Domingo en López Lecube

Fue un domingo distinto. Ni bien me dijeron de ir dije que sí. ¿Cómo perderme un evento de esos? No es que vivo en un encierro completo como creen los que me conocen poco pero de vez en vez me siento medio prisionero de mis psicosis. Ni es que deteste el roce con el prójimo, si bien es cierto que no me rozo mucho. Lo que sucede es que temo decir estupideces en frente de testigos. Por lo común no sé qué decir y en vez de seguir en silencio comienzo un coloquio en el que no tengo ningún interés. Pero después, si veo que mis interlocutores me siguen el hilo, me siento mejor y sigo diciendo estupideces con convicción. Entiendo ese impulso que tienen hombres y mujeres por decirse lo que se les ocurre por el solo hecho de no sentirse solos. En resumen, dije que sí. Y fui. Vinieron nueve en punto, como dijeron. Yo siempre cumplo pero un leve dolor de vientre me demoró unos minutos. Les dije que me esperen un minuto consciente de que el minuto posiblemente no fuese uno sino cinco o diez. Fueron quince porque comí no sé qué que me secó. En ningún momento dejé de oír el ronroneo inquieto del motor diésel poniéndome presión y eso, estoy seguro, contribuyó con el estreñimiento que me demoró. Es decir que se conformó un círculo vicioso. Si es cierto que todo tiene que ver con todo, eso tuvo que ver. Por fin, luego del procedimiento higiénico de rigor, tuve que reunir los utensilios porque el objetivo que nos impusimos fue el de reunir fondos en beneficio del club vendiendo comestibles en un puestito que nos ofrecieron en concesión. Este recurso nos lo consiguió el Vicho (no el Bicho sino el Vicho) que es el médico de nuestro club y que es oriundo de López Lecube. Cuchillo, tenedor, fósforos, el disco, un bol, ¿qué me olvido?, dije y escuché de nuevo el ronroneo inquieto del motor diésel poniéndome presión y metí todo en un bolso y me despedí de mi mujer. El perro se quedó triste. Mi mujer suspiró. Jorgito y Federico me recibieron sonriendo como si no estuviesen molestos por mi incumplimiento o por mi defectuoso cumplimiento de lo convenido porque dijimos nueve en punto y no nueve y veinte. Y tienen todo el derecho del mundo de sentirse molestos, les dije ni bien me senté. Lo mismo me disculpé. Preferí no decirles sobre mi estreñimiento porque hubiese sido inconveniente como primer tópico de discusión. Hicimos doscientos metros y tuvimos que volver porque me olvidé el teléfono. Por suerte fueron solo doscientos metros. Los dos se rieron de nervios pero como son dos tipos buenísimos y muy corteses dijeron que no me preocupe. Toqué timbre. Esperé unos minutos. Toqué timbre de nuevo. Escuché correr el líquido en el depósito del inodoro y el típico ruido de succión subsiguiente. Todo esto con el temblequeo inquieto del motor diésel poniéndome otro poco de presión. Mi mujer se sorprendió de verme de nuevo. Entré y busqué el teléfono, pero no lo encontré. No es que lo hubiese perdido sino que por lo común olvido dónde lo puse. Tomé el teléfono de mi mujer y disqué (sigo diciendo eso, ‘disqué’) mi número. Me respondió Federico. Encontró el teléfono en el piso, quiere decir que no me lo olvidé sino que lo tiré en el momento de subir. Suele suceder, dijeron los dos en un coro. Los dos son muy compinches y no solo compinches sino que son vecinos. Y viven en completo sincronismo. No te preocupes, dijeron de nuevo, concesivos y sonrientes, suele suceder. Me sentí un poco estúpido por lo que me disculpé de nuevo. Nos pusimos en movimiento. Federico condujo y Jorgito hizo de copiloto; según Google, indicó, son cien kilómetros. El rumbo: suroeste. De repente recordé que no puse los huevos. Lo dije con cierto temor y ellos creyeron que se los dije en chiste pero no. No podemos ir sin huevos porque decidimos vender el revuelto que es lo que mejor cocino. Federico ofreció diez huevos que dijo tener en su domicilio. Jorgito ofreció seis. Porque, ¿dónde ir un domingo si lo que uno quiere son huevos