

donde uno ve sosiego, el otro siente miedo.

Siempre que este gentío, en tropel vil,

por el yugo del Deleite, cruel verdugo,

recoge remordimientos en el festejo servil,

no me sueltes, Dolor mío, que no tengo dónde ir.

En el remoto horizonte de los inviernos perdidos,

en los pórticos del cielo, con sus vestidos ruinosos

Ve surgir del ponto, muy sonrientes, los Gemidos;

el sol moribundo se duerme sobre un cerro,

y como un negro lienzo tendido en el Oriente

oye, tesoro, oye, los serenos murmullos de tu Noche.

CORRESPONDIENTES

El Cosmos es un templo de pilotes vivientes

que emiten por momentos mil términos confusos:

donde el hombre se pierde en símbolos difusos

que lo inquieren con ojos conocidos.

Como remotos ecos que de lejos se funden

en un único bloque tenebroso y profundo,

cielo nocturno e inmenso, diurno fulgor,

los perfumes, los colores y sonidos se responden.

Existen perfumes frescos como niños primorosos

Dulces como un oboe, verdes como un vergel,

Y otros, corruptos y fuertes, pútridos y victoriosos,

Que difunden el vigor de los seres infinitos.

Como el mirto, el tomillo, el incienso y el benjuí,

son los himnos del envión del cerebro y el instinto.

LOS MININOS

Los novios fogosos y los doctores serios

quieren del mismo modo en su esplendor

sus gordos mininos perezosos, orgullo del señor,

que son fríos como ellos y, como ellos, quietos son.

Devotos del estudio y los sentidos,

persiguen el silencio y el horror de lo oscuro;

hubiesen sido en Érebo fúnebres corceles

si no fuese por su orgullo, imposible de vencer.

En sus sueños con sus poses de noble se los ve,

como esfinges que se tienden en el fondo del cubil

que fingen, o que pretenden, dormir un sueño sin fin;

bolsillos ciñen sus lomos con mil destellos gloriosos

y unos dijes de oro puro como polvillo de sol

se extienden por sus ojos misteriosos.

Stephen, sorprendido y sumido en un profundo desconcierto, buscó y rebuscó en los pliegues de su cerebro el origen de estos versos. Que los he leído, se dijo, los he leído. ¿Pero dónde demonios los leí? El suplemento ofrece un premio de £7 5d (curioso, muy: lo mismo que me dieron por el empeño de mi bordón). El lector debe decir el nombre del escritor que compuso los tres versos; los tres son del mismo individuo; poner en un sobre el recorte del suplemento con el nombre del misterioso escritor de los versos, incluir nombre y domicilio del remitente e introducir el sobre en el buzón del periódico. El concurso vence el próximo nueve de junio. Veni, vidi, vinci. Vencido. De todos modos, no lo recuerdo.

Repuesto, con el espíritu luminoso y el vientre repleto, Stephen continuó su recorrido. Murmuró y entonó, contento, when on the world the mists… El fresco viento del norte le produjo un súbito estremecimiento. Se puso frío, ¿o me volví sensible de pronto? El sol brilló en los vidrios de Byrne’s; cruzó. Siguió en tono melodioso, comes love’s old sweet sooong. El tono es como el pito de un tren que corre por el horizonte. Un poco triste. Remoto. Como despidiéndose de un ser querido. Los miles y miles que mueren en el frente. Detente. El sol le entibió el rostro, pero el espléndido brillo por poco lo encegueció. Frunció el ceño, si bien de todos modos pudo entrever el perfil de unos muslos soberbios. Softly it wove itself into our being… Oh, Señor no dejes que este ex devoto tuyo se prive de envolverse entre esos muslos turgentes. ¡Mujeres! ¡Mujeres en cuero!, gritó en silencio repitiendo lo de Serpentine Street, pidiendo el socorro del demonio. Sosiego. Un poco. Just this song of twilight, when the lights were low… Justo ese furgón que se entromete, Guinness is good for you. You’re good for Guinness. You’re gold for Guinness. Beodez omnipresente. El entretenimiento nocturno de los dublineses. Se esfumó. No tengo suerte. Un Erín sobrio es un Erín libre. Comes Love’s old sweet song. Sin rumbo fijo dobló por Frederick Street. ¿Es posible que? Son los mismos muslos. Un hermoso rostro y un bello cuerpo de mujer con unos muslos de ensueño, se mezcló con el gentío. Ese es un cuerpo felino. Sintió un golpe en el pecho y notó un súbito rubor desconocido. El ser misterioso cruzó y entró en un edificio de frente rojo con un enorme letrero: Finn’s Hotel. Es justo lo que necesito, se dijo Stephen. Un hotel.

Stephen entró y se quitó el sombrero. Con un gesto pidió un whisky, doble, un porrón de guinness y un litro de vino del Rhin, bien frío o mejor un frío eléctrico, eso dijo. Tomó del bolsillo el recorte de un pliego cuyo origen no recordó. Sobre un pupitre del hotel vio un tintero lleno y pidió un plumín. Se sentó y escribió el primer jeroglífico que se le ocurrió:

Riverrun

Un mundo diurno con su sol de limón

El sol de limón de Hugo S1vino requiere que se lo comente, no que se lo elogie; escribo pues mis reflexiones sobre su libro. ¿Pero cómo? No como escriben los críticos que se ponen en jueces exclusivos de los textos de otros ni con el tono cómplice de quienes se ponen en el mismo nivel del escritor, como si fuesen su otro yo y entendiesen todo lo que el hombre escribió y lo comprendiesen desde un conocimiento superior. El crítico que se pone en el rol del progenitor sentencioso, juicioso y solemne que todo lo conoce; de dónde lo conoce todo no lo sé. El típico estúpido ensoberbecido por cierto tipo de conocimientos seudocientíficos. ¿Pero entonces cómo? ¿Qué criterio seguiré? El mío. Un método que denomino restrictivo. Prescindo de los giros de rigor, me empeño en eludir los senderos llenos de pies yendo y viniendo, voy por donde no veo signos de dirección. ¿Esto tiene como fin exhibirme como ingenioso? No. Es un método que uso siempre que quiero escribir sobre cuestiones de mi exclusivo interés, sobre cuestiones que merecen el esfuerzo de eludir, de omitir, de decir de otro modo, de huir de lo obvio, en honor del libro sobre el que escribo. Debo decir que mi exclusivo interés es eso mismo, no son cuestiones de orden público y es dificilísimo que despierten el interés de otros. No se me hubiese ocurrido escribir sobre un libro que no me gustó, no hubiese sentido el impulso porque por lo común no critico. Puteo solo, es cierto, rezongo, me enojo con los textos estúpidos, con los novelones de estío, los versos dulzones y ese tipo de expresiones, pero no destilo veneno por un sueldo, no sé si me explico. Che. Vos, ¿oíste? Porque lo digo por vos, ¿mentedés?

Seguro que no me expliqué muy bien, pero ese no es el punto. El punto en discusión, o mejor dicho en reflexión, es el libro de Hugo S1vino sobre lo diurno y su bendito sol de limón. En uno de mis escritos inéditos describí mi discusión con un pintor sobre su modernismo de bijouterie. Le dije que los movimientos estéticos son meros ejercicios estilísticos. El tipo no me entendió, pero lo mismo discutimos sobre lo que ninguno de los dos comprende muy bien: el sentido estético. Me propuse, fingí, exhibir conocimientos que no tengo por el solo hecho de discutir un poco, y con esto en mente le dije que ellos (“ustedes los pintores modernos”) conciben el sol como un limón borroso. Eso dije. Increíble porque me surgió sin motivo. Surgió porque surgió, como todo lo que me surge de repente, porque sí. Y, sorprendido yo mismo y el hombre, de mi insólito ejemplo, le dije que un buen pintor debe reproducir en su lienzo el espíritu de un limón, es decir el intenso estremecimiento y el fresco temblor que nuestros cerebros perciben de sólo oír el término limón. Un insólito vínculo que me une con Hugo, este repentino ejemplo del sol como un limón, escrito inédito que precedió en meses el hecho, doblemente fortuito, de leer el libro de Hugo. Pero dejémonos de joder con los textos propios. Hoy quiero escribir sobre lo que vi en el libro que comento.

Los libros que se vierten en otros léxicos requieren de un escritor que los reescribe según su percepción y sus conocimientos. Este es un oficio, dice Hugo, que se muere o mejor dicho, se murió (p.130). Lo liquidó el súper negocio del best-seller. El rezongo de Hugo es doloroso, pero él no quiere comprensión y por eso me detengo en este punto y prefiero no comprenderlo. Los que viven de su oficio sufren el deterioro que les infieren los que imponen sus condiciones. Tome o deje. Y como uno tiene que comer, no tiene otro remedio que ceder. Es cierto que los libros que uno quiere verter en nuestro léxico no tienen el soporte de los editores. Ellos sólo quieren lo que vende y no todo lo que vende es bueno.

Lo mismo sucede con los textos que uno propone. Los editores ni los leen porque no leen escritores criollos, excepto los dos o tres que venden y el resto no existe, por decreto. ¿Cómo resuelve esto el escritor? ¿Es posible escribir hoy? Escribir siempre es posible. Es el deber del escritor, escribir siempre sin morder el freno desoyendo los consejos que le proponen los gerentes que no leen porque no tienen tiempo ni escriben porque lo de ellos es vender. Entonces, si escribir es posible, uno debe escribir y conseguirse los medios que requiere producir un libro e imprimirlo con el fin de que circule. Distinto es si uno pretende vivir de lo que escribe (p.70). Eso sí que es difícil, vivir, escribir y ser genuino y honesto con uno mismo. Muy, pero muy difícil. Vivir no es sencillo, ser genuino es complejo, ser honesto con uno mismo es menos difícil que serlo con el prójimo. Porque no tenemos testigos y por lo común cedemos. No concibo el hombre que pierde un póker enfrente del espejo. Conociendo como conocemos los trucos solo obedecemos leyes que son de sencillo cumplimiento o cuyo incumplimiento es imperceptible o tiene un costo ridículo. Entre el Yo y el Yo, siempre vence el Yo. En este mismo segmento de su libro, Hugo nos dice que no bebe vino, que descree del vino como signo. En esto coincido y no coincido, el vino me lo tomo (¿debo decir bebo?) pero descreo como él en lo del signo. Como en los lentes redondos de los filósofos peludos, el lujoso desorden de los pintores y los bohemios verseros. Filloy fue juez y no se tiñó el pelo de verde ni, creo, fumó opio. Y si lo hizo, je m’en fous. Los gestos, los guiños y los signos son propios de tilingos.

Hugo se enfurece con los imbéciles, duro epíteto, que sugieren no leer los libros de Joyce (p.55) Estos, dice Hugo, permiten que se ignoren los libros de Joyce porque dicen que son simples ejercicios de estilo, ilegibles y presumidos, que nutren un vigoroso comercio de eruditos que viven de congreso en congreso. En principio es un poco duro el epíteto que usó Hugo, pero es propio de su espíritu belicoso. ¡Ojo con el tono comprensivo! Lo cierto es que Joyce tiene un público, que no es mejor ni peor que otro. Sobre gustos, dijo un viejo comiéndose los mocos, no existen escritos que fijen un criterio único. De todos modos, coincido en que no se puede pretender ejercer el oficio de crítico sin leer todo el libro que se quiere destruir y eso sucede y puedo decirlo con testimonios directos.

¿Qué ficción? Yo no escribo ficciones. ¿Es sordo ese tipo? Intempestivo, Hugo, nos dice (p.88) que no escribe ficciones. Lo dudo. Todos escribimos ficciones porque somos seres ficticios. De otro modo no se puede vivir, Hugo. Todos fingimos. De un modo u otro, todos nos mentimos. Poco o mucho. Pero mentimos y decir lo opuesto no es sino seguir mintiendo. Entonces reivindico lo ficcioso, término muy poco ortodoxo pero entendible, entre bomberos no nos pisemos los conductos gomosos. Pero como concepto polémico es legítimo. Hugo no escribió este libro con el fin de que le froten el lomo y es lógico que provoque. El que piense que el poncho es suyo, que se lo lleve.

Yo me repito, él se repite, tú te repites y ellos se repiten. Todos nos repetimos, Hugo, no te excuses. Escribimos sobre lo único que podemos escribir, siempre sobre nosotros mismos, ficción o no ficción, en el fondo del pozo todos vemos en lo que escribimos, nuestros propios reflejos. Morbos, vicios, miedos, sentimientos efusivos, odios, perversiones, todo lo que ponemos en otros nos pertenece. Escondido o evidente. Por lo menos en su espíritu, ¿dijo Goethe?, todos los hombres y mujeres cometieron –cometimos– todos los crímenes, ¿o no? En otro sentido, ¿De quién es el hueco del tiempo? (p.97). Mío no. Yo, como dice Hugo (p.108) registro todo lo que sucede. Con este mismo método, el de Hugo, escribí un texto cuyo título es El tiempo es suizo. Oigo un nuevo sonido que describe muy bien lo que uno pudo ver en los viejos velorios nocturnos en los que el muerto siempre tuvo sus fieles custodios:  en otro rincón, zumbido de mujeres en el murmullo (p.123). De no creer. Hoy los muertos son rescoldo en diez minutos o duermen en un frigorífico.

Hugo nos dice (p.161): Sueño con un toco de dinero que me dé un poco de sosiego, lejos de todo, viviendo en un islote. Un gol épico. Coincido con vos, Hugo. Ese gol en el último segundo, ese gol épico es el sueño de todos los que escriben, creo. Pero el primero que lo consigue consigue el desprecio del resto. Esto es propio del hombre. Si el que consigue el toco de dinero es uno, eso es legítimo, si lo consigue otro, entonces ese se vendió. Y ojo que soy yo mismo quien lo dice, ¿eh? Porque no puedo con mi cretinismo. Lo disimulo todo lo que puedo, pero en el momento menos oportuno, surge como un escorpión. En un tiempo no estuve muy lejos de obtener un premio de renombre por un novelón que escribí. Quedé entre los diez que un grupo de jueces seleccionó. Estuve en el evento muerto de nervios, escuché los nombres de quienes obtuvieron el tercer premio, después el segundo premio y en el momento de oír otro nombre, el del tipo que recibió el primer premio, hice un medio giro y me fugué en medio de los vítores que no fueron en mi honor y sin el cheque que me hubiese producido un enorme sosiego. Y me fui convencido de los nulos méritos del feliz vencedor. Esto lo confieso sin orgullo por supuesto.  Pero no es de mí, qué cuernos, que quiero escribir. Me excedí en el Yo hice. Yo hice esto, Yo hice lo otro. Perecdón. Oh, qué error, qué no. Perdón.

Es cierto que todo se dijo, pero no por eso dejemos de escribir. ¿El tono? ¿El registro? ¿Los tiempos de verbo? ¿Pretérito imperfecto, presente histórico, futuro ficticio? No existen los métodos prohibidos. Uno escribe sobre lo que puede y se repite como un loro, como los viejos repiten lo que comen. Y esto no es correcto ni incorrecto, puede ser que el lector tire el libro en el indoro o que lo queme, pero como eso no lo vemos no existe. No estoy presente y si lo estoy, no quiero ser visible (p.174) Coincido con Hugo, pero, pero, pero, todos queremos ser visibles, es propio del hombre. Lo dije, mil veces, lo digo de nuevo. Es un decir, entiendo, pero uno de esos decires que nos mentimos y nos desmentimos. Mujeres y hombres, niños, jóvenes y viejos quieren un poco de reconocimiento. Un pobre se ve en los pies (p.175). Luminoso. Otro dicho espléndido: No existe eso de mono y mono y medio, lo mono es todo y se extiende por el universo (p. 182). ¡Glorioso! Lo incorporo, como todo lo precedente porque lo que leo me nutre.

El libro de Hugo es un continuo ir y venir entre el continente europeo y el culo del tiempo o el culo del mundo. Es un flujo y un reflujo entre lo consciente y lo inconsciente, el recorrido por un exilio que no concluyó, un recorrido por los recovecos de los suburbios porteños, por los sentimientos de los inquilinos pobres que se reconocen por el olor de los pulóveres húmedos y los botines deformes. En el libro de Hugo vemos los roperos cubiertos por el reflejo del sol de limón que nos devuelve un río enorme, bruno y perezoso, olemos los tilos y oímos los silbidos melodiosos del tren. Hugo S1vino, como pidió Gombrowicz, muevo mi oído derecho en tu honor.

El sol del veinticinco viene subiendo

Sube el sol. Primero se insinuó con los trinos de los benteveos y los gorriones que son los primeros que lo ven, lo sienten, mejor dicho, como un tenue rubor sobre el horizonte; después siguen los tordos, los mirlos, los loros, los lechuzones y por último, todo en ese estricto orden cronológico, los chorlitos, de donde viene el dicho, entró como un chorlito, que quiere decir ser un ingenuo, un crédulo, o un bicho que no ve lo evidente, por ejemplo el sol del veinticinco que evidentemente es un sol distinto, el sol del veinticinco de diciembre. Por lo común es un sol tórrido en el hemisferio sur y un sol gélido en el hemisferio norte donde viven los renos y el gordo del vestido rojo y los bolsones con sus juguetes de dudoso origen que no coinciden con los juguetes pedidos por los niños. Como podemos ver, se lo mire como se lo mire, el del veinticinco es un sol diferente. Tórrido o gélido siempre viene con un cúmulo de sentimientos complejos. Es el sol posterior de los excesos nocturnos precedentes, es el sol que no queremos ver porque su reflejo nos hiere los ojos y hubiésemos preferido seguir durmiendo.

¿Por qué tiene que ser siempre de ese modo? Porque el sol es el sol y tiene que subir. Es lo que le corresponde dentro del giro inconcebible del universo. Es su función. ¿Quién lo dispuso? De eso y de otros muchos tópicos por el estilo discutimos después del brindis. Envueltos en un rigor discursivo poco consistente esgrimimos todo tipo de tesis sobre el sentido de lo existente. Hubo posiciones que sostuvieron el principio, el origen histórico del tiempo como un iceberg con el fondo imponente de un telón oscuro. Esto lo dijo uno de mis primos que ninguno invitó pero que vino por unos minutos justo en el momento en que encendí el fuego (miré mi reloj: dieciocho diez) y se quedó porque nos resultó incómodo pedirle que se fuese. El tipo comió como si no hubiese comido en todo el mes y bebió como quien viene del desierto. Con su evidente beodez y todo, mi primo dijo lo que dijo, esto que les cuento sobre el origen del tiempo, con cierto sentido poético. Por eso lo registro. En ese momento, justo después del brindis se produjo el serio incidente con los vecinos, los inquilinos del dúplex de enfrente. Es que los muy imbéciles nos sorprendieron con unos tremendos obuses multicolores que hicieron explosión y descendieron sobre el techo con el consiguiente peligro de incendio. Los niños y los perros se pusieron como locos y mis tres hijos intervinieron de modo vehemente. Yo quise intervenir, pero en medio de empujones y rezongos me lo impidieron. El tiroteo festivo cesó. Hubo insultos, gritos, empellones y un esputo que un oportuno golpe de viento desvió de lo que hubiese sido su objetivo, es decir mi rostro. Luego de unos minutos dimos por concluido el incidente y seguimos comiendo y bebiendo, ellos con los suyos y nosotros con los nuestros y el intruso de mi primo.

Los nietos urdieron un complot; quisieron ver el rostro del viejito jocoso Jojojó (Pére Noël) y se escondieron en un rincón, pero como el jocoso viejo Jojonoel es omnipotente e invisible los niños se durmieron en un sueño repleto de desilusión. Discurrimos sobre el efecto de este tipo de embustes en el proceso evolutivo de los niños. ¿Qué sentido tiene mentirles de ese modo? ¿No es cierto que es cruel? Hubo posiciones, como siempre, diferentes. Unos dijeron que es inocuo, otros que es indecente, que produce resentimientos que no se resuelven, que el posterior descubrimiento del embuste es el cimiento sobre el que se construyen los delirios míticos y místicos de no pocos hombres y mujeres. El inconsciente del niño consiente en emitir un juicio mentiroso sobre lo que ese mismo niño consciente percibe como cierto. Esto dijo, cito con estricto rigor, esto lo dijo insisto, un sobrino de mi mujer cuyo nombre no recuerdo. Creo que se presentó como Roberto o Rigoberto, pero los que me conocen, bromeó, me dicen Beto. Beto es psicólogo, o por lo menos eso dijo. Como es costumbre entre los criollos se discutió de todo, deportes, los sueldos de los políticos, el costo de los servicios públicos y el costo de los servicios secretos, los encubrimientos del clero respecto de un religioso porteño y su repetido sometimiento de un grupo de niños sordos, el precio excesivo de los remedios, los logros del gobierno precedente, los créditos del fondo, los peligros que se ciernen en el horizonte.

El pollo me quedó seco y el lechón crudo en el medio. Puse tres chorizos y un trozo que me vendieron como ternero y que terminó siendo toro viejo, duro y reseco como un cinto de cuero. Lo que comimos nos decepcionó. Todos dijeron que les resultó muy tierno, pero yo vi los esfuerzos que hicieron por no escupirlo. Es muy incómodo decir lo que uno tiene que decir. Es preferible mentir un poco porque sin mentir no se puede vivir. Un poco por costumbre y un poco porque sí, comí y bebí en exceso. El incidente con los vecinos me deprimió. Porque tengo que verlos sí o sí. El tipo vende no sé qué. Es el típico joven emprendedor. Tiene dos vehículos y los domingos relucen como nuevos. Su mujer tiene un pelo rubio que supo ser negro y no pone sus dos ojos sobre mí como si yo fuese invisible. De todos modos, si me descuido suelo dirigirle inútilmente un estéril gesto cortés. Tienen un bebé de meses. Es todo lo que sé de estos vecinos ruidosos con los que tuvimos el incidente. El jocoso viejo Jojojó no fue descubierto por los niños. Dejó sus juguetes en el comedor y se fue sin mucho ruido, como vino. Tomé vino, fernet, whisky y oporto con el postre.

El primo de mi mujer, Roberto, Rigoberto o Beto discutió feo con el otro primo que vino por unos minutos y que se quedó sin que lo invitemos, comiendo y bebiendo como un vikingo. De qué discutieron no recuerdo muy bien, pero se dijeron de todo; cuestiones pendientes, celos, chismes, distintos enfoques sobre cuestiones de índole político, todo por los efectos deletéreos de los mejunjes etílicos sobre el espíritu del hombre.

Mi mujer se fue hoy en el primer vuelo. No dormí bien. Me desperté cinco menos diez con un humor de perros. Con los trinos de los benteveos y los gorriones que son los primeros en ver el sol, lo sienten, como he dicho, como un tenue rubor sobre el horizonte; después escuché el pío pío de los tordos, los mirlos, los loros, los lechuzones y por último, todo en ese estricto orden cronológico, los chorlitos. Quiero ser preciso y por eso me corrijo: los últimos no fueron los chorlitos, hoy el último fue un cocoricó remoto que no sé de dónde vino. Tenemos hijos y nietos viviendo en el exterior. El primero de enero comeré solo; no me quejo. Si estoy solo no discuto ni me peleo. Como y bebo menos. Es posible que me tire en un sillón y dormite leyendo un libro de los pocos que tengo. Mis otros hijos tienen sus compromisos y no pueden venir. Creo que ellos sufren con este tipo de reuniones, pero no me lo dicen. Me conocen e intuyen lo que puedo decir o no decir, conocen mis chistes serios, mi decir irónico, mis reflexiones incoherentes sobre un pretérito inexistente, un presente borroso y un futuro incierto. Todo lo dije mil veces. Por eso entiendo sus bostezos y su creciente desinterés en lo que digo. Ni yo mismo me creo lo que digo. Figúrense ellos o mi pobre mujer, que recién se fue. Sospecho que se fue por un tiempo y que su irse puede no tener retorno.

Hoy tendremos un miércoles tórrido, dice el pronóstico. No tengo deseos de comer ni de beber. Sólo beberé un poco de jugo. Veo el césped reseco y me deprimo. Riego. El césped reverdece. Se produce un revoloteo de gorriones en torno del chorro brilloso y fresco. Los gorriones. Pobres gorriones, me digo, pero por lo menos son libres, me respondo.  El sol del veinticinco me dio de lleno en los ojos y me encegueció. Entro. Los vecinos duermen. Hubiese querido tener un potente explosivo y ponérselos en el portón. Uno de esos viejos y sonoros rompeportones demoledores. Puro TNT. Estos de hoy son todos cohetes chinos, producidos por Explosivos Cochinos SRL. Pero el efecto crisis funcionó; el festejo duró menos de diez minutos. Diez o quince beodos de todos los sexos posibles vienen en tropel profiriendo insultos por doquier. Uno de ellos se detiene y sosteniéndose de un pino vierte un chorro verdoso y espeso como si fuese el monte Vesubio en erupción. Los otros ríen siguiendo su recorrido en un estrepitoso serpenteo repleto de violento descontrol, rompiendo todo lo que ven. El sol inclemente secó el vómito en pocos minutos. Unos perros esqueléticos se comieron los sólidos.

Desde chico siempre detesté los veinticinco de diciembre. El sol del veinticinco en un momento se tiene que poner. Entonces, si puedo, dormiré un poco.

Los incendios de Sydney

Querido lector etcetcetc estos textos que te ofrezco surgen si no siempre por lo común de un sueño que sobrevive los últimos segundos entre uno y otro límite en ese territorio del que ningún coronel puede sentirse dueño justo en ese segundo que precede el morir del sueño y sus tesoros suelo tener en un rincón de mi cerebro un segmento libre de borrones donde escribo esto que te muestro hoy sin puntos ni signos con el propósito de irme por donde los dedos me lleven y ejercer lo que se dice un ejercicio ejército ejercer ejercicio lo que se dice repito ejercer este ejercicio destilo remedo de monólogo interior que si bien no es novedoso ni mucho menos sí lo es en un sentido no evidente en principio y es como mínimo infrecuente en estos tiempos que vivimos en que todo sucede de un modo incomprensible si bien es cierto que el mundo fue es y posiblemente continúe siendo incomprensible pero no quiero perder el hilo porque me conozco y suele sucederme este sueño o los poquísimos segmentos que recuerdo me conmovió y por eso lo cuento no difiere mucho de lo que vemos por tevé un mundo seco y muerto de sed osos convertidos en esqueletos en el polo norte petreles y pingüinos cubiertos de un pingüe petróleo de negocio quiero decir ungidos de petróleo que es un pingüe negocio floreciente que destruye el globo pero vuelvo sobre lo escrito un mundo seco y muerto de sed los incendios en Sydney con millones de pinos robles fresnos frondosos y frescos se convierten en rescoldo en un segundo destruyendo los indefensos seres vivos que viven en ellos los pobres nidos los pobres huevos los pobres pichones de benteveos jilgueros gorriones loros colibríes o colibrís no estoy seguro los horneros que no se si tienen en Sydney pero lo mismo esos osos dormilones que viven prendidos de los troncos todos muertos en explosiones de fuego y los bomberos en medio del infierno impotentes como dormidos muriéndose de miedo y de sed como héroes sin sueldo y el gobierno que no quiere reducirles los impuestos y los pobres tipos socorriendo hombres niños y mujeres de los bosques que perdieron todos sus bienes pero que siguen creyendo dicen sonriendo en un  noticiero de cnn o de bbc no recuerdo porque esos pormenores se hunden en los pliegues de mi sueño los incendios de Sydney me conmovieron porque en esos bosques infinitos en esos desiertos inconcebibles viven pueblos primitivos negros de un negro intensísimo semidesnudos con morros gordos y pelo crespo que se visten con cueros de cueros de qué cueros de los bichos que consiguen indios que el reino unido que merece mejor el mote de hundido que de reino conquistó humilló liquidó como es de rigor como debe ser con los podridos reinos de todo el mundo estos indios hoy viven como los nuestros en el olvido pero por lo menos el odioso reino hundido se indiogestó perdón se indigestó de remordimiento y les pidió perdón en público y los incorporó y tienen sueldos dignísimos por no joder y no interferir con el progreso de nsw y el resto de los territorio del norte, del sur y del oeste bueno estos indios como dije viven en los bosques y de los bosques y de los bichos que viven en los bosques entonces perdieron todo lo que tienen el noticioso dice que hubo veintinueve muertos pero debo decir que no les creo con esos terribles incendios no pudieron morir sólo veintinueve es un cuento cuyo fin desconozco no quieren infundir temor y lo peor es que no llueve como en mi pueblo donde no llueve desde el último mes de julio en que llovieron tres milímetros y hoy es diecinueve de enero de dos mil veinte y todo es viento y polvo tórrido bochornoso como en Sydney pero sin fuego ni bomberos perplejos nuestros bomberos tienen sueldo y son muy poco requeridos pues en este pueblo enfermo los bomberos no pueden ser héroes como en Sydney o como los ingleses de Londres que tuvieron esos fuegos de los que se enorgullecen como Nerón tuvo el suyo porque construyeron sus edificios con pino cedro y roble y cubrieron los techos con yuyos secos y entonces cómo no tener fuegos dignos del infierno y miles de muertos y templos destruidos y cientos de bomberos que se convierten vivos o muertos en héroes eternos de un pueblo que los reconoce poniendo sus nombres en pórticos de pensiles públicos los fuegos que tenemos nosotros en este rincón inhóspito del mundo son unos fuegos débiles que se extinguen con un buen chorro de orín de los primeros bomberos que concurren fuegos que el periodismo indiferente extingue con su mezquino ninguneo escondiéndolos en el pliego veinte entre los deportes y los decesos y por ese motivo quienes hubiesen sido héroes gloriosos siguen siendo unos olímpicos desconocidos y en Sydney siguen los incendios por doquier sin orden por supuesto y sin concierto recuerdo ese coloso tricornio símbolo turístico de este pueblo junto con el puente el monumento operístico de Sydney espero que no se incendie lo mismo ellos no suspendieron los juegos pirotécnicos de fin de diciembre en fin este sueño fogoso se fue extinguiendo y después observé un golfo con un contorno de edificios y yo en uno de estos y gente en medio del golfo en botes y veleros y de repente gritos y un creciente ondeo cuyo rolido inmenso se llevó todo y me quedé solo en un silencio líquido en medio de sollozos por completo conmovido por lo visto los opuestos el líquido del golfo y los fuegos de Sydney los gritos y sollozos y el silencio el gentío y yo solo en el edificio entumecido de miedo sin poder moverme después si bien es cierto que esto de después es muy impreciso porque bien pudo ser primero el torrente del golfo y segundo el fuego o no pero lo cierto es que en un momento veo en el noticiero pudo ser incluso tv5 o rte pero creo que fue en efecto cnn veo como digo un dúo dos seres dos mellizos hombres jóvenes se los exhibe como un fenómeno dorso con dorso el reportero sonriente dice que los mellizos son únicos en su tipo los mellizos sonríen de reojo puesto que no se los ve de frente lo que es obvio pues en su posición dorso con dorso no hubiese sido posible verlos sonreír de reojo y sólo hubiésemos o hubiese yo podido ver uno y no los dos como los vi o veo o vimos en síntesis en un inglés confuso porque bien pudo ser en frenchinglés o en íberinglish el reportero dijo que los mellizos sordomudos  viven unidos por el dorso y que tienen mujer e hijos que oyen y no son mudos  y viven desunidos independientes y felices los cónyuges duermen como no puede ser de otro modo en el mismo lecho y que tienen un perfecto sincronismo en todo lo que incluye el sexo con sus correspondientes jugueteos previos y reposos posteriores los requerimientos fisiológicos del cuerpo que tienen un doble inodoro un bidet con doble chorro un piletón de proporciones donde sus mujeres se sumergen con ellos los mellizos se movieron como exhibiéndose en un entorno de exposición de fenómenos científicos y me sorprendió verlos desde mi posición de ensueño en frente de dos espejos opuestos ofreciéndose signos con los dedos o escribiendo el emisor breves textos que el receptor tuvo que reconvertir y devolver invertidos de nuevo un público invisible explotó en vítores y el locutor en off profirió los nombres de quienes hicieron posible este exclusivo informe y en ese mismo segundo clic me desperté del todo y escribí lo que querido lector lees o leíste de un tirón

Oremos

Hoy es domingo veintidós del tercer mes de dos mil veinte. Me desperté con el sol y no pude seguir durmiendo. De pronto escuché tres golpes en el portón del frente. Me inquieté, temiendo lo peor. Me quedé quieto y un sudor frío recorrió mi cuerpo. Respiré hondo. ¿Quién puede ser?, me pregunté. Siguió un silencio profundo, por muy domingo que fuese, el silencio no fue un silencio común sino un silencio espeso, viscoso, sonoro, lleno de miedo. Después de unos minutos, dos o tres, que fueron como siglos, volvieron los golpes. Se me heló el cuerpo, pero venciendo el miedo di un brinco y dejé el lecho con el firme propósito de responder.

Espié por los visillos. Vi el cielo gris y el suelo húmedo y entre el suelo y el cielo, el rostro lívido y ojeroso de un hombre joven morocho y de ojos oscuros. Le pregunté el por qué de los golpes y me respondió diciendo que vino con un pedido; por supuesto quise conocer el tipo de pedido y el joven respondió diciendo tener dos o tres cuestiones que discutir conmigo, en nombre de gente que requiere socorro:

–Desde el fondo del pozo les pedimos socorro, señor –expresó en tono sereno.

–¿Es usted un mendigo, joven? –le pregunté con discreción.

–En cierto modo, desde el momento que vengo con un ruego –replicó con un léxico poco común en este tipo de individuos –. Pobre, soy, pero no mendigo.

–¿Y en qué puedo serle útil? –pregunté muy solícito y con un poco menos de miedo, con el portón de por medio, por supuesto.

–Quiero que me escuche unos minutos –lo escueto de su pedido me sorprendió.

Como si estuviese con su confesor un domingo en el templo, el joven, en tono sereno, pero no por eso menos firme, se extendió:

–Vivo en un sitio en el que usted no hubiese permitido que sus perros entren. Este sitio fue mi belén y en él vivo con los míos, mis progenitores viejos, mis primos y dos vecinos que no tienen dónde meterse.

–Oh, lo siento… –glosé un poco conmovido, pero con el fin de que su discurso fuese breve, y le ofrecí dinero.

–No quiero su dinero, señor, quiero que me escuche, si es posible –me dijo reprendiendo sutilmente mi interrupción.

–Lo escucho –concedí.

–Como le digo, el sitio donde vivo es inhóspito en todo el sentido del término. Convivimos con todo tipo de pestes, nos comen los mosquitos, nos persiguen los roedores y los insectos de todo tipo, reptiles, ofidios y murceguillos son los reyes del distrito. Los felinos esqueléticos y los espectros de perros sin dueño constituyen nuestros guisos domingueros, porque entre lunes y viernes comemos lo que podemos. Los pequeños comen en los comederos y los otros en los colegios, si tienen suerte.

–Si, comprendo, eso es crónico en nuestro… –intenté convertir su monólogo en un coloquio, pero fue inútil. El joven ignoró mi incipiente esbozo de opinión.

–Ustedes comprenden lo que no conocen; pero no vengo con reproches, no es el momento. Los que me hicieron este pedido quieren que los represente bien, que explique con detenimiento lo que viven. Usted no puede comprender, como le digo, porque no nos conoce. Nos ve en los periódicos, nos ve en televisión, nos ve desde el coche yendo o viniendo de su empleo. Hoy, que todo se desplomó, ustedes viven de lo que tienen en stock. Tienen bonos, pesos, instrumentos de crédito de todo tipo y nosotros, señor, no tenemos un peso dividido tres. Y el gobierno nos pide que nos encerremos…

–Usted comprende que es por el bien de todos… –peroré, soberbio, defendiéndome de modo preventivo.

–… en bien de todos. Eso es lo cómico. Nosotros somos los infelices de siempre. En tiempos buenos tenemos que poner el hombro y en el momento en que el mundo se convierte en escombros nos exigen que nos encerremos en bien de todos. Es obvio –resumió con un suspiro– que el término todos no nos incluye.

–No desespere, joven; en un futuro próximo… –retomé, previsor.

–No tuvimos, no tenemos, y no tendremos futuro, jefe. Nosotros no. Pero no se inquiete, ustedes y nosotros, hoy, somos del mismo equipo. Nos hundimos todos juntos, no lo dude.

–Su visión es un poco… –comenté.

–Nuestro futuro es sólo un presente concreto, no sé si me entiende. El hoy, en nuestros distritos, es este minuto y los siguientes. El tiempo, señor, lo medimos por el intenso, menos intenso o ligero, deseo de comer. Ese es nuestro futuro. Por eso nos ve en los cruces con un trozo de género y un cuenco con líquido espumoso pretendiendo detergerle los vidrios de su coche impoluto. Y usted ni nos sonríe y siempre nos dice que no, exhibiendo sus colmillos como un rotweiler furioso. Usted no se pone ni un segundo en nuestro sitio. Y reitero, no es un reproche, sólo describo lo que los míos, y yo, por supuesto, sentimos.

–En eso coincido, pero… –no supe qué decir y opté por un minuto de silencio.

–Por eso, porque no tuvimos ni tenemos, ni tendremos un futuro como el que ustedes creen tener, es que se nos ve de vez en vez queriendo sostener el equilibrio sobre un monociclo, esgrimiendo cinco o seis bolos coloridos que se ven como sostenidos inmóviles en el éter, en los pocos segundos disponibles en los cruces entre el breve foco rojo y el verde sorpresivo. Los bilingües nos dicen clowns, los menos instruidos, bufones, y los groseros e insensibles nos cubren de insultos. Y muchos de nosotros, un servidor, por ejemplo, de todos modos, sonreímos y con el crepúsculo en cierne, reunimos unos pesos que nos permiten comer.

–Reconozco que ese tipo de oficios… –quise decir que ese tipo de oficios es poco productivo, pero el joven no me lo permitió.

–Pero hoy que todo es temor y depresión, hoy que no podemos movernos, no tenemos opción. Nuestros únicos ingresos fueron y son los servicios menudos; vendemos nueces, miel, morrones, encendedores. Si conseguimos fósforos, vendemos fósforos; si un tipo nos ofrece vender broches, vendemos broches en el tren. ¿Se preguntó usted qué monto se obtiene después de recorrer todo un tren, entre Temperley y Constitución? ¿Y se preguntó cómo se vive sin eso porque los trenes, llenos de terror, no se mueven o se mueven, pero sin gente?

–Ese tipo de cuestiones… –esgrimí en mi reflexión inconsecuente por su consecuente interrupción.

–Ese tipo de cuestiones no son de su interés; es sencillo. No se disculpe. Es como es. Todo es como es, pero de repente todo dejó de ser lo que fue. Y entonces ustedes sienten que el mundo explotó, que se desfondó. Siento decirle que el mundo no tiene fondo. Y si lo tiene es un fondo remoto y oscuro. Por eso le dije primero que desde el fondo del pozo venimos pidiendo socorro. Esto que ustedes sienten hoy, que perdieron los empleos, que no pueden ir donde quieren, que no pueden poner sobre el fuego un trozo de lomo o un bife de chorizo crujiente, es lo que nosotros sentimos desde siempre. No poder. No tener. Ver que todo cruje y el vecino es indiferente. Y por si fuese poco, piense usted, qué hubiese sucedido con nosotros enfermos e indigentes. Porque ustedes creen que tienen derechos preexistentes; sus exclusivos nosocomios no nos hubiesen permitido el ingreso, pero hoy no tienen opción.

–Siempre tienen los nosocomios públicos –dije con convicción.

–Descuide; hoy todos los nosocomios son públicos. Los hoteles, los edificios nuevos sin inquilinos, los regimientos, todos fueron convertidos en nosocomios públicos. Lo que los vecinos de mi distrito me piden es que se registre en el espíritu del pueblo su terrible e insostenible condición. Usted que vive en un edificio sólido, que tiene con qué vivir, que sólo sufre incordios minúsculos, se siente deprimido y triste o furioso. Figúrese nosotros. Como usted vive hoy, nosotros hemos vivido siempre. Con el horizonte sombrío, remoto, lúgubre, viviendo en un eterno sueño que se vuelve humo con el despunte del sol. Sin futuro, señor.

–Yo no puedo moverme de mi domicilio. Considere que sufro restricciones como usted. –protesté.

–Sus restricciones le permiten leer o ver televisión en el living-room, dormir en uno de sus muchos dormitorios, sumergirse en el piletón, comer en el quincho, tenderse sobre el césped. Nosotros dormimos siete en un recinto de tres por tres. Pero de todos modos no quiero seguir extendiéndome. Usted fue gentil conmigo y me prestó el oído unos minutos, por lo que le quedo muy reconocido.

–Hombre, es lo menos que puedo… –reconocí, reconociendo, reconocido, su reconocimiento.

–Lo que le pido, si puede, es que se comunique con los suyos, con los de su círculo, con los del club, con sus compinches, con sus socios, con los vecinos del country.

–Cómo no; ¿y qué les digo?

–Puede decirles, en nombre de los que no tienen voz y que de vez en vez tienen voto, que si este infierno por fin se resuelve en un futuro, no se olviden que sobrevivieron porque nosotros cumplimos con lo que ninguno de ellos supuso que hubiésemos podido cumplir. Sufrimos el encierro, nosotros, en beneficio de todos, no procedimos como leones furiosos, como hubiésemos podido proceder; obedecimos en silencio, contribuyendo con el bien común. Pero después, en los tiempos en que el miedo quede en el pretérito remoto como un recuerdo horrible y borroso, no queremos oír sus estupideces sobre el pebeí, los recortes económicos, los brotes verdes y los esfuerzos de todos por un futuro mejor. Porque, escuche, jefe, nosotros nos ponemos un término concreto y un objetivo. Si después de todo lo que hemos sufrido desde que el tiempo es tiempo y lo que tendremos que sufrir los sumergidos, ustedes vuelven con sus viejos cuentos del tío, lo que se viene, y no es chiste, es diez mil veces peor.

El hombre se despidió y yo me despedí de él. Quedé confundido. Me tiré de nuevo en el lecho, pero no pude dormir. Me incorporé de nuevo. Recompuse su monólogo y mi interrumpido coloquio y como pude lo escribí. Como un testimonio de lo que este hombre joven me pidió.

Oremos.