frescos? En un súper chino, dije con timidez, consciente de que mi imprevisión suele ser insufrible. Pero ellos son gente de buenos sentimientos y son gentiles con los viejos, de modo que me dijeron de nuevo que no me preocupe y que cuente con los huevos. Nos detuvimos en el súper chino de Don Bosco y Boedo. Me pidieron un precio ridículo por veintinueve huevos. El chino se defendió diciendo que los huevos son flescos, lecién puestos. No creí oportuno discutirle porque escuché el ronroneo inquieto del motor diésel metiéndome presión. Le pedí descuento porque eso es lo que ellos entienden como gesto de respeto. El chino, como el turco, tiene un profundo sentido del comercio y lo entiende como un juego de presiones donde el equilibrio se produce como efecto del pichuleo. Si uno no discute un poco el precio se ofenden y un chino ofendido es un peligro. Resumiendo, convinimos el precio y le extendí el dinero. Me preguntó, sorprendido: ‘¿no tenel tles de cien? (Porque le di uno de mil). No, le respondí. Es lo único que tengo. Me respondió que él no tenel vuelto. Teniendo el chino mi billete de mil en su puño no pude menos que poner los huevos sobre el exhibidor y pedirle gentilmente que me reintegre los billetes. Y el chino que no. Chino no devuelve un peso. Me puse furioso. Y como si fuese poco se formó un corrillo de chinos y clientes curiosos y yo oyendo el temblequeo nervioso del motor diésel poniéndome presión. Miré en dirección del vehículo e hice un gesto con los dedos como diciendo necesito pesos, billetes chicos. Por suerte entendieron y Federico vino de un trote vivo esgrimiendo unos billetes de distintos colores. De repente dejé de verlo. El pobre no sé qué pisó y se torció feo un pie. Lo socorrí urgente pero el chino me persiguió diciéndome de todo. Le expliqué lo mejor que pude que no quise huir sino que mi compinche se torció un pie y mi deber y mi impulso ineludible fue socorrerlo. Después de unos minutos lo entendió. Federico me dio los billetes y se volvió rengo y dolorido, escuché los insultos proferidos por Federico pero entendí que los objetos  o mejor dicho los sujetos de sus insultos fueron el chino y el pozo en el que metió el pie. Negocié el vuelto con el chino pero el importe que vi en el visor resultó ser muy diferente del precio convenido porque lo que dicen los chinos del súper no se entiende ni medio y como ellos entienden que no se les entiende y los números se ven bien nítidos en el visor, no dicen el importe sino que ponen el índice sobre los números verdes. No es como se cree. Los chinos son todos descorteses. El monto de los huevos que compré resultó ser inferior por lo que comenzó un proceso de requerimientos de billetes de menor importe. El chino me dijo ‘¿uno mienticinco?’; le contesté que no. El chino pronunció un incomprensible: ‘¿dos con pies?’  o ruidos por el estilo. Le dije que no, con un gesto de desdén. El chino revisó en los monederos donde encontró unos pocos billetes y unos míseros cobres; retiró un billete de dos, el último en su poder. Revolvió los cobres pero solo encontró de cinco. Todo este proceso resultó un incordio increíble y me puse muy nervioso. El chino no perdió el equilibrio. Los clientes se enfurecieron pero yo les expliqué que tengo todo el derecho del mundo de recibir el vuelto justo y punto. Los pormenores de este entredicho son un poco extensos y por eso no me extiendo. Es terrible porque, por ejemplo, si el chino dice ‘¿Tos?’, ¿qué dice, ‘dos’, ‘vos’, ‘doce’ o ‘tose’? Imposible entenderse con ese tipo de gente. Los cómputos sucesivos fueron hechos velozmente por el chino y no pude seguirlo en su progresión o regresión.  