El encierro

Mire jefe, yo creo que esto se pone feo. Le digo jefe por ponerle un nombre. Esto que escribo, lo escribo con el único propósito de que en el futuro quede un registro de lo que sucedió. Yo no sé qué dice usted, pero huelo un tufo medio fulero en todo este proceso que venimos sufriendo. Entiendo su pedido de que nos encerremos todos y nos quedemos dentro, pero todo tiene un límite. Desde principios de 2020 venimos oyendo lo mismo y le recuerdo que hoy, en el momento que escribo, es jueves veintinueve de junio de dos mil veintinueve, es decir que corrieron poco menos de dos lustros. Los primeros meses fueron duros, pero después, con el correr del tiempo y viendo los cientos de miles de muertos que hubo que prender fuego porque no quedó un sitio libre en los cementerios, nos convencimos de lo terrible del virus. El primer invierno fue cruel, pero creo que no le digo ningún hecho novedoso si le digo que, visto desde este hoy, lo que vivimos entonces fue un juego de niños. Fueron cientos de miles, pero sobre todo viejos y pobres, es decir, ese tipo de gente que de uno u otro modo, debe morir, tiene que morir y por fin se muere. El hecho de que no se permitiesen los velorios simplificó un poco el duelo. Como no se los lloró, lo que se sintió fue un dolor ficticio, un remedo de dolor. Quien no lloró como se debe no puede sentirse lo suficientemente triste. Quien no se fumó un pucho en el borde del féretro, quien no contó un chiste en un corrillo de viejos compinches, quien no se rio con decoro de los visibles defectos del muerto, quien no lo criticó un poco escurriéndose los mocos de emoción, no se murió un poco con el muerto, como debe ser en un velorio que se respete. ¿Qué un pobre viudo no pudo beberse un whisky con el vecino de enfrente después de perder el único ser que tiene en este mundo? Ningún muerto puede sentirse despedido en su último periplo. Primero hubo desfiles infinitos yendo y volviendo de los cementerios; después siguieron los ritos de fuego, pero el éter se volvió tóxico y nos llovieron corpúsculos oscuros, nombres desconocidos, sueños truncos, flecos de idilios y todo ese tipo de microscópicos espectros cenicientos. Hubo que detener los ritos del fuego y se optó por diluciones en líquidos corrosivos, pero los líquidos se vertieron en los ríos y los ríos confluyeron en los diques y tuvimos que bebernos cientos de miles de cerebros disueltos y nos fuimos volviendo crecientemente tontos. Y entonces, como muy posiblemente usted recuerde, corrió como un reguero de fósforo el método de los vuelos en los Hércules, que en su momento hicieron furor. El Congreso votó por el Sí. Ese fue el principio del fin.  Si no me equivoco, usted puede corregirme si no es cierto, se hicieron ciento quince mil vuelos en los primeros doce meses, es decir, nueve mil seiscientos vuelos por mes, con trescientos cuerpos por vuelo lo que es decir dos millones novecientos mil despojos de hombres jóvenes y viejos, mujeres y niños. O por lo menos eso es lo que dicen los medios. Recuerdo lo que se dijo de nosotros en el mundo entero, pero sobre todo lo que dijeron nuestros vecinos del otro borde del río color de león. Nos dijeron de todo menos bonitos. Ellos fueron quienes nos pusieron el mote de urgentinos; los urgentinos esto, los urgentinos lo otro. Creo que lo que dijeron de nosotros lo tuvimos muy merecido. Los cuerpos podridos se les fueron metiendo en el frente costero de Montevideo y tuvieron que demoler el espigón que se convirtió en un sepulcro de diez kilómetros de extensión. Y como si eso fuese poco les pudrimos el líquido elemento y tuvieron que socorrerlos con buques y tuvieron suerte en no morir de sed.

En esos tiempos, los primeros veinte meses de reclusión, nos pidieron cien veces que siguiésemos con el encierro. Es sólo por el resto del mes, dijeron. Que el otoño benévolo demoró el pico, que el invierno, por lo común riguroso, no fue lo suficientemente frío, que después de septiembre, octubre y noviembre con nuestros primeros soles fuertes el virus, muy posiblemente estuviese en el hemisferio norte por los meses de diciembre, enero y febrero. Pero el sitio de todos los pueblos del territorio se profundizó con el control del ejército. Los viejos siguieron muriendo por cientos de miles y comenzó el turno de los hombres menos viejos, y siguieron los jóvenes, sin distinción de sexo. Los primeros reproches fueron tibios, porque el pueblo, felino miedoso, quiso creer en un pronto equilibrio y en el seguro fin de un sueño feo. Pero los meses se fueron sucediendo y un tedio siniestro corrompió los espíritus menos corrompibles. Fieles y opositores se unieron en un coro de sordos violentos. Y de pronto sobrevino el descontrol; los reproches devinieron en secuestros extorsivos de miembros del gobierno exigiendo soluciones imposibles o poniendo condiciones de imposible cumplimiento que se convirtieron en ejecuciones inclementes. El gobierno, enloquecido, respondió con un endurecimiento del encierro. Se hicieron reuniones cumbre que el periodismo cubrió en vivo y en directo si bien siempre desde el exterior y emitiendo todo tipo de suposiciones; los noteros visiblemente nerviosos repitieron mil veces los mismos términos: pico inminente, en segundos volvemos, reconocidos epidemiólogos, estricto protocolo, incremento de los índices.  Se decidió que quien fuese detenido por infringir disposiciones vigentes sufriese prisión sin límite de tiempo y, desde luego, sin juicio previo. Esto incentivó el furor del pueblo que, sin distinción de tintes políticos, se unió en un solo grito neurótico esgrimiendo estruendosos utensilios: que gobierne el ejército. Por los medios se profirieron encendidos discursos defendiendo lo imprescindible de su intervención en bien del orden público. Y usted que en su momento lo vivió como lo hemos vivido los cincuentones vio como es esto. Los milicos muy zorros se hicieron los desentendidos por un tiempo, sonriendo muy serios porque presintieron, o mejor dicho, olieron el tufillo del desquite que siempre quisieron tener. Recuerdo el lunes lluvioso en que escuché los primeros motores como unos truenos remotos en el horizonte. Después vinieron los silbidos y por último el concierto de explosiones y el cielo rojo y negro de fuego y humo. Los ministerios, el Congreso, los municipios, los templos y el edificio del Gobierno se convirtieron en escombros.

Un teniente coronel leyó un texto por televisión teniendo como fondo el pendón bicolor con un sol sonriente en el medio: por expreso pedido del Pueblo, dijo, el Ejército, cumpliendo con su ineludible deber cívico, ocupó el poder de modo provisorio, etc., etc. El resto figúreselo usted.

Los focos infecciosos, dijo un epidemiólogo de muchísimo prestigio si bien desconocido por todos nosotros, deben ser suprimidos de modo urgente. Siguiendo ese criterio construyeron el enorme muro que incluso hoy se ve desde lejos y por dos meses no permitieron ingresos ni egresos. Todo un mes oímos los terribles gritos de los internos, pero no pudimos intervenir. Los gritos se fueron extinguiendo. Es lo que se conoce como el sitio de Retiro. Se comieron los perros, los loros y los felinos, los roedores y los reptiles que pudieron conseguir. Y por fin se comieron entre ellos. Ningún medio, ni escrito ni televisivo, mostró lo sucedido. Primero porque se prohibió y segundo porque el nuevo gobierno lo ocultó con el Primer Torneo Ecuménico de Fútbol Remoto, un engendro sin público que se disputó por ese bodrio novedoso que se denominó telencuentros, entre selecciones de muñecos del Congo, Perú, Chile, Egipto y México. Según dijeron los periódicos, Clorín y Noción, el Ecuménico fue un éxito que demostró lo que puede conseguir un pueblo unido.

Ni bien empezó el sitio de los distritos del norte los ricos quisieron irse, pero no pudieron. Porque como es lógico nuestros vecinos dispusieron el cierre completo de sus propios territorios. De todos modos, los ricos insistieron exhibiendo pilones de dinero en efectivo. Unos pocos pudieron corromper uno que otro miembro de los controles fronterizos, pero fueron cinco o seis excepciones y el resto terminó volviendo como pudo emprendiendo periplos bochornosos y llenos de peligro. Todos perdieron sus tesoros porque el gobierno, por medio del ejército, se los confiscó en beneficio de los millones y millones de menesterosos que pudimos sobrevivir. Los ministros emprendieron censos frenéticos, registros minuciosos, proyectos ciclópeos, imprimieron sesudos volúmenes, hicieron pronósticos de todo tipo que se volvieron obsoletos en minutos, escribieron discursos ridículos que el presidente de turno leyó muy circunspecto. Los jueces fueron insuficientes por los cientos de miles de conflictos que surgieron entre los individuos por cientos de miles de compromisos incumplidos; los jurisconsultos perdieron sus expedientes en los incendios y los robos de sus estudios que fomentó e instituyó un grupo de delincuentes económicos y prófugos que cometieron horribles homicidios y no menos horrorosos femicidios. Los presidios, muertos o enfermos los custodios, se convirtieron en hoteles de lujo donde los presos se ofrecieron de gerentes, mozos o cocineros según sus conocimientos.  Los distritos ribereños del noreste, que supieron ser exclusivos reductos de peleles y mequetrefes vendedores de humo, son hoy lotes trigueros que el gobierno sembró como un medio de nutrir un pueblo esquelético y piojoso. Sus torreones, sus colegios bilingües, sus courts de tenis, sus clubes de rugby y hockey, sus piletones y sus circuitos de remo, fueron demolidos porque sí. Los piquetes se dividieron por colores y los objetivos se resolvieron por sorteo. Núñez, Vicente López, Olivos y Tigre, son hoy desiertos irreconocibles.

Los gobiernos, civiles sostenidos por el ejército y el clero o del ejército sostenidos por civiles y el clero, se fueron sucediendo en períodos decrecientes. Ninguno pudo conseguir cierto equilibrio. Hubo gente decente y de los otros, pillos y honestos, delincuentes y dirigentes impolutos, pero ninguno sobrevivió. En poco tiempo los poderosos medios primero sugirieron, después pidieron y por último exigieron vehementemente soluciones que ninguno pudo ofrecer. Todo empeoró. Y lo que el lunes se vio horrible, el miércoles lució pésimo y el viernes resultó diez veces peor. Los eruditos en cuestiones de índole económico, siguiendo órdenes y consejos del FMI, pidieron que se deje de emitir dinero y exigieron disminuir el déficit público. El pueblo exigió que se los fusile por insensibles y el gobierno, por eso de Vox Populi, Vox Dei, en efecto, los fusiló un lunes tormentoso. Los buitres se comieron los despojos de estos ilustres voceros del imperio que pendieron de cientos de postes pudriéndose por meses y meses.

Después de infinitos proyectos de solución se creó el Ministerio de lo Posible con el propósito de descubrir el núcleo del conflicto eterno y, dentro de lo posible, resolverlo. De este ministerio surgió un ente que recibió el nombre de Instituto de Resolución de lo Insoluble y que el pueblo, siempre ingenioso, renombró pronto como el INRI. No resultó, por ende, curioso que el Director del efímero Instituto muriese por crucifixión y que fuese expuesto en su cruz todo un bochornoso mes de enero por un expediente que, un tiempo después, un juez probo determinó que fue tendencioso, ficticio, improcedente y nulo. El juez probo, queriendo servir de ejemplo, terminó de escribir sus tres extensos volúmenes sobre lo justo y lo injusto y se colgó en pleno centro, el domingo veintinueve de febrero de dos mil veintisiete. Los medios dijeron que fue un homicidio urdido por enemigos políticos del occiso y sectores opositores del gobierno de turno.

Poco menos de dos lustros después del comienzo de este infierno, el Nuevo Orden Ecuménico, el ente que preside los destinos del mundo, no consiguió mucho. El virus simplemente fue recibiendo otros nombres con lo que se extendió el concepto de que el infecto corpúsculo de origen fue vencido. Pero según dicen los rumores sigue siendo el mismo virus mortífero de siempre. Muchos científicos recibieron títulos honoríficos por sus increíbles descubrimientos, se volvieron célebres, se convirtieron en líderes políticos y después de un tiempo fueron desmentidos por los hechos y sumidos en el olvido o recibieron el convite de un exilio forzoso.

Los vínculos entre hombres y mujeres, jóvenes, viejos y niños de todos los sexos posibles se rompieron; el miedo edificó un muro que hoy es imposible demoler. De un modo u otro quienes no viven de un puesto en el gobierno o reciben un subsidio insuficiente, consiguen el sustento del modo que pueden. Los productores, desposeídos de sus extensos feudos o sus minúsculos vergeles se convirtieron en peones o en grises dependientes de un municipio. Los que supieron ser sus bienes, equinos, bovinos y ovinos, hoy corren libres por todo el territorio perseguidos por ejércitos de indigentes sin fusiles ni proyectiles. Dos por tres muere un toro o un potro viejo. Los gritos de contento de los perseguidores se oyen desde lejos y se ve refulgir el humo y fuego de los fogones.

El deporte como lo conocimos se terminó. Los ídolos sobreviven ejerciendo oficios humildes y los menos notorios prefirieron reconvertirse en mendigos lo que les permite vivir con cierto sosiego y sin muchos compromisos.

El último congreso del Nuevo Orden Ecuménico, que se celebró en lo que fue London City –hoy Longdown– reconoció que lo único que puede reconstruir el mundo es un nuevo conflicto bélico de proporciones. El proyecto recibió un buen número de votos positivos y es posible que en pocos meses comiencen los primeros movimientos. El ciclo económico, dicen los expertos, tiene que ponerse de nuevo en movimiento. El éxito del proyecto es inminente. Pero, de todos modos, el encierro sigue.

El moderno constructor de poder

Muy bien. He decidido construir poder. Es un oprobio que no lo hice en el curso de mi extenso existir, pero hoy me decidí y empiezo. ¿Método? Creo que el método es lo de menos, lo que se requiere en un principio es quererlo. Sin querer no existe poder. ¿Y cómo se vuelve un individuo poderoso? Creo que en el comienzo todo tipo poderoso o que pretende ejercer un poco de poder sobre su entorno, es un individuo que descree de sí mismo y se siente incómodo con su propio yo, por lo que requiere el concurso de otros yo que lo soporten. Por lo común es un tipo celoso y posesivo. Debo volverme entonces, si es que no lo soy, celoso y posesivo. No existe el poder sin celos, y si no miremos un poco el mundo.  No existe poder sin poseedor compulsivo. En otros tiempos el primogénito lo heredó todo de su progenitor y los hijos subsiguientes tuvieron que convertirse en mendigos o urdir crímenes horrendos y concluir con el dominio despótico del primogénito. Construir poder, dicen en estos tiempos los esotéricos filósofos televisivos, es imponerse sobre los otros, en un pueblo, territorio, distrito, jurisdicción, dentro de un equipo de fútbol, un club de tejo, un presidio o el grupo que fuese, esgrimiendo motivos seductores o infundiendo miedo, que pueden ser en beneficio de todos o en beneficio propio. En esto no coinciden los teóricos.

En otros tiempos se entendió como construcción el hecho de erigir un edificio, un templo o un fuerte. Construir fue un oficio de hombres fuertes e inteligentes cuyo ingenio pobló el mundo de monumentos bellos y poco menos que perennes. Hoy, en estos tiempos que nos tocó vivir, un tilingo con dos dedos de frente, un pelele con muchos teléfonos, un mequetrefe sin escrúpulos, un oscuro poligrillo, un indecoroso impostor o un ignoto sin estudios específicos ni conocimientos concretos de ningún orden se dice constructor. Pero, en el nombre de Diez, ¿qué pueden erigir estos intrépidos?

Es menester definir el origen del poder. ¿De dónde viene el poder? ¿Quién lo concede? Preguntémonos este tipo de cuestiones si queremos entender. Respecto del origen del poder se tejieron y se tejen todo tipo de hipótesis. Unos dicen de Dios, otros dicen del Demonio, otros dicen del Pueblo. Los que proponen el nombre de Dios como fuente de todo Poder escriben volúmenes sobre el Derecho Divino y lo imponen sin permitir disensos. Lo Omnipotente se convierte en el eje de todos sus discursos urdiendo de ese modo un velo turbio de conceptos oscuros llenos de prejuicios. Los que ven en el Demonio (Belcebú, Mefistófeles, Behemot, Bégimo, Lucifer, etc.) el origen de todo poder esgrimen los mismos conceptos, levemente distintos en cuestiones de orden litúrgico, ritos y cursus honorum, pero idénticos desde que suponen siempre un ser Omnipotente. Uno, el Divino, es Bueno y Justo, el otro, el Perverso, es Cruel e Injusto. Cero y Uno. Derecho e Izquierdo. Lo de siempre.

¿Pero cómo desciende ese poder? ¿Cómo se concede? Los ortodoxos sugieren que, por su tejido intrínseco, por su peso específico (¿quién lo conoce, me pregunto?) el poder sólo puede descender y que quien, en el nivel inferior, lo recibe, sólo recibe un corpúsculo ínfimo de ese poder infinito. Por supuesto, con un corpúsculo ínfimo de ese Poder Infinito, Todopoderoso y Omnímodo que se extiende por todo el Universo, el receptor se convierte, por ejemplo, en rey, en ministro, en juez, en presidente de un club de fútbol, de un comité de fomento, de un grupo político o de todo un pueblo. ¿Y entonces, cómo se produce ese descenso? De esto no existen testimonios de individuos vivos. Sí existen testimonios escritos de visiones de donde se obtuvieron instrucciones y pormenores de este proceso. Por lo común un individuo decide vivir solo en el medio del desierto o en el punto cúlmine de un monte. Este individuo se despide de los suyos y de sus discípulos, si los tiene, y sobrevive uno o dos lustros comiendo insectos y yuyos y se sumerge en reflexiones y rezos pidiendo que su Señor o su Líder lo ilumine. Después de un tiempo desciende del monte o vuelve del desierto inhóspito, con el cuerpo enteco, esquelético, los pelos greñudos, increíblemente mugriento, pero con el rostro lleno de luz y provisto de un conocimiento divino que difunde entre su séquito de fieles. Estos conocimientos incluyen por lo común un códice religioso, ético, filosófico y político que no puede discutirse pues quien ose discutirlo es tenido por hereje y debe emprender un urgente exilio forzoso. Después el individuo, en medio de fuertes convulsiones, profiere el nombre del nuevo líder y muere.

Los sucesivos herederos del poder deben tener presente en todo momento el origen divino del mismo y por consiguiente deben proceder de modo ético, no deben mentir ni producir sufrimientos entre sus súbditos; en breve, deben seguir lo que el vidente les reveló. Lo que es, podemos decirlo sin rubor, infrecuente si no imposible de cumplir. Pero el poder, según este criterio, es Divino.

Menos divino, pero no por eso menos misterioso y retorcido, es el concepto que sostiene que el poder sube desde el pueblo y que es éste quien lo pone en un individuo de su elección. Como vemos, es el concepto inverso que se opone y que destruye el poder de origen divino. Este supuesto surgió por los excesos de todo tipo cometidos por presidentes inescrupulosos, reyezuelos estúpidos, virreyes despóticos, reyes disolutos y obispos licenciosos. Todo tiene un límite, dijeron los sufridos súbditos y de repente el divino jolgorio se terminó y con él el Divino Poder, sus sucesores, sus privilegios, sus usufructos y sus concesiones de derechos excéntricos. Y este movimiento opuesto no fue menos cruel que el divino. El pueblo, creyéndose el nuevo rey, impuso todo tipo de oprobio sobre los ricos, los degolló por el solo hecho de serlo, les quitó títulos, honores y bienes, los deportó, los exterminó. Este exterminio no fue simbólico sino bien concreto. Pero los bienes de los ricos, sus fuertes, sus edificios, sus extensísimos dominios llenos de ovinos, bovinos, porcinos y equinos, sus robles, sus pinos y sus vergeles se convirtieron en bienes del pueblo, y el Poder del Pueblo, porque siendo el Pueblo un concepto incorpóreo no puede ejercer per se el poder que tiene (¿tiene o no tiene?) engendró un grupo de gente de negocios, res populi, que le sirvió de gerente. Y con ello empezó lo que terminó siendo el colorido gobierno de los CEO’s. El término res populi se difundió como un hit y después vino lo de res público, etc. Lo que sucede con este invento es que quien se propone de presidente de lo que fuese y obtiene lo que se propuso (¡Oh, Poder!) es decir, el poder por el poder mismo y después lo vemos, suele ser remiso en el momento de devolverlo, el poder, y emprende todo tipo de ingenios con el propósito de extender el período por el que se lo nombró en el puesto. Estos ingenios incluyen retoques en el cómputo de votos, destierro de opositores, sobornos de reporteros televisivos, producción de noticieros ficticios, jugueteos impúdicos con jueces inescrupulosos, difusión de títulos ponzoñosos en los periódicos de prestigio inmerecido y cientos de otros trucos bien conocidos por todos.

De los dos orígenes o fuentes del poder, el menos perverso, estimo, es el segundo. Por lo menos tiene el mérito de poner en el Pueblo, si bien por un tiempo breve -el tiempo de emitir el voto- un corpúsculo diminuto de Poder. Y en el minuto y medio del voto, el inteligente y el tilingo, el loco y el cuerdo, el mequetrefe y el obrero, el peón y el productor de trigo y toros, el pelele y el listo, el cornudo y el seductor, el pituco y el greñudo, el señor y el petimetre, incluso los presos y los residentes en el exterior, mujeres, jóvenes y viejos, emiten en un sobre su opinión. Lo que sucede después con esos sobres y sus millones de opiniones, es un misterio del destino, pero el voto, el poder del pueblo en su condición de dios/rey, se emitió. 

 ¿Qué elementos son imprescindibles en el moderno constructor de poder? Los modernos codos. Es imperioso que el individuo que decide construir poder despeje el sendero de todo objeto molesto. Los opositores, si no pueden ser convertidos en socios menores, sin voz ni voto, deben ser tenidos por enemigos. Los ojos, porque uno debe ver lo invisible, percibir lo que se ve de un modo, pero es de otro. Los oídos, porque oyendo bien se oye lo que no se dice, que es, en último término, lo único digno de oírse. Tener un cerebro vivo y despierto pero frío como un viejo difunto es lo que impide que uno se precipite en el momento en que lo oportuno es tener el temple justo, el pulso firme y el rebenque escondido. Buenos pulmones que se fumen todo tipo de humos, pestilentes, tóxicos o benignos, pero humo todos ellos. Debe tener el moderno constructor de poder el completo dominio de su sinhueso. No debe ceder ni conceder, incluso si entiende que es evidente que incurre en un error, por grosero que este fuese; siempre debe emitir el último juicio, el veredicto definitivo en todo tipo de discusión. Sus reflexiones deben conseguir el soporte de sus seguidores convertidos en meros oyentes, diciendo, por supuesto, lo que los oyentes quieren oír y procediendo luego del modo que su intuición o su instinto le indiquen como menos peligroso y que no perjudique sus proyectos de poder. Y si esto coincide con el interés de los suyos, bien, y si coincide incluso con el interés de sus opositores, mejor, pero si por uno de esos curiosos prodigios del destino fuese coincidente con el interés público o de todos, muchísimo mejor.

El constructor de poder no debe, por ende, no debo, tener sentimientos efusivos muy profundos. No debe tener ídolos ni ser vervoroso (sin querer escribí Vervoroso queriendo decir Fervoroso; de todos modos propongo Verboroso, Verborroso, Ferborroso,  como un discurso dicho por un señor fogoso en un tono verboso, copioso en conceptos borrosos, férreos pero dudosos, o, por ponerlo de otro modo, menos horroroso que lúcido, menos leve que ocioso) seguidor de ningún otro individuo. En nuestro mundo, el suyo y el mío, el mundo de los constructores de poder, los otros son competidores. El fervor suele ser ciego, los ciegos no ven, el que no ve tiene que despedirse del poder. No he visto, si bien es cierto que no lo he visto todo, líderes ciegos. Mucho menos debe tener convicciones o principios rígidos puesto que esto último es un escollo menos productivo que inútil. Los principios y convicciones deben ser flexibles y de ningún modo pueden ser los cimientos de un proyecto de poder. Deben ser un leitmotiv, un estribillo, un sonsonete que conviene repetir de vez en vez como un modo de distinguirse de los opositores. Se requiere tener siempre en mente que el poder es veleidoso, voluble, ligero, frívolo y proteico. Y que, por ser veleidoso, voluble, ligero, frívolo y proteico, corrompe si se lo ejerce sin tener presente su condición. Todo individuo poderoso obtuvo su poder siendo, en un momento u otro, infiel con quien lo puso en el puesto por el que él luchó sin denuedo y por fin consiguió. Es propio del poder, su condición de infiel le es inherente. Incluso podemos prescindir del término infiel, que tiene un inmerecido tufillo despectivo. Consideremos el buen número de fieles que merecen nuestro desprecio. Fieles defensores de privilegios injustos, fieles esbirros del terror. Ser fiel o infiel no quiere decir mucho. No debe ser un elogio ni convertirse en un insulto. Posiblemente todos hemos sido infieles y si se me permite cito lo que dijo el señor Goëthe, cuyos gruesos volúmenes no he leído: “por lo menos en su fuero interno, todos los hombres cometieron todos los delitos.”  Los fieles deben serlo, si quieren, en el templo. En el terreno de juego del poder, como en el truco de tres y en el póker, los infieles son todos y ninguno.

Por lo común el poderoso de fuste, notorio, ostentoso, intrépido y decidido empezó siendo un ignoto, un infeliz sin ningún peso y por eso mismo su desquite suele ser feroz. Cuídese el gerente (o el regente, que es lo mismo) del súbdito dócil. Es preferible el indócil y rebelde porque de este individuo uno se previene.

Recordemos que el poder solo puede construir refugios provisorios y de ningún modo edificios perennes. Como el refugio efímero de un bereber en el desierto o el humilde cubil de un vetusto croto[2] criollo. Todo proyecto con cimientos rígidos tiene destino ruinoso. El hombre prudente oye el previsible derrumbe de ese universo, el estrépito de escombros y vidrios molidos, y mide el pulso del tiempo, viviéndolo como lo que es: un lívido y brevísimo relumbre postrero. En ese sentido, modernos constructores de poder, nos convienen los modos leves del equilibrio. Debemos vestir el níveo cuero del inocente cordero sobre nuestros oscuros pelos de lobo feroz. Si se puede, lo mejor es ser decente y medido en el pulcro ejercicio del poder. Y de hecho podemos serlo. Pero, si en el sendero que nos conduce, vemos un desvío que reduce nuestro recorrido, que lo vuelve menos tortuoso, por mucho que sospechemos su origen ilegítimo, debemos seguirlo prudentemente y sobre todo sin socios que en el momento menos oportuno pueden convertirse en molestos testigos.

Es forzoso y urgente convencernos siempre, y convencer, de que todo lo que emprendemos es en beneficio de todos, lo que puede ser muy cierto y genuino o no ser del todo cierto. Sólo el Señor del Cielo y nosotros en nuestro fuero íntimo, conocemos los motivos e intenciones que nos mueven. Porque todo lo que emprendemos, hombres o mujeres, jóvenes o viejos, tiene el sello de un interés propio que precede todos nuestros movimientos. Ningún emprendedor emprende un emprendimiento que signifique un genuino y desprendido desinterés. Nuestro bien es siempre el interés que nos mueve. Si construimos es porque vemos que es bueno, que nos produce goce y lo mismo si destruimos. El feroz delincuente que comete un crimen horrendo es movido por su propio bien, por el goce, terrible, oscuro, siniestro, es cierto, pero goce en último término, que le produce el crimen que comete. Y el misionero que se internó en el bosque socorriendo niños desnutridos, se metió en lo profundo del bosque siguiendo el sendero que él mismo se fijó como destino en bien de su propio espíritu y siguiendo sus deseos, impulsos y convicciones. Esto no es puro cinismo, es mi modo de ver. Intento convertirme en constructor de poder, con todo derecho.

El moderno constructor de poder debe tejerse un entorno. Por mucho que el constructor se esfuerce en el proceso de selección de su entorno corre peligro de verse envuelto en todo tipo de insumisiones y rebeliones de sus confidentes. Por ello es menester que seleccione individuos con un mínimo de escrúpulos y evite el concurso de seguidores inescrupulosos incluso si éstos le ofreciesen ingentes montos de dinero por convertirse en selectos miembros de su círculo íntimo. Los registros históricos exhiben miles de ejemplos de reinos que se hundieron en virtud de un pésimo proceso de selección de sus reducidos núcleos de los siempre imprescindibles pero peligrosos ejércitos de soplones y obsecuentes. Es preciso tener buen pulso y moverse con equilibrio y discreción.

Lo primero que debe vencer un moderno constructor de poder es el pudor. Fíjense que el concepto mismo tiene ritmo, ergo, tiene que ser bueno o por lo menos tiene que servir como elemento de socorro en medio de un extenso discurso inútil. Tiene ritmo; el poder de perder el pudor. Porque quien ejerce el poder, en el nivel que fuere, por mínimo que fuese ese humilde e incluso irrisorio poder, debe perder el pudor y desprenderse de estériles escrúpulos si quiere ejercerlo en serio. Y esto en sí mismo no es ni bueno ni pernicioso. Es como es, dice el poderoso. Y es correcto. Es como debe ser. El ser y el deber ser coinciden. Por eso, quien dispute un sitio, un rinconcito, un humilde recoveco de poder, debe ser intrépido y de ningún modo sumiso o humilde si bien puede ser humilde o sumiso con quien su instinto le muestre que ese tipo de recurso puede serle útil en el logro de sus íntimos objetivos. El Jefe siempre debe proceder como Jefe. Siempre debe imprimir su sello en lo que fuere que toque, un documento, un discurso fúnebre, un edificio o un puente. El hecho del Jefe debe difundirse convenientemente. Los hechos de un opositor, sobre todo si tienen un contenido positivo o si corremos el peligro, los modernos constructores del poder, de sufrir el éxito del proyecto de un opositor, deben ser desconocidos por el o los individuos en beneficio de quienes estos hechos o proyectos peligrosos hubiesen sido concebidos. Si obro en beneficio de mi opositor seré un segundón crónico, y esto si tengo suerte. El constructor de poder siempre detestó perder. Puede ser, y de hecho montones de veces lo es, un perdedor crónico, pero siente que el suyo es un espíritu vencedor. Entonces, resumiendo un poco, escrúpulos, pocos o ninguno; rubores, ni por pienso; principios, indefinidos y flexibles.

Luego viene el complejo punto de los conocimientos específicos que se requieren de todo constructor de poder. ¿Debe el moderno constructor conocer el terreno sobre el que quiere ejercer su incipiente poder? Sí y no. Si lo conoce, mejor, y si no, puede pretender que lo conoce. Lo mismo sucede con los intereses de sus futuros súbditos o, siendo menos solemnes, sus sufridos dirigidos. Puede incluso ser o fingir ser uno de ellos, proponerse como vocero de sus intereses y rígido defensor de sus derechos, si todo esto le conviene. Es imprescindible el diseño de un nítido enemigo. El enemigo puede ser concreto o difuso, visible o invisible, próximo o remoto. Todos tienen peligros y beneficios. El enemigo concreto es menos preferible que el enemigo difuso, por el simple hecho de que un enemigo concreto nos pone un límite que el difuso no puede porque en principio es un enemigo inexistente que cumple funciones de esperpento en nuestro exclusivo beneficio. El enemigo visible es menos exquisito que el enemigo invisible, porque con este último podemos infundir el temor que consideremos justo, ni poco ni mucho, o mucho si fuese menester y después decir que lo vencimos puesto que por su condición de invisible convierte nuestro éxito en un triunfo heroico. Lo épico per se es invisible. Un épico enemigo es condición de todo triunfo que se respete. El enemigo próximo es mucho mejor que el enemigo remoto porque uno puede conocer sus movimientos y ejercer sobre él un riguroso control. El enemigo remoto es dos veces enemigo, en principio por el desconocimiento que tenemos de él y sus movimientos y segundo porque su condición de remoto lo vuelve sigiloso y prudente. El moderno constructor de poder, si quiere construir un fuerte sólido debe preferir moverse en medio de individuos ruidosos e imprudentes. El tipo silencioso, reticente, sobrio y juicioso es siempre tenido o debe tenerse como sospechoso.

Sun Tzu, el glorioso guerrero chino, nos dice en su estudio El oficio del guerrero, que lejos del enemigo debemos fingir ser sus vecinos; que ni bien estemos listos debemos fingir un evento impreciso que nos demoró; en el momento de movernos debemos fingir quietud; por fin, en el territorio mismo de nuestro enemigo, debemos vernos como si estuviésemos lejos.

Un ingeniero del poder, que es el sumun del poderío, no debe tener en su entorno individuos muy fieles. Es preciso que el ingeniero desconfíe de todo el mundo, incluidos los suyos y sobre todo de los suyos. Debe seguirlos o exigir que se los espíe.  Un buen espión o un grupo de espiones, debe proveer informes, fotos, descripción de movimientos, videos, reuniones y sobre todo puntos débiles de propios y opositores. Es menester que el moderno constructor de poder desconfíe de su propio reflejo sombroso o de su perfil en el espejo, puesto que los espejos suelen tener dispositivos fílmicos comprometedores. Los individuos muy fieles suelen ser genuflexos con quienes se sirven de ellos. Sus espíritus son flojos y se derriten con el bochorno de los elogios y guiños que reciben de sus jefes y, siendo flojos sus espíritus, no sufren bien los ofrecimientos subrepticios que reciben de los enemigos del jefe. Que el ingeniero del poder no se fíe de quienes cree fieles, ni por medio segundo. Sus dependientes deben ser sometidos dócilmente, por medio de dos elementos conspicuos, temor e incertidumbre. El temor es un temor leve; es el temor de no pertenecer. De no ser recibidos en el círculo íntimo. Y después un poco de incertidumbre, como condimento. Incertidumbre sobre los proyectos del jefe; incertidumbre sobre el futuro político, el de su jefe y el suyo propio. No olvidemos que el desconocimiento (si el que desconoce es el dependiente, el súbdito o un pueblo entero) es el esqueleto de todo tipo de dominio.

Un reconocido elemento constitutivo del poder es el óxido divisorio; no recuerdo quién lo dijo, creo que fue un célebre reyezuelo del siglo diecinueve quien con su poderoso ejército conquistó el continente europeo, incursionó en territorio ruso y doblegó no pocos reinos etíopes: divide y conviértete en rey. Donde encuentre unión, que el moderno constructor de genio siembre desunión; donde encuentre sosiego, conflictos ponzoñosos; donde reine el equilibrio, vertiginosos desequilibrios; donde gobierne el querer, fomente el odio. Esto es un simple resumen, el moderno constructor de poder ingenioso puede reunir un enorme número de opuestos que son comunes en todo tipo de grupos de hombres y mujeres. No es preciso ser cruel y se debe proceder con el debido disimulo. Si lo descubren dividiendo, niegue. Usted, uno, yo, por ejemplo, puedo defenderme diciendo que bogo justo por lo opuesto. Puedo decir con todo derecho, puesto que he procedido con el debido disimulo y discreción, que me estoy defendiendo simplemente de un intento de división de un enemigo político o de un opositor en el comité ejecutivo del club de tejo, que no intento dividir, sino que quiero unir dos visiones diferentes sobre un punto en cuestión. Pero en principio, dividiendo, tengo un veinticinco por ciento, por lo menos, de un triunfo en el bolsillo, y sin competir.

El Poder es seductor; ejerciendo el Poder son muy pocos los que se empobrecen; el Poder rejuvenece desde el momento que es poco menos que imposible ver un viejo, lo que se dice viejo, en el poder. Estos sencillos consejos que el doy pueden ser muy útiles. De todos modos, no espero su reconocimiento

No se me interprete de modo erróneo si opino lo que opino. Sólo me mueve el deseo de poner por escrito un conjunto de leyes, en sentido genérico, de los métodos modernos de construcción de poder. Si usted tiene otros objetivos, otros principios u otros métodos, puede escribirlos y convertirlos en tesis que le otorguen prestigio, y poder. Y si estos métodos que expongo le sirven espero que no los use convirtiéndose en mi opositor.

Me despido de usted con el debido respeto, etc.

Distintivos elocuentes

Me estufo con el uso de distintivos, me irrito, me produce vértigo verlos. Todo distintivo tiene en sí el germen de lo divisorio, de lo, como su nombre lo sugiere, distinto. Con ese trozo de género que cuelgo del frente de mi domicilio, que me pongo en el sombrero, que pego en el vidrio posterior de mi coche o que prendo con imperdibles en el medio del pecho me distingo del otro. ¿Pero de qué otro me distingo? Me diferencio del tipo que puede ser de otro equipo o bien de otro club; me distingo de gente de territorios vecinos o de un tipo étnico diferente del mío o de otro color, pero, de modo genérico, me reivindico como miembro de un grupo superior. Si lo luzco, lo luzco con orgullo y en virtud de ese orgullo, lo luzco. En el momento que me pongo un distintivo en el pecho quiero decir qué pienso, de dónde vengo, de dónde soy. Me distingo. Soy distinto. No soy como ustedes ni como ellos.

Los distintivos tienen múltiples usos y múltiples fines. En los ejércitos son símbolos de poder dividiendo el mundo en zumbos[3], conscriptos, quintos, tenientes y coroneles; en un continente son símbolos de dominio sobre ciertos territorios y sinónimos de límites, siempre exclusivos. En este último sentido, convertidos en pendones, son el origen de un sinnúmero de conflictos entre vecinos que, si no fuese por ellos -los pendones- no hubiesen conocido el odio y hubiesen vivido mucho mejor.

Por ejemplo, en el colegio sólo el mejor discípulo es digno de recibir del director el pendón. Pero el mejor discípulo en el colegio no siempre es el de mejores sentimientos; suele ser estudioso e inteligente, pero debe ser sobre todo obediente por no decir genuflexo. Prefiero no extenderme en los motivos por los que no he tenido el honor de sostener en mi puño con orgullo el fuste de roble lustroso con el pendón celeste y níveo en su tope. El hecho es que no sucedió porque supongo que no lo merecí.

Uno puede ver todo tipo de gente esgrimiendo un pendón. Entre nosotros el mismo trozo de género bicolor celeste y níveo con un sonriente sol en el medio es exhibido en encuentros deportivos, en desfiles, en festejos y en peticiones con o sin disturbios. No es infrecuente, y esto me produce un soberbio disgusto, que se entone el himno como testimonio concluyente de lo justo y verosímil de un conjunto de pretensiones incoherentes o de ridículos silogismos sin contenido. En fin.

Por lo común el que sostiene el pendón en el frente de un grupo de fervientes seguidores -o el que lo pone en su coche o en el frente de su negocio o de su domicilio- es un energúmeno. No por el hecho en sí que puede ser legítimo, sino porque es su fervor lo que produce el descontrol de quienes lo siguen. Esto es típico de los energúmenos. No todos, por supuesto; los peligrosos son los energúmenos con poder quienes suelen convertirse en líderes. El líder, podremos coincidir, siempre tiene un poco de energúmeno porque posee un espíritu intrépido, inflexible y enérgico que suele volverse violento. Quienes en vez de ser intrépidos son dóciles ven en el líder un reflejo de su propio progenitor, dependen de él en cierto modo como el bollo depende del molde. El líder es el molde y el entorno es el horno. Estos seguidores, estos fieles, estos creyentes no miden por lo común el nexo que los une con su líder, sino que simplemente lo siguen. En sus cerebros irreflexivos Líder y Pendón producen estímulos que deben obedecer sin discutir. Porque son un símbolo que les permite verse como grupo produciendo el espejismo de pertenecer. El pendón cumple el rol de símbolo de lo excesivo, de los gestos vehementes, del fervor ilógico y del odio ciego por el diferente.

El distintivo es un objeto que impone modos de ser en el sujeto que se lo pone o que lo exhibe con orgullo. El distintivo dice nosotros somos de este modo y el sujeto no puede, inconscientemente, menos que obedecer. El sujeto se convierte en súbdito y de repente es de ese modo que se supone que debe ser. Se vuelve violento y xenófobo; profiere insultos por un gol que fue o por uno que no fue y pierde el control por cuestiones de poco o ningún interés. Porque, me pregunto, ¿qué consigue o qué pierde un individuo con el triunfo de su equipo de fútbol? Consigue que sus compinches no se burlen de él o bien tiene el gusto de ser él quien se burle de sus compinches y creo que eso es todo. El tipo que se pone un distintivo, como el que sostiene un pendón erguido y lo mueve produciendo ondeos siempre es un fiel seguidor, un ferviente defensor de cuestiones que no entiende muy bien pero que de todos modos sigue. El creyente tiene fe, el seguidor lo mismo. Ningún tipo de reflexión puede convencerlo de lo que fuere porque tiene prejuicios sólidos. Según su visión el mundo es único, sólido y concreto. En su opinión, los grises no existen. Descree de los tonos diciendo, porque lo vio y lo escuchó en televisión, que los tibios los vomitó Jesús y con eso concluye todo tipo de discusión. Quién fue Jesús, en qué momento vomitó sobre quiénes y por qué, si fuese cierto lo que dice, los vomitó, el solemne burro lo desconoce por completo.

Este objeto que un estudio somero supone inofensivo es increíblemente poderoso como símbolo de los sentimientos de un pueblo. Por él murieron y siguen muriendo millones de hombres y mujeres, jóvenes viejos y niños en crueles conflictos bélicos. Por él se promete ser fiel y defenderlo con el propio pellejo. Porque se lo convierte en cuestión de honor. El pendón como símbolo de lo nuestro, como hito, borde y límite de un territorio del que todo lo exterior es excluido. Con el pendón con su Cruz como símbolo religioso y los príncipes Godofredo de Bouillon y Bohemundo, comenzó en el siglo once el poco menos que eterno conflicto entre los seguidores de Jesucristo y los turcos infieles y los herejes. Hoy mismo ese conflicto eterno, que duró tres siglos, sigue. El terrorismo religioso que explotó recientemente en el continente europeo es fiel testimonio de que esto es cierto. Cinco siglos después los turcos vienen por el desquite. Los métodos son un poco distintos pero los fines y objetivos siguen siendo los mismos: excluir, dividir, distinguir, destruir; un periplo infinito de sonsonetes infinitivos. Y todo por dos pesos.

Menos épicos, pero no por ello menos fervorosos son los encuentros deportivos entre los pueblos, vecinos o remotos. Los sentimientos de desprecio mutuo pueden verse en los rostros encendidos que se exhiben por televisión. Los respectivos himnos son interrumpidos con gritos obscenos e insultos hirientes y ofensivos. Si no fuese por el cerco que los divide los grupos de seguidores se destruyen en unos minutos. Quíteseles en el ingreso los revólveres y cuchillos escondidos en sus bolsos y se muelen los huesos con los puños. El público viene furioso porque oye los discursos encendidos de los respectivos directores técnicos. El pueblo quiere triunfos porque desde siempre vive inmerso en reveses y cree merecer un domingo feliz. Porque los reveses duelen y el dolor muerde y los mordiscones le retuercen el espíritu. Por consiguiente, un domingo de triunfo es un lunes sin el bochorno de los chistes filosos de los vecinos irrespetuosos. Entonces, un domingo de triunfo y un lunes de sosiego son los objetivos de los fervorosos seguidores de los dos equipos. El ondeo de sus pendones coloridos en el éter festivo resume el espíritu belicoso de los contendientes devenidos enemigos. Con el combustible en su sitio y el fósforo justo todo es cuestión de que un gol inoportuno o un dudoso veredicto del referí decreten el comienzo del degüello y el tiroteo. Pero no olvidemos que todo comenzó con dos grupos siguiendo pendones de colores distintos; distintivos.