Por fin me dio trescientos pesos en billetes de cinco que le recibí por no cometer un crimen y me fui con los huevos ‘lecién puestos’. Es decir que me cobró setecientos pesos por veintinueve huevos mugrientos. En fin. Entré de nuevo en el vehículo y nos pusimos en movimiento. Reconozco que no debimos detenernos en lo de los chinos. Fue mi error pero no me hicieron ningún reproche. Solo tosieron. Federico sintonizó FM Rock&Pop y nos entretuvimos con un LP completo de los redondos: Gulp! El horizonte del desierto es increíblemente bello, en eso coincidimos los tres si bien Jorgito disintió con Superlógico lo que es comprensible porque es incomprensible, dijo. Entonces estuvimos unos buenos kilómetros discurriendo sobre lo que es comprensible y lo que es incomprensible. Yo mismo fomenté el punto porque es el tipo de cuestión que me conviene. Puedo decir un montón de estupideces sin ningún rigor lógico pero quien me oye cree que si lo digo yo, que por lo común soy un tipo serio, debo tener mis buenos motivos. Después de unos jingles vino el turno del noticiero e indefectiblemente se impuso el ineludible punto de los políticos y todo eso pero en unos minutos se disolvió en un merengue de repeticiones sin interés. Como dije el objetivo es reunir fondos en beneficio de nuestro club en un evento que convocó el municipio de Tornquist del que depende el diminuto pueblito de López Lecube y en beneficio del templo. Como dije, por gestión del Vicho, tipo generoso como pocos y médico del club.  Oh, el templo de López Lecube, es hermoso, dije yo que no lo conozco. Lo he visto en fotos pero no conozco López Lecube ni conozco el templo. En su momento funcionó el Pequeño Cotolengo (o Cottolengo). Jorgito o Federico, no recuerdo quién de los dos, contó el origen del templo. Dicen que el señor López Lecube fue perseguido por los indios y que logró meterse en un pozo de peludos y conservó el pellejo. Del susto que se llevó prometió construir un templo en el supuesto de que consiguiese sobrevivir, por supuesto. Y el hombre sobrevivió y construyó el susodicho templo, que le quedó hermoso e imponente en el medio del desierto sureño. En fin, figúrese lo que fue el susto si produjo un templo como ese. De todos modos, yo, que soy escéptico, dije que bien pudo ser el fruto de un remordimiento por cuestiones que el hombre no reveló. Lo épico del cuento de los indios perseguidores es muy conveniente con el espíritu religioso de nuestro pueblo. Pero, pero. Uno es escéptico respecto de ciertos cuentos que desde siempre se tienen por buenos. Dije cogito ergo sum, como suele decirse o pienso luego existo. ¿Qué tiene que ver? Debí decir Dubito ergo sum. Ellos dijeron que sí, porque me tienen un respeto excesivo y creen lo que yo digo. Nos reímos un poco con lo de los indios perseguidores, el pozo en donde se escondió López y el susto que se llevó el hombre. Los indios corriendo en círculo con sus chillidos, el ruido de los potros, el cielo oscuro; terrorífico. Después de todo, si fue cierto, el hombre debió construir dos templos y no uno. Google, dijo Jorgito, dice 35 kilómetros. Esos kilómetros se nos hicieron eternos, siempre envueltos en un cúmulo de polvo, porque el evento convocó miles de criollos de todos los pueblos vecinos. Y nosotros con unos trozos de cerdo, diez kilos de chorizos y veintinueve huevos mugrientos. Es que no nos dieron precisiones sobre el posible número de concurrentes. Recordemos que me demoré por un inconveniente digestivo, y después lo del teléfono que creí perdido y que encontró Federico en el piso. Todo eso, por no repetir el disgusto en lo de los chinos, nos demoró sensiblemente. Por fin vimos el templo en el horizonte y entonces, listo, ese es el templo de López Legide, quiero decir, les dije, de López Lecube. Me confundí con un negocio que existió en mi juventud donde me compré mi primer bléiser. Les dije López Legide en vez de decirles López Lecube. Y reímos. No dijeron que ocupemos un rincón en el fondo del templo. En cinco minuto dispusimos los elementos de fuego y comenzó el desfile de clientes. Los bifes de cerdo bien finitos se cuecen pronto. Yo empecé metiendo trocitos de pino seco en un tubo de hierro que debió servirme de fogón. Pero tuve que perder un montón de tiempo en conseguirme un soporte donde poner