Propongo como solución que el gobierno publique un decreto prohibiendo el uso de todo tipo de distintivos; que los fieles seguidores de todos los sectores políticos no ostenten en sus pechos ni escudo ni pendón ni símbolo que los identifique como miembros de un movimiento ideológico específico; que los creyentes de todos los credos no demuestren su fe sino por hechos concretos en beneficio del prójimo; propongo que los conductores no ostenten toisones de ningún club deportivo en los vidrios de sus coches; propongo el fin de los himnos, el cese de todo tipo de dominio sobre los pueblos débiles; propongo que se termine por ley con todo tipo de desencuentro deportivo y se cree un único terreno de juego, el terreno ecuménico, en donde todos los competidores jueguen corriendo en un mismo sentido con millones de esféricos en sus pies convirtiendo todos los goles que deseen.

Si en el próximo congreso obtengo los votos que necesito es posible que, convertido en presidente, decrete el correspondiente DNU.

Check-point en el puente

El ministro se puso furioso con lo que vio desde el helicóptero. En el horizonte se dejó ver el débil borde rojizo del sol perezoso que se filtró en cielo plomizo del uno de julio. El ruido del motor no le permitió oír los gritos del piloto que con el índice le mostró, riendo entre dientes, el serpenteo infinito de luces viniendo desde el sur en dirección del terreno de juego de los xeneizes. En los ingresos del norte, no lejos de River y del oeste, en los dominios de Ferro, se repitieron los mismos efectos de los controles, millones de individuos detenidos en sus vehículos y comprensiblemente furiosos, con todo derecho. El ministro decidió intervenir, pero desde el cielo le resultó difícil; se comunicó por signos con el piloto y le ordenó descender; el helicóptero descendió y el copiloto retiró del recinto correspondiente el vehículo ligero del ministro:

–Tome –le dijo–, pero recuerde que no tiene frenos. El ministro lo fusiló con los ojos y rugió:

–¡Cómo que no tiene frenos! ¿Qué estupideces dice, milico roñoso?

–¡Qué quiere, che! No tenemos combustible ni presupuesto. Este helicóptero es viejísimo y no conseguimos repuestos y usted pretende que le demos un vehículo con frenos… déjese de joder.

–¡Respéteme mequetrefe! ¿No se enteró que soy su jefe? –le espetó furibundo el ministro–. ¡Y si con eso no fuese suficiente, le informo que soy médico epidemiólogo con conocimientos quirúrgicos, teniente coronel del ejército, buzo, cinturón negro de yudo, dirigente político y opinólogo de tevé!

El copiloto, con los oídos cubiertos por un gorro de Vélez, no lo oyó, orinó velozmente entre los yuyos y se metió presto en el helicóptero, que decoló en medio de un terrible estrépito de tornillos flojos y tosiendo por el efecto de los pistones fundidos. El ministro, furioso y ensordecido, terminó lleno de polvo y con el pelo revuelto por mucho que se lo hubiese cubierto como siempre con su típico y untuoso exceso de Brylcreem. Segundos después, entre fuertes toses y estornudos, retorciéndose en medio de un grotesco torbellino de humo y fuego, el helicóptero del ministro explotó y se deshizo en miles de luminosos perdigones sobre el río color león.

Luego del riguroso minuto de silencio por los difuntos héroes sin frenos, repuestos ni presupuesto, el ministro se persignó, murmuró un credo sin convicción y se cerró el cuello de su Montgomery negro con interior de diseño escocés. Pobre gente, se dijo en su fuero interno. Muertos en cumplimiento del deber. Cumplido este sencillo réquiem, el ministro tomó su moto Norton 500 modelo 1966, dos cilindros opuestos en V y como se dijo, sin frenos, con el firme propósito de intervenir.

Después de correr sus buenos cien metros impeliendo el terco vehículo descripto, tozudo como él solo, el mismo decidió ponerse en movimiento bien que emitiendo sonoros rezongos y un número no menor de explosiones que produjeron el revoloteo temeroso de loros, teros, peludos, cuises, topos y gorriones, únicos testigos del épico episodio. El fornido motoquero médico montó de un brinco profiriendo múltiples insultos.

El ministro de lo inferior, en ejercicio de su egregio oficio de buzo y con el firme propósito político de corregir un entuerto, como suele ser común entre los de su noble condición de teniente coronel en retiro efectivo, enfiló su moto Norton en dirección de uno de los puentes que dividen el territorio de los coquetos porteños distinguiéndolo de los dudosos suburbios del sur. Desde lejos vio el desorden producido por los controles de ingreso recientemente dispuestos. Distinguió los reflectores y los pendones de los distintos medios, CLORÍN, TV SINFO, FEIGN NEWS, MIEN TV y OGTV. Un cosquilleó repentino lo estremeció. Corriendo el riesgo de perder el control de su moto, el ministro sonrió y se golpeó el pecho con orgullo, previendo el tono y los contenidos de los noticieros vespertinos y nocturnos. Un perro esquelético se le cruzó de improviso como un espectro y el hombre se desconcentró unos segundos por lo que el bólido serpenteó levemente; el ministro, temiendo lo peor, cerró fuerte los muslos, esquivó el perro cubriéndolo de improperios, retomó el control de su moto y se sumió en sus muy pertinentes reflexiones.

Esto es un quilombo, pensó; no puede ser que se embotellen de este modo, por kilómetros y kilómetros, todo tipo de vehículos, coches, velocípedos, motos, colectivos y remolques y que los inspectores, sobre un puente, controlen miles de individuos uno por uno como si tuviesen todo el tiempo del mundo.  Estos milicos son unos imbéciles, protestó en silencio el médico buzo.

Por fin, eludiendo miles y miles de vehículos, colectivos repletos de obreros somnolientos y choferes nerviosos, fletes con restos de dolorosos divorcios domingueros, mujeres con moretones y niños dormidos en sus senos, coches fúnebres con muertos en descomposición y remolques llenos de terneros mugiendo en medio de torrentes de estiércol, el médico ministro entró en el puente oprimiendo un frenético y estridente cornetín exigiendo con gritos que le despejen ipso pucho el sendero permitiéndole el ingreso. 

En el revoleo que generó el ingreso intempestivo e impetuoso, es decir intempestuoso, del justiciero en su negro bólido con motor de dos tiempos por el extremo norte del puente en dirección sur, el vehemente yudoctor olvidó el consejo que le dieron los difuntos pilotos del helicóptero que lo posó en los confines del territorio porteño, y oprimió decidido los frenos. Su moto siguió por el puente sin reducir ni un poco el veloz impulso que él mismo le imprimió en los últimos kilómetros, que fue, como él mismo, desmedido.

Dispénseme el lector que cite en este punto el número de muertos y heridos que produjo el olvido de este sencillo y postrer consejo de los héroes, piloto difunto y difunto copiloto: “Ojo que no tiene frenos”. Es posible que de este poco menos que imperceptible episodio, que no se informó por ninguno de los medios presentes, nos quede un remedo de lección: tened presente siempre los consejos que son fruto del desinterés. Dios os libre de los otros. En fin; perdí un poco el hilo, disculpen.

El jefe del retén se inclinó sobre el cuerpo inconsciente del ministro sin frenos:

–Despierte, imbécil –le dijo furioso– mire lo que hizo. El hombre, un efectivo del gobierno porteño, lo tomó del cuello y le prodigó un concierto de sonoros bofetones.

Conmovido por los muchos bollos recibidos en tiesto, morros y mofletes, el ministro despertó sorprendido y se incorporó de un brinco, indemne sí, pero con el pelo revuelto y el Montgomery desprendido y roto en los codos. Se miró confundido, no pudiendo creer el desorden de sus costosos vestidos. Por su condición de médico, por no repetir sus otros muchos oficios, el montón de cuerpos que sembró con su moto y los quejumbrosos ronquidos de los heridos no lo conmovieron. El ejercicio del deber pensó, suele tener efectos no queridos. Recompuesto, se desentendió del entorno y preguntó con tono firme y severo por el jefe del puesto de control.

–Soy yo –dijo un señor morocho y feo como un cementerio de noche–Y usted, demente motoquero, ¿quién demonios es?

–Mire bien con quién se mete –le dijo el ministro, extendiéndole su brevete del ministerio con el que se identificó como ministro–. Soy el m

inistro de lo Inferior.

–Muy bien –respondió el jefe– ¿Y qué se propone?

–He venido en nombre del Intendente con el fin de que se despeje este puente en cinco minutos, como mucho. Le tomo el tiempo; comience.

El ministro miró su reloj y de reojo vio, corriendo en su dirección, un ejército de reporteros esgrimiendo micrófonos y equipos de televisión. Infló el pecho. Se peinó los rulos como pudo, pero se ensució los dedos con Brylcreem. Se metió los puños en los bolsillos y en el momento justo de ver el foco rojo de los equipos de televisión, empezó su soliloquio enfrente del jefe y los sorprendidos efectivos del check-point:

–Este puesto de control entorpece el movimiento de cientos de miles de hombres, mujeres y niños convertidos en prisioneros de un grupo de ineptos que los retienen pidiéndoles todo tipo de documentos y permisos que ellos no poseen porque por poco envejecen queriendo obtenerlos on-line. ¡Pst! –Comenzó el ministro exponiendo con los ojos fijos en el monitor de televisión que le pusieron enfrente.

–Usted no tiene ningún derecho de meterse con nosotros –lo increpó un efectivo con el pecho henchido y repleto de distintivos–. Nosotros sólo obedecemos órdenes del desgobierno porteño. Usted es un intruso.

–¡Qué intruso ni qué intruso! Yo no veo ese tipo de esperpentos por tevé – se ofuscó el ministro– Yo soy exclusivo de MIEN TV donde pueden verme lunes, miércoles y viernes después de 22.30. Le ordeno que despeje este puente y si no me obedece los meto presos por desobedientes.

–¡No empuje, obsecuente meterete! Yo sólo recibo órdenes del Prescindente, no de un petimetre con títulos, de un pituco instruido y un irreverente poligrillo como usted. Retírese; no moleste.

Los cruces se fueron sucediendo y se volvieron intensos y repetitivos. Por ello el ministro epidemiólogo, viendo los bostezos de un grupo de reporteros y conocedor de lo terribles que son los tiempos muertos en televisión se preocupó comprensiblemente.

En los vehículos circuló el rumor de lo sucedido en el puente; los motores hirvieron y se fueron consumiendo millones de litros de combustible. En un primer momento los medios pusieron en el éter los entretelones del episodio describiendo lo sucedido en vivo y en directo. Desde los coches, los conductores, los belicosos, los violentos y los urgidos, se hicieron oír profiriendo todo tipo de epítetos. Pero con el tiempo el entredicho perdió sustento en los medios y los directores sólo emitieron breves resúmenes precedidos de rojos letreros de URGENTE.

Entonces el ministro produjo un golpe escénico digno de un filme de Hitchcock: tomó de entre sus pertrechos un reluciente revólver Smith & Wesson 9 milímetros con puño de roble y lo puso en el pecho del inspector en jefe del retén. Los efectivos del puesto de control exhibieron sus rifles y se pusieron en posición de tiro. Los focos rojos se encendieron de nuevo con vivo interés. Los televisores revivieron con el griterío en vivo y en directo.

–Si no quieren que los liquide, milicos roñosos, despejen este puente y retírense –rugió el inverecundo ministro de lo Inferior, furiente, furioso y furibundo de inferior furibundez. 

En el interín los vehículos, no pudiendo retroceder ni seguir su recorrido, fueron deteniendo los motores con el fin de no consumirse todo el combustible de sus depósitos. Otros miles de vehículos siguieron el ejemplo de los primeros y miles y miles de desprevenidos conductores fueron metiéndose inocentemente en el mefistofélico embudo sin posible retroceso. Imperceptiblemente primero y después menos imperceptiblemente fue creciendo entre los conductores un intenso deseo de comer y de beber. Con el crepúsculo el frío se hizo sentir y se oyeron toses y estornudos desde todos los rincones. Se hizo de noche y en el puente el conflicto entre el jefe del retén y el ministro siguió sin perder colorido ni vigor. Un frenético cruce de insultos, improperios y mutuos empujones se repitió en un vodevil ininterrumpido. El Prescindente no quiso intervenir. El jefe del desgobierno porteño desconectó el teléfono. El Ministerio de lo Inferior desoyó los pedidos de refuerzos que, desde el puente, solicitó el ministro.

Entre los conductores se impuso el trueque; un kilo de bizcochitos dulces se trocó por tres huevos duros, dos bifes de lomo, crudos, por un litro de leche, medio kilo de dulce de membrillo por diez miñones, un litro de vino bueno por cinco de vino común. El precio tope lo consiguió, comprensiblemente, el líquido elemento en botellones de cinco litros que se negoció en mil quinientos pesos en efectivo o quince verdes, sin trueque. Todo tuvo un precio y el movimiento económico se incrementó. Pronto cundió un comercio subrepticio de todo tipo de bienes imprescindibles que fueron provistos por los vecinos ociosos metidos en sus domicilios en cumplimiento del riguroso DISPO que decretó recientemente el gobierno en virtud de lo que todos conocemos. 

Hubo vehículos que se convirtieron en belén, en otros hubo velorios, en otros, de cierto nivel, festejos ruidosos. Con el tiempo se constituyeron distritos y los distritos, kilómetros y kilómetros de vehículos cubiertos de musgo y óxido, devinieron territorios. Se pusieron pinos, fresnos y olmos. Hubo comicios y se eligieron ediles, concejeros y jueces. Un comité de expertos propuso un pendón que los represente; el diseño elegido consistió en un bloque negro, el extremo de un túnel y un hoyo negro en el centro con dos negros riñendo, como símbolo del desencuentro perpetuo de los urgentinos, el luto perenne y el desequilibrio neurótico producido por el recurrente encierro preventivo forzoso. El diferendo del puente, convertido en conflicto histórico, siguió su curso en el mismo punto donde comenzó.

–Mire que lo detengo –dijo el jefe del retén, reprimiendo un bostezo.

–Vengo de obtener el visto bueno del ejército –esgrimió el ministro de lo inferior en un esfuerzo por no dormirse.

Los inviernos se sucedieron y el bloqueo del puente siguió sin resolverse. Los niños crecieron en los vehículos y se hicieron hombres y mujeres; sus progenitores, como es lógico fueron muriendo o se volvieron locos y prefirieron un higiénico suicidio. Pero en un momento, lustros después, no se supo muy bien cómo ni por qué, un vehículo se puso en movimiento y luego el siguiente y después el vecino y otros, sorprendidos, los siguieron y después miles y cientos de miles, millones de vehículos vetustos y escleróticos, cubiertos de óxido, mugrientos y con los vidrios y los focos rotos, verdes de musgo o desteñidos por el sol, revivieron en un glorioso coro polifónico de polvorientos motores entumecidos.

En un estudio de televisión, medio siglo después, un viejísimo exministro respondiendo cuestiones sobre este Épico Episodio del Puente, como lo pusieron los periódicos de entonces, dijo sobre su intervención:

“Escuche bien lo que le digo, jovencito:  el que quiere construir éxito tiene que exponerse; el que no quiere tener inconvenientes, que se quede en el molde”.

Rebelión en el chiquero

Un estudio recientemente descubierto en Temple Street, Londres, demostró lo que muchos supimos por intuición: el cuento de George Orwell sobre los cerdos rebeldes no fue un cuento sino que existió. El referido estudio, un minucioso registro de los sucesos, fue descubierto justo en el momento en que el gobierno inglés, en virtud de los informes provistos por los servicios secretos, decidió desprenderse del libro prendiéndolo fuego junto con otros libros comprometedores sobre rebeliones del mismo tenor en el Reino Hundido que en su momento no tuvieron difusión. Recordemos que este libro lo escribió Orwell teniendo en mente el régimen soviético, socio de los ingleses en el conflicto bélico con los poderosos ejércitos del Führer, y que Orwell defendió siempre el derecho de expresión incluso, y sobre todo,  de quienes no coincidieron con sus opiniones.

 Muy bien. El destino, que tiene sus propios tiempos, es reversible y no obedece leyes de ningún tipo, quiso que el conductor del vehículo que retiró el referido documento, sufriendo un síncope de sed, se detuviese en un pub, el exclusivo Lion Red de Temple Street en su intersección con  Winkley Street, por un porrón de stout.  Este miembro del servicio secreto resultó ser un bebedor de fuste como todo buen inglés que se precie de serlo (que se precie de ser inglés, quiero decir) por lo que no siendo suficiente el primer porrón de stout, el hombre miró el espejo y poniendo los ojos en el reflejo del mozo ordenó:

Give us one more.

El mozo le sirvió otro porrón de stout. Pero como el deseo de beber no tiene límites el segundo porrón no fue suficiente. El detective Jones miró de nuevo el reflejo del mozo en el espejo y ordenó:

Give us one more.

El mozo bostezó, limpió otros dos o tres recipientes y sirvió el porrón que el hombre le pidió. Después del segundo porrón, el detective Jones puso un billete de cinco y lo coronó con tres brillosos chelines. Cortés y prudente, con un guiño cómplice en dirección del reflejo del mozo en el espejo, lo convidó como corresponde, con brumoso decoro inglés:

Will you drink one yourself? Cheers –. El detective Jones, después de recibir el discreto reconocimiento del reflejo del mozo en el espejo, giró en su sillín, se cerró el sobretodo, posó el porrón sobre el zinc y se retiró sediento como entró. 

Sir Jones, el detective, se detuvo de nuevo en Temple Street y su intersección con Gosset Street y en el bello pub The King’s Own Regiment repitió el procedimiento que venimos de describir por lo que, Dios te libre, lector, no lo repetiremos. Otros tres porrones de stout, cinco dosis de sloe-gin  y dos J&B on the rocks. El plomizo cielo londinense se le ocurrió, curioso efecto etílico, menos deprimente que de costumbre. En el momento de irse los pies no le obedecieron, perdió el equilibrio y se desplomó en un bonito sillón de cuero, un mullido sillón club, donde se quedó dormido como un tronco.

En este recorrido por los pubs del centro londinense, el detective Jones, como dijimos, bebió como un inglés y en vez de cumplir con su deber de destruir por el fuego el montón de libros molestos que el Reino Hundido le confió, se encurdeló de un modo vergonzoso. Y fue entonces que el demonio, viéndolo dormir como un lirón, metió el hocico permitiendo muy divertido que un grupo de jovenzuelos recién venidos de Túnez rompiesen los vidrios del furgón del detective Jones y se lo roben.

Los jovenzuelos tunecinos, todos ellos expertos en el difícil oficio de sobrevivir fueron puestos en un bote con otros cien infelices que vendieron sus pocos bienes y entre el infierno y el precipicio, se decidieron por el exilio. Estuvieron un mes perdidos en el Tirreno y el Jónico. Sufrieron sed, se bebieron el propio orín, comieron peces crudos que obtuvieron discutiendo con los tiburones y por último un horrible ciclón los diezmó y un pequeño grupo consiguió poner los pies en el puerto de Durrës. El recorrido siguió por Dubrovnik, Split, Trieste, Múnich, Núremberg, Dortmund, Dunkerque y por fin Dover.

Pero, un momento, esto que les cuento me recordó un filme que vi recientemente en un cine repleto y hediondo del centro. Si bien los filmes bélicos no son de mi gusto, este que les cuento, sobre un bote lleno de menesterosos pretendiendo refugio en un impreciso punto del Índico perseguido por un helicóptero, me resultó muy bueno. El público enloquece con los esfuerzos de un gordo enorme que pretende eludir los proyectiles que vienen del helicóptero suspendido sobre su cuerpo. Primero se lo ve retorciéndose por el ponto como un delfín, después se lo ve dentro del objetivo del fusilero, después, lleno de orificios y el ponto en derredor de color rojo y por fin hundiéndose ni bien el líquido le entró por todos los orificios. El público gritó y rio enloquecido en el momento que dese pereció. Luego se vio un bote de hule repleto de niños y un helicóptero pendiendo inmóvil sobre ellos. Un cuerpo de mujer joven con el sello típico del pueblo judío en su rostro sostiene un niño de pecho envolviéndolo en lo profundo de su seno como si el niño, muerto de miedo y con un griterío histérico, quisiese meterse de nuevo dentro de su vientre; el cuerpo femenino pretende infundirle un poco de confort si bien su propio rostro se ve ceniciento y lívido de terror; lo envuelve con sus miembros superiores todo lo posible como si creyese que su cuerpo pudiese impedir el ingreso de los proyectiles. En ese momento, el helicóptero soltó un explosivo cilíndrico de veinte kilos que produjo un terrible destello convirtiendo el bote en minúsculos leños encendidos, en microscópicos corpúsculos de fuego. El objetivo enfocó el miembro superior de un niño que se elevó por el éter subiendo, subiendo y subiendo como queriendo meterse en el helicóptero. Otro helicóptero contó con un dispositivo fílmico en el morro, o bien un dron debió seguir el recorrido del miembro en su subir y subir pues de otro modo cómo lo registró; hubo muchísimos vítores del público presente pero de repente desde el sector de los obreros surgió un grito de mujer que protestó diciendo no debieron exhibirlo enfrente de los niños, no enfrente de los niños, no enfrente de… pero en tres segundos vino un grupo de custodios y volvió el silencio. Después de unos minutos, un coro de mujeres entonó:

DOWN WITH BIG BROTHER!

DOWN WITH BIG BROTHER!

DOWN WITH BIG BROTHER!

El Comité Político no reprimió porque los dichos de los obreros no le preocupó en ningún momento.

En fin, disculpen mi digresión pero creí pertinente describir estos horribles episodios coincidentes.

El hecho es que este grupo de tunecinos sobrevivientes del ciclón en el Jónico, terminó viviendo como tribu en un edificio semiderruido en Greenwich un oscuro suburbio de Londres y como conseguir un empleo decente el Londres siendo un tunecino esquelético que vive en Greenwich es como conseguir en estos tiempos un buen empleo en el microcentro porteño siendo un morocho esquelético recién venido del Perú y viviendo en un conventillo de Constitución, los jovenzuelos sobrevivieron cometiendo todo tipo de crímenes incluido el robo de furgones con libros comprometedores que suelen ser conducidos por choferes que se meten en pubs y se duermen sobre los sillones.

Y en este punto retomo, querido lector insomne, lo del descubrimiento del informe secreto sobre los incidentes de rebeliones de cerdos ocurridos en todo el Reino Hundido y que siempre se tuvo como ficción de Orwell. Pues no.

El célebre discurso del mítico Puerco Viejo, emitido desde su rústico pesebre y que fue seguido con profundo interés por cerdos, corderos, potros, burros, perros, pollos, cisnes y bueyes, incluso por un cuervo, el bicho preferido de Mr. Jones Esquire (el dueño del predio, no el conductor ebrio que sufrió el robo del furgón con los libros comprometedores), se extendió por todo el territorio inglés como un reguero de TNT (trinitrotolueno). ¿Cómo se supo? ¿Cómo se descubrió siendo que el gobierno hizo todo lo que pudo por esconderlo como es común en todo tipo de gobiernos, de hoy y de siempre?

Resultó que los jóvenes delincuentes tunecinos condujeron el furgón del detective Jones Cop, Jones el bebedor, Jones el dormido sobre un sillón del The King’s Own Regiment en Temple Street y su intersección con Gosset Street, por los tortuosos recovecos del extremo Este de Londres con el propósito de convertirlo en dinero en lo de un reducidor de nombre Mehmet ben Berek; el líder de los jóvenes delincuentes tunecinos, Yessef se ocupó del negocio:

– ¡Mehmet ben Berek! el excelente bereber –profirió como si lo conociese desde siempre.

–¿Y usted quién es? –respondió sorprendido ben Berek, el reducidor del tenebroso suburbio londinense.

–¿Cómo que no me conoce? ¡Soy Yessef! ¡Nuestros progenitores son primos!

–Creer es perecer –respondió, incrédulo ben Berek–. Es de dementes creer en peleles desconocidos, en seres reverentes o en sobrevivientes tunecinos. En este rincón oscuro del extremo este del Reino Hundido, sólo creemos en nosotros mismos, si eso fuese posible.

Confundido por el profuso discurso de Mehmet ben Berek, Yessef le pidió un dinero ridículo por el vehículo.

–¿Qué monto dice que pretende por ese furgón podrido? –preguntó ben Berek como si no tuviese ni el menor interés.

–Lo que usted nos dé, Mr. Berek –reflexionó prudentemente el joven Yessef–. No tenemos pretensiones; sólo queremos comer.

De modo que Mr. Berek, el impenitente bribón y reducidor de vehículos del extremo este londinense, les dio un cheque (sin fondos, por supuesto) de veinte chelines y seis peniques y se quedó con el furgón. Los jóvenes delincuentes tunecinos, contentos con el cheque sin fondos, se fueron corriendo y se metieron en un restó muy fino porque les gustó el menú que vieron en el frente:

CHEZ MÉMÉ  BERTHE- Menu

ENTRÉES DU JOUR

Sterlet’s Eggs

Gel de Jerez

ENTREMESES

Filet de Res de  Cervennes

POSTRES

Merengue en nieve

Crême brulée

Crêpes

–Me dijeron que Ernest, el chef de Chez Memé, es excelente. Entremos, entremos– insistió el líder de los jóvenes tunecinos.

Ernest, el chef de Chez Mémé Berthe, los recibió sonriente:

Entrez, entrez, mes célèbres frères tunisiens, les jeunes criminels tunisiens.  Soyez les bienvenus!  Venez vers l’entrée! Vite!

– Si insiste de ese modo… Nos recomendó Mehmet ben Berek, el reducidor de vehículos de enfrente. Dice que ustedes tienen buenos precios.

Los jóvenes tunecinos comieron como leones, bebieron los mejores vinos y en un descuido del chef de Chez Mémé Berthe, se fueron sin poner el dinero correspondiente por su consumición y se hicieron humo por el resto del cuento.

En el interín, Mehmet ben Berek, el oscuro reducidor, encontró en el vehículo que le vendieron los tunecinos, un contenedor lleno de libros de los que recuperó uno que le interesó y que resultó ser el documento secreto sobre rebeliones de cerdos y todo tipo de bichos, domésticos y silvestres, pretendiendo desprenderse del despótico dominio del hombre sobre ellos.

Después de leer el documento completo, el incrédulo ben Berek lo negoció por un millón y medio de escudos con el Chief Executive Officer del poderoso grupo de medios inescrupulosos conocido como BBC; el CEO del referido multimedio, Lord Jones Press, ocultó los hechos y se comunicó con el jefe del MI5, Sir Jones Spier, quien le compró los libros por el doble del importe invertido por el multimedio y luego se deshizo del pobre Mehmet ben Berek, el reducidor y del infiel Lord Jones Press, que fueron descubiertos meses después en el fondo del rio Crouch, no lejos de Wickford en el noreste de Londres, con sendos coquetos bloques de cemento como botines.

De todos modos, el informe sobre el supuesto libro de ficción escrito por Orwell se filtró y los vespertinos opositores del gobierno de turno difundieron los Siete Preceptos del Movimiento de los Porcinos Rebeldes que dictó en términos sencillos el célebre Puerco Viejo:

Es menester comprender que:

Todo lo que se mueve sobre dos pies es un enemigo

Todo lo que se mueve sobre dos veces dos pies es de los nuestros

Ningún bicho debe ponerse ningún vestido

Ningún bicho debe dormir sobre un colchón

Ningún bicho debe consumir licores

Se prohíbe que los bichos se liquiden entre ellos

Por todo Londres se vieron muros con escritos subversivos:

Dos veces dos pies, muy bien; perversos son dos pies

El hombre es nuestro peor enemigo

El hombre vive de nuestro esfuerzo

El hombre no distribuye los beneficios que obtiene por nuestro esfuerzo

El hombre vende nuestros hijos o se los come

El hombre es codicioso

El hombre miente y miente siempre

El hombre sólo concibe su propio y exclusivo beneficio

El único motor del hombre es el egoísmo

Con el hombre en el poder nuestro destino es el frigorífico

Rebelémonos y listo. ¿Qué puede ser peor que esto?

El Censor del Reino Hundido, Sir Jones Censure, obedeciendo órdenes del furibundo Rey, Jones The First, conocido por los enemigos del pueblo como Jones El Terrible, ordenó enfurecido cientos de detenciones, fusiló opositores, torturó disidentes y cerró los pocos periódicos que se hicieron eco del informe secreto.

Pero esto no impidió que el virus se extendiese por todo el reino y el Movimiento Subversivo logró su cometido: el completo dominio del hombre. Este brote de cerdos, perros, ovinos, bovinos y equinos independientes, gestores de su propio presente, no duró mucho tiempo. Los cerdos, porque su intelecto tiene un coeficiente muy superior que el resto, se impusieron como líderes y con el tiempo el ejercicio del poder los fue corrompiendo como suele suceder con los dirigentes de todo tipo de instituciones. Los principios del Movimiento fueron diluyéndose y los cerdos, convertidos en ministros, gerentes y directores se permitieron todo tipo de privilegios. Los perros se convirtieron en sus fieles custodios y el esfuerzo tuvo que ser hecho por los burros, los equinos, los toros y los borregos, por ser ellos menos inteligentes que los porcinos.

 En estos momentos los ingleses dependen del humor de los cerdos quienes, en el momento que lo creyeron conveniente, tendieron nuevos puentes con el hombre, se reconvirtieron en bípedos y desde entonces los dirigen.

Hoy, excepto un reducido grupo de ministros, miembros del gobierno y jueces, que beben lo que quieren y consumen los mejores puros, el común de los ingleses tiene prohibido perseguir zorros, se prohibieron incluso los torneos hípicos, sólo comen productos sintéticos y productos del huerto. Los pubs se funden puesto que los cerdos no expenden licores, no tienen conflictos bélicos con los que entretenerse y el fútbol, porque no tienen frigoríficos, ni curtiembres, ni curtidores, ni cuero, y por consiguiente los esféricos no se consiguen, terminó por morir convirtiendo sus domingos en estériles bolsones de un tedio indescriptible.

¿Optimismo o Pesimismo?

Optimismo o pesimismo, no sé con qué me quedo. Por cierto no dormí bien y creo que esto influye en uno u otro sentido. No me decido. Sé que no es momento de escribir sobre esto pero si lo pienso bien insisto en escribir porque puede ser que el momento justo se demore y me quede como cuestión pendiente. Tengo que definirme. El optimismo es seductor, no lo niego, pero como quien seduce esconde, porque si no tuviese qué esconder, ¿por qué seducir y no imponer? ¿Imponer optimismo? Hum. Desconfío. Desconfío pero sigo porque quiero conclusiones y en lo posible firmes. Lo seductor del optimismo es que nos promete el sol, el triunfo y un porvenir feliz. No es poco. Es imposible no sentirse bien con estos eventos en el horizonte. ¿Quién quiere vivir sin sol, sin triunfos y sin porvenir? Supongo que ninguno. Entonces tengo un punto firme: Ninguno quiere ser un infeliz. El sujeto pues, se convierte en Ninguno, que es el único que quiere ser un infeliz, vivir sin sol y seco de triunfos. El optimismo entonces tiene como función seducir un sujeto que tiene como rótulo el nombre de Ninguno. Es curioso ver cómo lo consigue. El optimismo es, como dije, un modo de recorrer el tiempo que tienen hombres y mujeres en este mundo. El universo que defino es el de los jóvenes, hombres y mujeres puesto que el optimismo de los viejos es simplemente el desvío de un intelecto esclerótico y el de los niños es el desvío de un intelecto en construcción. Los resortes del optimismo son curiosos. ¿Cómo sostiene su optimismo un joven que come poco o que no come? De ningún modo porque ese guiso de mondongo en el horizonte tiene que obtenerlo hoy y no es posible que se demore so peligro de perecer por desnutrición. Como, ergo, soy. El optimismo por definición es cuestión de futuro; tiene tiempo, cree, puede prescindir de todo lo imprescindible como comer o protegerse del frío en invierno o del sol y de los mosquitos en pleno estío. Lo que no sucede con el joven que sufre intensos deseos de comer o incluso leves, incipientes deseos de comer. Es evidente entonces que el optimismo tiene pocos o ningún cliente en el universo de los seres desnutridos. Motivo por el que no vemos frecuentemente desnutridos contentos y llenos de optimismo. En ese recorrer el tiempo que tiene en este mundo, nuestro Ninguno se siente solo porque él es el único infeliz con convicción. Él es el único que siente un profundo goce no teniendo ni lo imprescindible, subsistiendo de los restos del optimismo ecuménico, sintiendo el frío que es el leño bucólico en el fogón del otro y sufriendo los reveses que son siempre los triunfos de los otros. Este Ninguno siempre quiere ser último y siempre lo es; en ese sentido puede decirse que consigue lo que quiere. Es irónico. Pero excepto Ninguno, el resto lo sufre y es por eso que se construye ilusiones de progreso, de festines, de soles de invierno y frondosos bosques de estío, de éxitos y coches nuevos, de sueldos dignos y períodos de reposo -con goce de sueldo y suplemento por semestre, etc., etc. Estos son los recursos del optimismo entre los que sufren. Sugerir, prometer, proponer. Infinitivos sin fin. Lo óptimo es un futuro inexistente, lo mejor un pretérito remoto, lo bueno un recuerdo impreciso, lo concreto, un presente sombrío. De donde se ve con precisión que el dominio del optimismo es el futuro inexistente construido por lo común sobre un pretérito remoto del que se tiene un recuerdo impreciso que produce indefectiblemente un presente sombrío. Lo dicho, no lo niegue, tiene cierto ritmo y poco contenido; pero lo que busco es esto, ritmo y sinsentido en los términos que uso con el fin de que despierte en usted, lector insomne, un poco de reflexión en medio de este tiempo hueco que nos tocó vivir. ¿Y qué decir del pesimismo como opción? ¿Se puede sostener un pesimismo consistente y seguir viviendo? Filloy supo sostenerse en medio de un pesimismo inflexible y vivió veintiún lustros lleno de humor, ¿Por qué no yo? Porque no soy Filloy, es cierto. ¿Qué es el pesimismo? Es reconocer el simple hecho de que lo peor es el porvenir. Dicho de este modo, seco y bruto, es un poco tremendo. El pesimismo desmiente el horizonte como concepto, lo demuele en un presente continuo que constituye el universo del hombre y del insecto. El ciclo del ser vivo es el origen, el centro y el meollo del pesimismo. El ser, no sé quién lo dijo, es un  breve destello entre dos ceros. Todo lo que lo constituye es un misterio; sus cómo, sus dónde y sus por qué son mitos reñidos con el intelecto. El cielo celeste que ve el hombre, como dicen unos versos cuyo origen ignoro, ni es cielo ni es celeste. Los cuerpos celestes son cientos de miles de miles de millones y su conocimiento, excepto un lote de universos vecinos, es imposible y los esfuerzos por conocerlos, un dispendio estúpido de tiempo y de dinero. El reposo eterno del espíritu en un vergel divino es el único premio que prometen los credos religiosos y se supone que el hombre debe creerlo y de ningún modo discutirlo. Es cruel vivir en un eterno conflicto entre un optimismo bobo y un lúcido pesimismo. Uno vive con otros y tiene deberes con el prójimo, o por lo menos es esto lo que se supone que un ser sensible debe tener. Por eso siento que vivo en un peligro inminente de perder el equilibrio. Los síncopes de optimismo son brevísimos y producen en mí un repentino sosiego pero en pocos segundos surge el sentimiento opuesto que produce ese destello súbito de verosimilitud que es el pesimismo. Conocemos el último destino que el resto de los seres vivos desconoce. ¿Cómo no creer que se nos creó con el específico fin de sufrir este tormento? ¿No es cierto que ser feliz es no tener presente estos conceptos? Es posible que lo mejor termine siendo que nos resignemos. Puede ser. Es un método. Si me resigno soy consciente. Reconozco los peligros de optimismo y pesimismo y elijo convivir con ellos como dos enemigos íntimos de los que no puedo desprenderme. Digo como Kipling dijo de éxito y revés, que dos impostores me requieren. Si se me pide fe, fingiré que creo y por un tiempo seré feliz. Si el horizonte oscuro del pesimismo esgrime sus lúgubres sepulcros, le diré tembloroso y sonriente que no le temo. Lo triste es que Ninguno, ese pobre infeliz, quiere vivir como yo. No lo entiendo.

Confesiones

Un lunes de noche, en pleno invierno tuve un encuentro que me conmovió. Todo empezó con un desperfecto de mi viejo Chevy 1975 que  supo ser bien conocido en mi pueblo. Como todo inconveniente es inoportuno, este que le cuento fue muy inoportuno. Mi Chevy ocre se detuvo en el portón del cementerio como si no tuviese combustible, lo que resultó ser cierto. En el momento que comencé mi inspección, un torvo individuo cuyo rostro envuelto en un poncho negro no reconocí, me interpeló:

–¿Tiene fuego? –me dijo sin prolegómenos.

–Sí, cómo no –respondí escondiendo un temblor incipiente.

Como pude le tendí el encendedor con mis dedos temerosos sin disimulo.

–Tome –le dije– quédeselo.

–Espero que no me tome por un impertinente –se excusó cortés –pero como es de noche nos dieron unos minutos de recreo.

Pensé en un obrero del cementerio cumpliendo el turno noche cuyo jefe pudo concederle unos minutos de respiro en su duro oficio de sepulturero. Debo decir que en ese entonces los cementerios fueron insuficientes, como lo fueron los médicos, los enfermeros y los nosocomios. Pero ese es otro punto. Déjeme que le cuente sobre este encuentro.

–De ningún modo lo considero impertinente, solo que me sorprendió justo en el medio de mi inspección… –le contesté.

–Se quedó sin combustible –me dijo, muy seguro de su veredicto.

–¿Y usted cómo lo supo? –retruqué sorprendido.

–Es el único desperfecto que puede sufrir un Chevy. Yo tuve uno. Rojo como este.

–No es rojo, es ocre –objeté–, modelo 75.

–Ocre. Si usted lo dice. Un fierro. Pero muy viejo –me respondió el misterioso individuo–. Yo tuve un super sport 71. Lo compré de cero kilómetro en lo de Régoli, no sé si conoce…

–Sí; en lo de Régoli, por supuesto… –mentí.

Todo esto nos dijimos sin vernos los rostros porque con el pretexto de mi inspección seguí con los ojos puestos en el motor. Pero viendo que el hombre se expresó en términos correctos lo supuse un individuo decente y mi temor fue disminuyendo. Como si fuesen sinónimos. Como si no hubiese delincuentes con discursos floridos y perfecto dominio del léxico. El hecho es que me volví y quedé convertido en un bloque de hielo. Sentí como si mi cuerpo fuese un monumento de yeso, níveo y rígido en el frente del cementerio. Mi interlocutor se explicó:

–Discúlpeme, no quise sorprenderlo. Como puede ver soy un espectro, pero inofensivo –y diciendo esto se descubrió el rostro, un tiesto sin ojos y sin piel. Un monstruo.

–Y-yo ve-veo un ser monstruoso –pronuncié con un temblequeo evidente.

–Como usted es hoy, nosotros hemos sido –dijo el solemne esqueleto–. No tiene por qué temer.

–Si usted lo dice –respondí, queriendo lucir sereno.

–Serénese; los espectros somos solo el reflejo de un futuro imposible. De vez en vez tenemos un recreo y hoy es el mío. Pero los recreos son breves y son los únicos momentos en los que podemos decir lo nuestro. Le pido que me escuche.

Sorprendido, tembloroso, lleno de terror, inmóvil como el busto de yeso que le conté y por consiguiente impedido de huir como hubiese querido, lo escuché:

–Me dicen que el infierno es terrible. ¿Con qué conocimiento específico lo dicen? Ninguno. Todo ese verso del infierno es un embuste. Lo digo porque lo vivo en mi propio esqueleto.

–Eso es evidente –glosé compungido.

–Por eso se lo digo. No me lo contó ningún presbítero. Todo comenzó ni bien morí y me percibí muerto. Según los médicos fue un síncope. No tuve tiempo de despedirme.

–Muy penoso –mencioné circunspecto.

–No sufrí. Sentí como si me hubiese dormido de repente. Le confieso que incluso me sentí bien, cómodo, como si estuviese suspendido en el éter. Pero después me enfrié y me fui poniendo duro y mi suspensión en el éter fue cediendo y me fui hundiendo…

–Eso leí en un libro que… –lo interrumpí– queriendo contribuir.

–…en un pozo profundo, húmedo y frío –continuó diciendo–. Recién en ese momento entendí en qué consiste no tener luz. Es sólo eso. Los muertos no tenemos luz, infierno o cielo, el sol se nos extingue y sentimos el frío en los huesos.

–Qué horror –me horroricé.

El individuo o el espectro o el tipo, hoy no sé cómo decirle, ignoró mis opiniones, como si no me hubiese oído.

–No tener luz no es lo mismo que no ver. Los vivos siempre entendimos lo oscuro pero no hemos concebido lo negro. El negro de los muertos, puede creerme, es inconcebible. El negro y el silencio. Los duendes gemelos del subsuelo.

–Es por cierto un concepto oscuro –deduje.

–En efecto. Porque creo que los ciegos perciben tonos, eso me dicen que dijo Borges, y si no los percibiesen por lo menos reciben el brillo del sol sobre sus cuerpos y sus ojos e incluso reconocen el crepúsculo diurno y el nocturno, como un dulce color limón envejecido

–¿Borges dijo eso? –cuestioné.

 –Creo que sí. Pero no  es eso lo que quiero discutir con usted.

–Disculpe –me disculpé– no quise interrumpirlo.

–Es que tengo poco tiempo. Como le dije, este recreo es breve. Pues bien, señor, le diré que nosotros no creemos en el infierno. El infierno consiste en percibirse inmóvil, metido en un féretro estrecho, sin luz, sin oxígeno y sin poder morirse de nuevo queriéndolo con un deseo feroz que no cede.

–Es decir, eso es lo que se siente dentro de un féretro, se entiende –dije muy suelto de cuerpo.

–Lo terrible dentro de un féretro, lo peor, es que el tiempo no se detiene como creen los vivos. Yo lo creí en los pocos momentos que reflexioné, vivo, sobre estos puntos deprimentes. Pero no. No se detiene y uno oye, porque le juro que uno oye, el lento correr del tiempo en un reloj indestructible…

–Es cierto; vivir pendiente de ciertos eventos… –intenté decir no sé qué.

–… porque entre minuto y minuto existen los segundos y entre éstos los corpúsculos poco menos que imperceptibles de esos intersticios entre los segundos que son infinitos. De donde viene el concepto del límite y de donde surgió el célebre eppur si mouve.