el disco, encontré uno pero no muy firme y corrí siempre el riesgo de que se me vuelque el disco, lo que por suerte no sucedió. Dos o tres veces el equilibrio del disco estuvo comprometido porque un nene se metió dentro de mi reducto y no pude impedírselo por temor de tener un incidente con sus progenitores. De todos modos lo miré serio. Lo primero, si uno quiere tener éxito con el suflé (o revuelto u omelette) es tener buen fuego y yo sufriendo con los tronquitos secos y el chirimbolo ese que me dieron produciendo un humo tóxico como pocos. Un grupo de gente tuvo que correrse por el humo del engendro de hierro este que le cuento. Me puse muy nervioso. Y Federico y Jorgito dele que te dele con los bifes de cerdo y los chorizos. Los clientes se pusieron inquietos por el tiempo que llevó cocer esos chorizos del demonio llenos de trozos gordos de sebo; hubo explosiones de chorizos y creo que tuvimos que servirlos crudos en el medio y secos en el exterior. Yo intenté socorrerlos pero el descuido me costó el desperdicio de los primeros diez huevos porque me olvidé de remover el disco , el revuelto se quemó y quedó un pegote incomible. Un hombre del público me dijo, insolente, je je jefe eso no es omellete es un queme quemo. Un quemequemo es decir un ‘que me quemo’. Los criollos siempre irónicos y ocurrentes. Yo envuelto en humo y en sudor, me puse furioso sin perder el equilibrio del todo y le respondí, ‘déjeme de joder, sojero del orto ¿quiere?’ Entonces el tipo me mostró un cuchillo de medio metro. Yo hice como que no lo vi y seguí con lo mío. Los clientes siguieron metiendo presión, diciendo llevo quince minutos y ni me dieron el vuelto y Jorgito y Federico nerviosos recubiertos de sudor riñendo con los chorizos llenos de sebo y los miñones duros. Porque el nuestro resultó ser el único puesto donde se reunieron dos mil hombres, mujeres y niños, jóvenes y viejos, con deseos de comer. Un típico error logístico. En un momento el público se dispersó entretenido con el desfile de equinos y los números folclóricos, y eso nos dio un respiro. Yo seguí discutiendo con el fuego y el disco y revolviendo los siguientes diez huevos de mi segundo intento de omelette (o revuelto o suflé) pero los efectos del humo persistente fueron funestos, produciendo un rezongo extendido entre el público que terminó pidiendo con gritos y por el micrófono de los músicos que me expulsen del predio: ¡Ese tipo del puesto de los chorizos nos llenó de humo con sus inmundos revueltos de huevos podridos! ¡Exigimos que lo echen! Y entonces sentí un olor como de huevo podrido. En efecto, el chino me vendió huevos podridos. En ese mismo momento resolví suspender mi célebre omelette y tiré los diecinueve huevos, nueve crudos (el olor fue pestilente) y diez cocidos cuyo olor se me ocurrió un poco menos ofensivo pero que juzgué no comestibles. En fin. Sofoqué el fuego pero siguió produciendo humo unos buenos veinte minutos por lo menos. En el interín corté como cien bifes de cerdo bien finitos y roté cien veces cien chorizos. El desfile de clientes con deseos de comer recomenzó con el fin del desfile de sulkys y equinos. Cinco y diez se nos terminó todo. Extinguimos el fuego que quedó, recogimos lo nuestro (confieso que tiré el bol y el disco), Jorgito contó el montón de dinero que reunimos, nos despedimos del Vicho y Federico condujo de regreso. Volvimos en silencio, llenos de humo, conformes con el deber cumplido y sobre todo con el dinero que reunimos. Federico puso de nuevo un disco del Indio. Ostende Hotel es bellísimo. Coincidimos de nuevo. Jorgito nos contó que en dos mil veinte sembró trigo y que con eso juntó unos buenos pesos pero nos confirmó lo que siempre supimos: que el John Deere no es suyo y que el culo lo pone otro. Yo dejé de comer suflé, revuelto, omelette y todo tipo de huevo. No compro ni un fósforo en un súper chino. Desde ese domingo huelo humo y me descompongo.

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