–Si me permite, en lo de eppur si mouve disiento con usted. Eso fue en otro juicio muy bien conocido en el siglo diecisiete. Sobre lo giros respectivos de los distintos mundos incluido el nuestro y el sol. Un conflicto de intereses religiosos y científicos.

–¿Sí? Bueno. No, creo que no; pero no sé por qué me lo representé. De todos modos –continuó el espectro–, entre un segundo y otro existen intersticios, huecos, divisiones crecientes, universos que se extienden por siempre no permitiendo ese desliz del segundo previo en el siguiente y de este en el que viene constituyendo lo que los vivos entienden como el presente y el futuro. Y de este juego perverso somos conscientes los pobres muertos – peroró severo el hombre muerto.

–Debe ser terrible, me figuro –comenté–, no percibir el tiempo o percibirlo del modo que usted describe debe ser un tormento horroroso. Un segundo con los dedos sobre el fuego no es lo mismo que un segundo con los dedos sobre un bloque de hielo, por mucho que el hielo queme.

–Horroroso es poco. El horror es solo un susto que no duele. Un guerrero intrépido desconoce el horror pero reconoce que el tiempo es su peor enemigo. El tiempo inmóvil es insufrible. Y como le digo, por si esto fuese poco, todo oscuro y uno inmóvil e incómodo en su reluciente cofre de cedro sin nitrógeno ni oxígeno.

–El oxígeno es imprescindible. Lo sé porque he subido montes de cinco mil metros y el oxígeno disminuye un diez por ciento en secciones de mil metros…

–… por no decirle del tormento de tener sed. Este es el tormento preferido de quienes rigen estos reinos. Ni bien uno desciende en el foso y oye el ruido de los terrones sobre el féretro, ruido sordo y lúgubre como pocos, sufre un tortuoso golpe de sed eterno y cruel. Es curioso; uno de los, por decirlo de un modo irónico, hechos, sorprendentes en este mundo de los muertos en el que me encuentro en este hoy sin tiempo, es que no existe el concepto de costumbre en el sentido que siempre tuvo, ese sentimiento por el que un hecho repetido nos permite que lo toleremos si es molesto o que lo ignoremos si es benévolo o neutro. Con lo que todo sufrimiento se repite en un ciclo infinito repitiendo sus efectos dolorosos sin que el hecho, como dije, de repetirse, mitigue el sufrimiento que produce –se extendió el torvo esqueleto en sus conceptos filosóficos.

–Por supuesto; en este mundo todo es cuestión de costumbre –enuncié.

–Otro mito muy difundido es el dolor del viudo, que debe reconocerse, es como el dolor de codo, o el del cónyuge superviviente, si el muerto es el esposo. Respecto de los seres queridos, no es cierto que se los eche de menos. Ni es cierto que ellos nos echen de menos. Simplemente no existimos como no existen ellos en nuestro odioso encierro definitivo.

–Eso que usted dice es un poco crudo. No sé. Yo… Mi mujer… –protesté sin convicción.

 –Eso sucede, como puede verse hoy mismo en estos tiempos difíciles entre los vivos, con los sentimientos efusivos que se diluyen por el sencillo hecho de no verse frecuentemente. Los otros, en un tiempo imprescindibles, se vuelven prescindibles, se convierten en recuerdos borrosos, en conocidos con quienes no tenemos, ustedes no tienen, un cuerno de nuevo que decirnos o decirse, mejor dicho. Porque son ustedes quienes no tienen qué decirse en sus reencuentros.

–Espere un poco –lo interrumpí–. Yo tengo un grupo de compinches que nos reunimos… pero es cierto. Es como usted dice –concedí–. Pero en los cementerios siempre veo flores, por lo menos los domingos.

–No lo he visto, porque no puedo verlo en este horrible encierro forzoso en que me encuentro, pero si pudiese verlo, supongo que el florero de mi sepulcro sólo tiene yuyos resecos, con suerte, si no un montón de helechos crecidos y dos o tres fósiles de lirios podridos. No me quejo, es lo que corresponde. Dejemos que los muertos se ocupen de los muertos.

–Si me permite, creo que su visión es medio deprimente. Muerto y todo, un espíritu como el suyo debe tener sus recuerdos de los buenos viejos tiempos…

–Los recuerdos de los buenos viejos tiempos son como esos potes de dulce de leche sucios y resecos que uno ve en el bote de los desperdicios. Mejor no tenerlos.

–¿Qué puede decirme entonces del sexo en el subsuelo? ¿No tiene ni un mísero recuerdo? Le pregunto sin querer ser irrespetuoso –pregunté.

–Ni lo mencione. El sufrimiento eterno ocluye los sentimientos libidinosos. Es como querer tener sexo con dolor de dientes. Ni el regusto de unos muslos esbeltos y sedosos ni el recuerdo de unos tibios senos mullidos sirven de  consuelo entre los muertos.

–Es doloroso ser testigo del proceso de disolución del propio cuerpo. De eso son y fuimos conscientes los vivos. Pero de nuevo, ese proceso que entre los vivos es un hecho común, se convierte en un continuo tormento entre nosotros puesto que los vermes no duermen, los roedores siempre tienen deseos de roer y los insectos nos producen un indetenible cosquilleo o, como es lógico decir, un hormigueo. Figúrese usted vivir en un hormiguero.

–Ni loco vivo en un hormiguero –intenté poner un poco de humor.

–Lo mismo digo. Pero yo estoy muerto –respondió el individuo con un rictus comprensible.

–No lo niego –dije por decir.

–Y los olores. Los olores que olemos los muertos, querido señor, poseen un perfume que el menos pútrido de ellos hubiese producido, de olerlo, los vómitos convulsivos de los inquilinos del peor de los chiqueros. Y en medio de esos olores repelentes no es sorprendente que uno se pregunte por sus méritos.

–Usted dice mérito; ese término, como usted comprende, hoy no es muy político…

–Estupideces de políticos que repiten un mismo discurso como loros. Hoy que el término mérito sufre un inmerecido descrédito entre quienes discuten sobre el sexo de los gnomos, me pregunto con todo derecho, ¿me merezco esto? ¿yo, qué hice?

–Según dicen todos tenemos un muerto en el ropero –dije sonriendo.

–Inmerso como estoy en este mundo sórdido y oscuro –prosiguió el espectro con su soliloquio– es comprensible que no recuerde  ni uno solo de mis crímenes. Si es que los cometí. Que seguro cometí. ¿Quién no? Por lo menos en el inconsciente, todos los hombres cometieron todos los crímenes.

–Es lo que dije, pero en otros términos –comenté.

–Creo que es un dicho de un filósofo cuyo nombre no recuerdo. Pero tuvo que ser un crimen terrible. Horroroso. En mi condición no se me puede pedir que reflexione. Posiblemente esté en ese sitio que los creyentes, los fieles y los religiosos conocen como el purgue todo. ¿Ese es el nombre? No recuerdo bien.

–Purgue lo que purgue es terrible no tener ni un divertimiento –le dije.

–Si por lo menos pudiésemos leer… o escribir –el espectro se quedó como perdido en sus reflexiones.

–¿Qué hubiese querido leer? –le pregunté, curioso.

–Oh. Muchos libros. Perec, sobre todo El de ese Perec ido, Prévert, Filloy, Gombrowicz, Proust, Joyce, qué sé yo. Un poco de todo…

–No los he leído. Pero los conozco de nombre. ¿Y escribir?

–Hubiese querido escribir mis confesiones que hubiesen tenido por título Confesiones, sobre todo esto que le cuento. Pero no creo que hubiese tenido ningún lector. Menos hoy. Posiblemente en un futuro…

–Es que hoy se lee muy poco, ¿vio? Con todo esto de los medios electrónicos… todo es breve y veloz –le expliqué y miré el reloj– Bueno. Fue un gusto conocerlo, pero tengo que irme.

El hombre oscuro y reseco se incorporó y temí lo peor, pero sus huesos crujientes sonrieron y se despidió cortés ofreciéndome socorro:

–El gusto es mío, don. Dele, monte en ese Chevy que yo lo empujo. Tuvo suerte.  Después de ese recodo venden combustible, menos de doscientos metros. Yo me vuelvo porque se me terminó el recreo.

Un discurso perfecto

El ministro le pidió un texto contundente. Le dio veinte minutos. El pobre escribiente quiso ofrecerle un discurso perfecto y se prometió escribirlo. El comienzo fue difícil y le llevó un buen tiempo decidirse por un comienzo que fuese descriptivo, poderoso y sintético. Después de un sinfín de titubeos optó por lo primero que pensó y escribió, muy orondo: Este ministro sostiene. Quedó conforme. Uno solo tiene que seguir sus intuiciones de escritor y el discurso simplemente surge de un modo u otro. No se preocupó en un principio por los puntos sobre los que su discurso perfecto debe extenderse. El ministro, inmerso en otros menesteres urgentes, no se lo dijo. Por el momento se conformó con un comienzo suficientemente elocuente y conciso y un criterio que le sirviese de método y contorno; el contenido es prescindible, como todos los que escribimos discursos comprendemos por el mero hecho de ejercer el oficio. Empezó por el borde, por los conceptos previos o prolegómenos discursivos que si bien no son el discurso en sí deben ofrecer indicios de contenido, guiños, signos premonitorios de un núcleo duro, de convicciones firmes que determinen un modo de ver el mundo con un criterio específico. Resolvió entonces los conflictos de estilo que no permiten errores. Un solo término impropio y el efecto que se pretende conseguir se pierde en un pozo y el expositor se hunde en un desprestigio del que es imposible emerger. Por eso es que el oficio de escritor de discursos, un oficio poco menos que desconocido, un oficio riesgoso y horriblemente retribuido, tiene muy pocos cultores. El hombre se decidió por un estilo neutro que estuviese lejos de expresiones vehementes y de conceptos deprimentes. El público, el oyente, no debe recibir estímulos que le inquieten el espíritu porque un espíritu inquieto por lo común se vuelve inquisitivo y un espíritu inquisitivo no sufre bien un discurso que solo se mueve por el contorno de los conceptos o que pretende producir cierto tipo de efectos entre los súbditos o los electores. El límite entre lo difuso y lo específico es un sendero estrecho, lleno de escollos. El escritor de discursos debe ser, sobre todo, hombre o mujer o del género que fuese, prudente en todo el sentido del término. Por eso el verbo sostener que puso como título Este ministro sostiene. Y desde luego que el enfoque pontificio, ese Él, que permite referir los hechos propios como hechos de terceros, exime y permite verse uno diferente de como es. Sostener es un buen verbo, pensó, desde el momento que es sinónimo de soporte y de decir, lo que es propio de todo ministro que se respete, sostener con hechos lo que dice. Encendió el enésimo pucho. Se puso de pie y recorrió reflexivo el recinto. Miró el reloj y se dijo, tenemos quince minutos, como si fuese uno de un grupo, como si no estuviese solo y con el tiempo justo: los veinte minutos que le pidió el ministro. Se sentó de nuevo en el cómodo sillón de cuero verde con botones de bronce y siguió escribiendo. Este ministro sostiene que… Y se detuvo, con el mentón puesto sobre sus diez dedos unidos como soporte, en un doloroso esfuerzo por conseguir un término coherente con ese que suspensivo. ¿Qué sostiene el ministro? … que el rumbo emprendido por este gobierno siempre es coherente -ese es el término justo, pensó- con los intereses del pueblo. En el primer renglón de un discurso es beneficioso introducir los intereses del pueblo. Un buen principio es un requisito ineludible de todo buen discurso.  Los intereses del pueblo son nuestros propios intereses. Un buen refuerzo de lo dicho precedentemente. Repetir no es siempre ocioso, pensó, porque repitiendo es como uno consigue que se le fije un concepto en el cerebro. Y decimos propios en los múltiples sentidos del término: limpio, justo, correcto y otros muchos que son bien conocidos. El renglón siguiente se complicó. El rumbo y los intereses del pueblo. ¿Cómo seguir? Intentó definir un enemigo inexistente, misterioso, sorpresivo que sirviese de unitivo. El recurso del enemigo común tiene virtudes que un sesudo silogismo emitido con el mejor de los criterios, científico y riguroso, no posee. Con repentino convencimiento escribió: En este momento difícil, con el enemigo que nos tiende un sitio perverso. Miró el reloj y comprobó, sudoroso, el inflexible correr del tiempo. Trece minutos. Decir lo menos posible queriéndolo decir todo, se dijo, es imposible. Es como un discurso mudo que se difunde por un medio inexistente entre un público sordo. Pero el ministro le dijo veinte minutos y el sudor del cuello le corrió frío por el medio del dorso. Encendió otro pucho y retomó el doloroso oficio de escribir lo que otros le exigen. Sólo un pueblo unido puede vencer un sitio perverso e injusto como éste que nos tiene un enemigo insensible y cruel. Insensible y cruel le gustó, si bien no hubiese podido decir por qué. Posiblemente por ser dos términos que tienen que ver con el dolor, uno corto y otro menos corto; cuestión de equilibrios sonoros, pensó. Lo mismo se dijo de perverso e injusto. Consideró el recurso de un oxímoron, recurso siempre efectivo. Y escribió: Estruendoso silencio del obús. Poniendo el obús en silencio excluyó un sinnúmero de opciones que hubiese podido incluir como lógico fin de un conflicto mudo: explosión, estrépito, y muchos otros. Que nos tiene en vilo pretendiendo sumirnos en el miedo.  Vio correr los segundos en su reloj. Continuó. Todo miedo debe tener un motivo, estuvo por escribir pero reflexionó y se dijo que por lo común los miedos son sentimientos defensivos del espíritu que no tienen sustento en hechos concretos o verosímiles. Hubiese querido poner “el miedo es sonso” pero se figuró el gesto del ministro leyendo y teniendo que decir esto de que el miedo es sonso dos renglones después de decir lo del enemigo insensible y cruel que nos tiende un cerco perverso e injusto. Le resultó ilógico, incoherente, ridículo y se felicitó por el repentino impulso que lo censuró. Después de todo, coincidió consigo mismo, él es su propio censor. El enemigo cree conocernos, pero desconoce todo sobre nosotros, desconoce nuestro temple, nuestro orgullo, el poderoso impulso de nuestro sentido épico. En esto de épico dudó un poco porque le sonó el eco de un detergente. Deterger. Un sentido épico poderoso y limpio. Los términos que surgen de modo repentino, que no son fruto de un sesudo proceso de reflexión, siempre tienen un sentido, incluso si son errores y si este épico fuese un error hubiese  sido un error limpio que no lo es, es decir no fue un error sino un impulso. Quede, pues. Miró de reojo el reloj. Trece minutos. No debemos perder tiempo, se instó en modo pontificio. El enemigo pretende dividirnos. Ilusos. Nuestro deber es recorrer juntos este difícil sendero lleno de peligros. Sostener que el enemigo quiere dividirnos es un típico recurso de comité. ¿Quién puede querer dividir lo que es indivisible? ¿Por eso lo de ilusos? Lo pensó y no le resultó inverosímil; incluso se sorprendió por el seudo silogismo. Lo incorporó como un legítimo truco retórico. Porque es de ilusos y zopencos pretender dividir lo indivisible. Punto. Sonrió oyendo los vítores del pueblo. Sonó en sus oídos un himno estridente. Hoy y siempre nuestro pueblo consiste en un solo bloque, sólido, inflexible y consistente. El bloque frío y gris requiere un toque de color y un soplo tibio. Pero no por ser sólidos e inflexibles somos un pueblo gris o frío, ni mucho menos. Vivimos inmersos en el soplo tibio de nuestros seres queridos, unidos todos en un mundo lleno de color. No se permitió seguir subiendo por los senderos del optimismo porque el ministro viene de decir que recorremos senderos llenos de peligros y hubiese sido impropio que de repente se exprese, sin ningún motivo que lo justifique, como un colorido pelele. Hubo dos o tres vítores tibios, estuvo por…  pero lo dejó. El optimismo es seductor, no lo niego –reflexionó– pero quien seduce esconde, porque si no tuviese qué esconder, ¿por qué seducir y no imponer? ¿Imponer optimismo? Lo seductor del optimismo es que nos promete el sol, el triunfo y un porvenir feliz. No es poco. Es imposible no sentirse bien con estos eventos en el horizonte. Le sonó bien como reflexión pero no consideró propicio el contexto. Miró de reojo el reloj. Dos minutos menos. Suspiró. Se puso serio, frunció el ceño, impostó un gesto severo y escribió: El enemigo nos cree débiles, pero déjenme decirles que cometen un terrible error. Y ese menosprecio del enemigo, ese desconocimiento de nuestro fuego interior, es un beneficio. Mejor que nos ignoren y que nos desprecien. Los sorprenderemos como Ulises interrumpiendo su festín y un rio bermejo, viscoso, tibio y espeso…(y oyó: Heureux qui comme Ulysse…). El ritmo del verso lo tentó y por poco lo pone si no hubiese sido que miró de nuevo el reloj y comprobó con horror que el tiempo corre, imperceptiblemente lento, pero corre. Un río bermejo, impuro, tibio y espeso. No supo cómo seguir, puso punto en festín y borró el resto. Pero en el mismo momento recordó unos versos, y escribió: festín y un rio bermejo, viscoso, tibio y espeso, veremos corriendo en nuestros surcos un obvio símil de un trozo de otro himno, xenófobo y cruel como todo himno que se precie (nos sillons). Porque himno y pendón son los signos de un pueblo. Entonemos juntos nuestro himno e icemos nuestros símbolos sin rubor –revisó el verbo y lo revisó de nuevo porque desconfió del corrector– Icemos, el glorioso pendón que Nuestro Supremo Héroe nos legó. Con los poquísimos indicios que le dio el ministro, por no decir que no le dio ninguno, el escribiente no pudo menos que sentirse libre de ir por los senderos que surgiesen. El suyo tuvo que ser un discurso disyuntivo por definición. En estos momentos de peligros inminentes que se ciernen sobre el horizonte oscuro y tormentoso, en estos momentos en que el pecho del hombre no tiene otro remedio que henchirse o huir… Le brotó en un segundo como si se lo hubiese escrito otro. Se detuvo de nuevo y encendió otro pucho porque el que tuvo entre los dedos se le desintegró. En estos tiempos violentos en que vemos que nuestros principios éticos son puestos en ridículo por unos opositores que no son sino servidores del enemigo… Es menester dividir; siempre dividir, incluso si esto desmintiese lo dicho en el sentido opuesto, es decir, el deber de unirse, porque dividir es el secreto del poder, se dijo muy serio el escribiente, pero por supuesto sólo lo pensó y no lo escribió, reivindiquemos nuestro estilo de vivir. Les propongo un boicot. No compremos el petróleo de nuestro enemigo. No compremos los televisores, los electrodomésticos de nuestros enemigos. No usemos el dinero, verde peste, que ellos imprimen y que es el tóxico veneno que impide nuestro crecimiento. Escuchó multitudes rugiendo; vio un extenso ondeo de pendones tricolor, celeste, oro y nieve extenderse entre retiro y constitución. Oyó los estruendosos vítores del pueblo enfurecido con un enemigo invisible, odioso, desconocido y cruel. Se figuró el rostro severo del ministro volverse compungido y fundirse en húmedos estrechones con sus fieles seguidores en el proscenio, pleno de emoción y sonreír con un tierno mohín. Un dulce cosquilleo le corrió por el cuello y el dorso y se le perdió en el fondo del sillón. Se sintió conforme. Miró el reloj y se concedió los tres últimos minutos. El murmullo del pueblo se fue extinguiendo. Les pido un último esfuerzo… Creyó  oír unos silbidos estridentes, pero de todos modos siguió escribiendo. Porque es con esfuerzo que obtendremos el triunfo que nos merecemos. ¡El futuro es nuestro! He dicho. En el silencio frío del recinto el escribiente creyó oír los bombos, los cohetes, los himnos, los coros y el bullicio de un pueblo feliz. Revisó, corrigió unos pocos errores, puso y quitó tildes, sustituyó dos o tres verbos sosos por otros dos o tres sin mucho sentido pero con otro poder sonoro. Imprimió el documento y lo entregó, justo en el vigésimo minuto, como se le pidió.

Silencio, oficio y exilio.

Diremos que su nombre es Jorge Pérez, en lo sucesivo JP. Su único objetivo consiste en eludir el peligro de ser descubierto. Eludir todo signo que lo denuncie, describir los rodeos que es preciso describir con el fin de no ser visto, ni percibido. No debe ser evidente ni previsible. Tiene que ir por donde no se puede ir, recorrer los senderos tortuosos del sigilo, debe subir picos vírgenes y descender sin otro socorro que su propio esfuerzo. Debe ser, en resumen, invisible. Por eso sus encuentros con otros seres son siempre breves, furtivos, escuetos. Lo de Inés, por ejemplo, es un símbolo de sus desencuentros.  No puede permitirse el lujo de discutir con hombres o mujeres que después lo recuerden. Su pescuezo depende de que no se lo note. El tipo que lo ve, si lo ve, tiene que verlo como el hombre del terno gris, debe creer que vio un gorrión, un perro común y corriente, un felino gris, un hombre de perfil en el subte, un dependiente del municipio, en resumen, no debe ver un hombre con signos fisonómicos reconocibles sino un tipo del montón. Oh, misión. De vivir eludiendo se convirtió en un espectro, presente por omisión, oculto por evidente, imperceptible como uno de los irreconocibles (¿seguro?) obreros negros riñendo dentro de un túnel sin luz.

Con el fin de ir por este mundo sin ser visto JP vive como quien dice de perfil. Se mete en un tren y los otros  distinguen un contorno gris notorio solo por sus bordes difusos de modo que ninguno puede describirlo en el supuesto que se los requiriese un detective. No es petiso ni enorme, mide lo que mide un hombre promedio. El pelo no es ni rubio ni morocho sino de un tono intermedio; hubiese sido terrible que fuese pelirrojo o incoloro, colores que no sufren el teñido o que si lo sufren siempre tienen el inconveniente de los bigotes incipientes y los otros pelos del rostro que surgen en todo momento, o los ojos miopes y el pellejo níveo de los incoloros. JP no es gordo ni esquelético, sus músculos poderosos no son notorios sin ser por eso menos mortíferos; los mueve el odio o el furor de un entrevero. Su rostro, como se dijo, es un rostro de perfil, no grotesco ni bonito sino felizmente mediocre. Es un rostro común y silvestre, seco e indiferente, uno entre miles que no se distingue del resto. Por eso mismo no se ve. Porque es un hombre borroso que se esconde entre el gentío, que se confunde con el pueblo, que fluye con el montón de gente que se mueve por los corredores del subte en el hormiguero convulsivo del regreso o en el serpenteo soporífero del ingreso en sus tediosos empleos en los ministerios.

Es imposible seguir el derrotero de un tipo como él. Poco menos que imposible, pero no imposible porque JP tiene su perseguidor. El detective Quéno lo conoce desde sus tiempos de director en el erredendel (Refugio de Niños Delincuentes). Desde el momento que lo vio intuyó su prodigioso futuro de delincuente cruel. Su rostro de niño inocente no lo convenció. Vio relucir en sus ojos los destellos incipientes de un odio que no muere. Consideró inútil todo esfuerzo por reconvertir ese odio en sentimientos positivos. Pocos meses después de su ingreso sucedió lo del recluso que lo violó. Fue él que lo encontró riendo en un rincón con un recipiente de querosén y un encendedor. El otro recibió su merecido, es cierto, pero el ingenio del niño, lo violento del designio cruel que urdió, lo conmovió de un modo extremo. Conmoción que permitió que el pequeño bribón huyese en medio del griterío de los bedeles pidiendo por los bomberos, y los gemidos terribles del pobre infeliz prendido fuego como un tizón del infierno. Los bomberos estuvieron muy lentos en concurrir, es cierto. Pero el jefe se excusó diciendo que en este pueblo enfermo ellos no son héroes, diferentemente de los ingleses, que se enorgullecen de sus bomberos y de sus incendios gloriosos, porque no tenemos incendios suficientes o porque los que tenemos, como este, son extinguibles solo destruyendo por completo el objeto que se prendió fuego. El director del erredendel coincidió con el jefe en que de todos modos no se perdió mucho.

Si bien JP solo vive el presente, el detective Quéno tiene un registro incompleto que fue consiguiendo con el tiempo. No es mucho lo que consiguió pero por lo menos pudo reconstruir un poco sus orígenes. El progenitor de JP fue un delincuente notorio, conocido en el medio por sus secuestros de tipos pudientes por los que cobró millones. Un precursor de los Puccio. De todos modos, incluso recibiendo el dinero dentro del término exigido, el cruel rey de los secuestros extorsivos no quiso testigos y los exterminó con métodos dignos de un demonio enloquecido. Ninguno de sus clientes sobrevivió. Los destripó vivos y les puso los intestinos enfrente de los ojos. Los despellejó sin cloroformo. Sus hijos y sus mujeres recibieron registros sonoros, fotos y films de todos sus procesos. Los crucificó, vistiéndolos primero como cristos, con espinos y todo. Incluso hizo imprimir unos letreros que puso en el tope de los lúgubres cruceros: I.N.R.I que él interpretó (Quéno) como “Intente No Reírse Imbécil”. Terriblemente irónico. Los untó con miel y los puso en un cepo sobre un hormiguero hirviendo como un río rojo. Les cortó los penes y los testículos y se los metió en el buche.  Los quemó vivos y los filmó. Filmó sus rostros incrédulos, se burló de ellos con un fósforo encendido entre los dedos después de sumergirlos en toneles de querosén. Tomó fotos de los pobres infelices retorciéndose de dolor envueltos en un vórtice de fuego, como si fuesen los crujientes corderos de un festín. Cómo logró desprenderse de los cuerpos, es un misterio. Se supone que se los devoró, porque no se encontró ni un hueso, ni un pelo, ni un diente, de ninguno de los nueve o diez tipos que secuestró en doce meses, entre enero y diciembre del veintinueve. Después se hizo humo y con el tiempo sus hechos se fueron diluyendo en los periódicos, que siempre requieren sucesos frescos como legítimo modo de sobrevivir.

Quéno tuvo que ver lo que los otros detectives no quisieron ver. Los hechos horribles venden, los sucesos dolorosos, el ómnibus que se precipitó en el río repleto de niños de un colegio bilingüe de Olivos, todos rubiecitos y de ojos celestes, terrible, terrible, dijo el reportero; el tren que embistió el vehículo en el que tres jovencitos murieron con los cuerpos divididos en tres trozos deformes, los miembros inferiores escindidos desde los pies, los troncos como si los hubiese dividido un bisturí, y los miembros superiores unidos con los cuellos sin rostro. Un pueblo de luto,  tituló un vespertino, seguido de un copete Tren sin frenos terminó con tres jóvenes muertos en Coronel Pringles (FNGR). Con todos estos eventos mortuorios y otros de índole político o deportivo, el molesto incidente de los secuestros extorsivos seguido de muerte, se olvidó en pocos meses.

Se dijo, sin testimonios fidedignos que lo comprueben, que JP fue el engendro de este hombre y su mujer, socios en un burdel junto con un individuo de nombre Emir (digresión ineludible: mire, Emir, rime o no rime tengo que irme) Cierto o no, este hombre perverso y su mujer fueron por lo menos los tutores de JP. Pero lo mismo dicen de Quéno que no existe ni existió y que es un mito que un pobre tipo con pretensiones de escritor soñó en un cine y que tiempo después noveló sin éxito. Pero, dicen estos rumores, solo el mito sobrevivió.

Este Emir, según supo después Quéno, dio un golpe con el Tigre Pérez, seudónimo del progenitor de JP, que estuvo meses y meses en todos los periódicos. Fue un golpe digno de un film. Lo dieron un domingo de diciembre del veintidós, en el momento justo de correrse el Pellegrini, premio hípico sobre césped. El triunfo, por un hocico y medio, fue de Rico, un potrillo moro conducido por el jujeño R. Pelletier. El premio, en dinero de entonces fue de cinco mil pesos oro, hoy unos cinco millones, grosso modo. Vestidos como obreros del hipódromo se metieron en el stud. Ni bien el jockey quedó solo en el vestidor, el Tigre, experto en el rubro, lo dominó sin esfuerzo (es obvio que todos los jockeys son diminutos), lo durmió con un trozo de género embebido en cloroformo, y lo secuestró metiéndolo en un cubo que completó con un poco de trigo. Se fue con el jockey y lo metió en un remolque de equinos que lo esperó enfrente. Su socio, en un movimiento repentino como un refucilo nocturno, seccionó el cuello de un obrero del hipódromo que intentó meterse en un vehículo con el dinero del premio que debió recibir el jockey.

–Démelo ¬le dijo, poniéndole un cuchillo filoso en el mentón– yo se lo llevo.

–Pero… –titubeó el pobre infeliz. En ese mismo momento le hundió el cuchillo, un Solingen brilloso de doble filo, en el cogote.

Cometido el crimen, sin ningún testigo, pues todo sucedió en un corredor interno del hipódromo lo suficientemente seguro y por ende sin custodios, Emir corrió sin ruido y se filtró entre unos hierros convenientemente torcidos con un crique en los momentos previos del golpe. Los cómplices huyeron con el jockey en el remolque y el dinero del premio dentro de un bolso. Pero el golpe no resultó como quisieron. Recorrieron unos kilómetros en dirección del centro, por no  meterse en un pueblo del interior donde todos los movimientos poco comunes se vuelven sospechosos. En Olivos los detuvo un contingente; se detuvieron. Les pidieron los documentos; se los dieron. Los milicos olieron un tufo y los documentos fueron muy poco convincentes. Uno de ellos puso un dedo en el percutor de su Remington rotoso. Pérez lo vio pero se quedó quieto. El jefe les pidió que exhibiesen los documentos del vehículo. Ellos respondieron que el vehículo… pero justo el jockey se despertó y gritó pidiendo socorro. El tiroteo duró quince minutos. Murieron cinco efectivos; intervino el ejército que los rodeó por completo y les pidió que se rindiesen. Emir quedó tendido en el piso, medio muerto, pero cubierto por los cuerpos de los efectivos y por los tiros de los rifles y revólveres que el Tigre recuperó. El jockey les sirvió de escudo; con él se metieron en un vehículo; el Tigre subió primero el bolso con el botín, luego el cuerpo moribundo de Emir y por fin el jockey diminuto que terminó conduciendo como un demonio y eludiendo todo lo que se le puso enfrente. De todos modos este recurso de cumplir con el rol del buen chofer no le sirvió de mucho porque R. Pelletier, terminó tendido en el suelo con un tiro de fusil en el occipucio. Los delincuentes huyeron. El Tigre se ocupó de Emir, lo operó como si fuese un médico experto, le quitó tres proyectiles, uno bien profundo metido en el centro del esternón, otro de uno de sus glúteos y el tercero en el hombro izquierdo. Lo escondió en un refugio seguro y le dejó su porción del botín. Ese fue su último encuentro. Fue como si el mundo se los hubiese deglutido. De todos modos, Quéno investigó y con el tiempo supo que el Turco Emir, puso un boliche en un distrito difícil. El viejo Pérez, el supuesto progenitor de JP, se entretuvo con un negocio de opio que no prosperó y continuó un tiempo con los secuestros extorsivos seguidos de muerte, negocio que le reportó millones; invirtió en dispositivos tecnológicos, especuló con bonos del tesoro, dictó cursos en círculos selectos del secuestro VIP (en Tinerhr, en Erfoud, en Tiznit), se modernizó, delegó cierto tipo de negocios violentos, puso burdeles exquisitos,  modificó su nombre y sus costumbres, edificó un templo, escribió libros de consejos que hicieron furor, puso un negocio de bienes inmuebles y tres lustros después de estos incidentes recibió el título de Hijo Dilecto y Protector de Picún Leufú, un  pequeño pueblo neuquino donde optó por residir el resto del tiempo que el Señor Misericordioso, cuyos misteriosos designios nos son por completo desconocidos, le concedió.

Cómo reprimir con sencillez

Figúrese que usted es presidente y de golpe le surge un inconveniente que debe resolver de modo perentorio. Usted no tiene tiempo que perder porque el desorden se extiende como reguero de teneté. Ponemos, por poner solo un ejemplo, que lo que sucede es que un grupo de menesterosos que no tienen dónde tenderse muertos, que no poseen ni un trozo de hule con que cubrirse, que duermen en los pórticos de los templos o cubiertos por los puentes, deciden de repente meterse en un terreno que, en principio, por lo que le dijeron, tiene dueño y que este dueño es un poderoso productor sojero o un emprendedor que invierte, según dicen, en bienes inmuebles con el propósito de construir un enorme country con todos los servicios incluyendo un río ficticio y un helipuerto. Usted se pone nervioso porque lo peor que puede sucederle justo en este momento es que le empiecen con quilombos y sobre todo con quilombos de este tipo. No puede permitirlo. Es lo que quieren los medios y usted no puede servirles el puré. Entonces se reúne con el jefe de gobierno del distrito donde suceden los hechos y le exige que lo solucione urgentemente y en lo posible sin muertos. Porque usted prometió proteger los derechos de los humildes, pero estos humildes deben tener intenciones de índole político o deben ser influidos por opositores recubiertos de pieles de cordero. Entonces, como suponemos, el jefe de gobierno, obedeciendo los pedidos de su jefe,  pide reunirse urgentemente con su ministro del interior, experto en este tipo de motines. El ministro, porque es de noche y viene de recorrer ocho estudios de televisión, duerme como un tronco dormido en pleno invierno. Tiene el teléfono en silencio. El jefe de gobierno insiste pero el ministro del interior no responde. Usted, presidente, si es un presidente ejecutivo, pide que se le informe sobre el episodio y los informes que recibe no son buenos; son, incluso, terribles. Los indigentes, los negros, los desposeídos, los que no tienen qué perder después de perder todo lo que no tuvieron, se siguen metiendo en el predio de este señor que vende lotes, como usted cree o que es un productor sojero como posiblemente es, según dicen los servicios de espiones subrepticios que se meten siempre donde no les corresponde. Y el grupo de pobres viene creciendo con los minutos con un ritmo indetenible. Si usted no se mueve, si el jefe de gobierno no se mueve, si el ministro del interior no se mueve, el episodio puede convertirse en un incendio de proporciones. Y usted entiende lo que sucede con los medios, por eso insiste con el teléfono del jefe de gobierno del distrito donde suceden estos incómodos hechos; y el jefe de gobierno le dice que su ministro del interior, el de él, no le responde el teléfono porque seguro que duerme como un tronco después de recorrer los ocho estudios de televisión en los que ofreció ocho discursos diferentes sin que se le moviese uno de sus pelos brillosos y duros de brylcreem. Usted, como presidente se pone nervioso. Los gritos se oyen por los corredores y sus custodios se ponen tensos porque se temen lo peor; uno de sus síncopes furibundos. Usted, que es puro sosiego y buenos modos tiene, como todos tenemos, ciertos modos terribles si le meten el dedo en el orificio sin su debido consentimiento. Por eso pone presión sobre el jefe de gobierno quien pone presión sobre el teléfono de su ministro del interior, que duerme como un tronco dormido en pleno invierno. Eso es lo que usted cree. Pero no. No es cierto. El ministro desconectó el teléfono porque es un zorro viejo y no quiere que lo molesten en este preciso momento. Él no quiere que le den instrucciones, simplemente eso. Él conoce su oficio como ninguno y lo demostró en el glorioso episodio del puente, donde descendió en helicóptero y solucionó un conflicto que pudo tener un fin doloroso. Posiblemente usted lo recuerde. Bueno, hoy tiene un objetivo de su nivel. Los medios tienen todo listo. El juez dispuso lo que todo juez que tiene los lentes bien puestos debe tener, ser obediente y cumplir con lo que se  le pide desde el poder de turno. Entonces el ministro del interior bulle de emoción. Tembloroso se reúne con sus fieles servidores en torno de un escritorio donde desplegó un croquis del terreno. Conocedor de que todos sus movimientos son críticos recorre con los dedos el croquis e insiste con los puntos oscuros, los puntos débiles, los posibles puntos de conflicto. Dispone el sobrevuelo de drones que registren todos sus movimientos de modo bien visible; si fuese menester, porque no se difunde en vivo, un editor puede siempre corregir lo que resulte inconveniente; un golpe inmerecido, empujones fortuitos recibidos por niños o mujeres indefensos, el incendio de un colchón mugriento, un grupo de juguetes destruidos por los pisotones de un energúmeno con uniforme, en fin lo que se conoce como los efectos no queridos del legítimo ejercicio de proteger el legítimo derecho de unos pocos sobre el ilegítimo hecho de intrusión de unos pobres infelices desprovistos de todo, en un terreno, por el momento sin uso, con el vil propósito de protegerse del frío, del bochorno del estío riguroso, de los rigores de Eolo o del cruel picoteo de los mosquitos.

Dispone el ministro del interior -cuyo teléfono no responde los insistentes requerimientos del señor jefe de gobierno que recibe del presidente no menos insistentes golpes de teléfono pidiendo informes recientes, que no obtiene- un croquis sobre su escritorio con los pormenores del terreno, desniveles, cruces de tren, intersecciones con posibles puntos de fricción, egresos y egresos de médicos por si hubiese heridos y de coches fúnebres por si hubiese muertos, puntos higiénicos con gel etílico, inodoros químicos, en fin, poco menos que todo lo imprescindible sin omitir un sencillo bufé con surtido de biscochos, frutos frescos, yogures surtidos, nueces y chicles que sirven como un modo de distender los nervios de los reporteros presentes y de los guerreros en medio del conflicto con este tipo de huestes de piojosos e intrusos.

Por si fuese poco se mete en el medio el nuncio del Sumo Pontífice que desde su sede sigue con sumo interés los sucesos que se suceden en nuestro bendito territorio (que recibe el cruel e inmerecido mote de Urgentine por los bufones enemigos del pueblo.) De vez en vez, los obispos y los ministros menores del clero ofrecen sus opiniones por televisión llenos de un enternecedor tono componedor. Es menester, repiten en un soporífero soliloquio monótono,  que se vele por los derechos de todos, los que tienen mucho, los que tienen muchísimo y los que con esfuerzo y fe pueden en un momento u otro obtener lo que piden si es que lo piden bien y con el debido respeto del orden público.

Y todo se vuelve confuso en torno de usted, señor Presidente, que no recibe los informes que usted exige con creciente furor. Sus servidores fruncen el ceño y suben los hombros como diciendo qué sé yo, no es mi territorio, y usted se pone furioso. El perro se esconde temeroso de recibir el típico voleo en el hocico por sus gemidos inoportunos en los momentos en que usted sostiene un encuentro por meet o por zoom con gentes de todos los sectores, como es su deber de conductor. Los obispos lo tienen podrido con sus sermones sobre el bien común y sobre los métodos de resolución de conflictos por medios no violentos y usted les dice, sonriendo, que sí, que descuiden, que cómo no, que su opción fue siempre comprometerse con los pobres. Los opositores en el congreso le piden que explique esto y lo otro, los suyos le piden lo que usted les prometió, los poderosos le piden definiciones, en fin, todo es un revoltijo de presiones y requerimientos.

Y de golpe, como venido del cielo, como un ciclón imprevisto e imprevisible, en medio de los silenciosos recovecos de los suburbios, cubierto por el sigilo y el silencio irrumpe en el predio el ministro del interior con miles de sus mejores hombres, un ejército de probos defensores de los derechos de hombres, niños y mujeres, incorruptibles como el oro, duros como el hierro pero de nobles pechos, bien que protegidos por jubones de tungsteno, que repelen todo tipo de proyectiles.

Los briosos corceles se revuelven inquietos mordiendo los frenos de níquel componiendo un concierto de repiques ominosos; los rebenques huelen el conflicto. Los perros, con los hocicos ceñidos por gruesos cintos de cuero, gimen deseosos de correr, morder y perseguir.  Después de todo, es su oficio.

El Sumo Pontífice recibe informes sobre lo que se viene y se desprende con sutiles eufemismos de los posibles excesos de su nuncio; los obispos le obedecen y presto emiten un documento con el sello de Pedro diciendo,  en resumen, ese cordero no es de los míos. En el interín, el ministro del interior, que el jefe de gobierno cree dormido como un tronco dormido en pleno invierno enciende el teléfono y responde los golpes de teléfono perdidos. El jefe de gobierno recibe su informe y pide             que lo comuniquen con el Presidente y usted, presidente, responde el teléfono y oye, perplejo lo que el jefe de gobierno dice que su ministro del interior le dice; que el recupero del predio es un hecho. Que el procedimiento fue muy sencillo y que solo hubo un grupo de díscolos detenidos y que no hubo muertos. Que en menos de veinticinco minutos todo terminó. Desde luego, el ministro no le contó todo. No le contó sobre los tiros con proyectiles de plomo, diminutos proyectiles, por cierto, un reciente logro tecnológico que consiste en unos rifles de precisión de origen incierto que se consiguieron por intervención de un coronel (R.E.) conocido del ministro. No le dijo sobre los pisotones sufridos por mujeres y niños que se interpusieron imprudentemente entre los efectivos del orden y los revoltosos. No le contó, señor Presidente, por no herir sus sentimientos, de los gritos de los pobres infelices que pretendieron defender sus mínimos enseres de los codiciosos dedos de los sonrientes represores, que no hicieron sino cumplir con su deber, se entiende.

Después del estrépito y los incendios, los gritos, los golpes y los empujones, el sol brilló en el celeste cielo, límpido y glorioso. Se oyeron los repiques de los templos vecinos y los guerreros en triunfo se fueron yendo del terreno, felices de cumplir con su deber y un buen número de ellos con un pequeño souvenir, un teléfono bueno, un televisor no menos bueno, un buen reloj, ese tipo de objetos menudos que suelen ser los tesoros del pobre.

El ministro se lució enfrente de los micrófonos; el jefe de gobierno le brindó todo su soporte por el incruento procedimiento, si bien le reprochó sonriendo el hecho de no tener siempre su teléfono encendido. Y entonces usted, señor Presidente, sin moverse de su puesto, tuvo el conflicto resuelto y recuperó el buen humor, imprescindible en estos tiempos que corren.

El comité no emitió opinión y en torno del evento reinó un, como suele decirse,  estruendoso silencio. Un sector coincidió con los procedimientos del ministro. Otro sector le reprochó en silencio con un gesto invisible su condición de bufón presumido, de pelele incontinente, de mequetrefe inverosímil y todo tipo de epítetos conocidos y desconocidos, pero no queriendo ceder terreno en beneficio del enemigo, hizo mutis por el foro. Todo terminó. El sol se pone sobre el horizonte. Donde reinó el bullicio y el desconcierto hoy se oye solo el silbido del viento.

Poderosos del mundo, uníos.


[1] No es preciso que le explique lo que es un robinete. Busque.

[2] Los jóvenes pueden desconocer este término croto. Crotto fue un ministro de Yrigoyen que dispuso que los mendigos criollos usen los trenes sin costo. El boleto de Crotto se convirtió con el tiempo en boleto de croto.

[3] En el ejército criollo un zumbo o un reclutón es lo mismo que un quinto.

Deja un comentario